miércoles, julio 17, 2013

El lado maldito de la hermandad-(Sexenio-Puebla 10/06/13)

Ignacio Padilla –una de las voces más reconocidas de la generación del Crack- publicó, recientemente, bajo el sello editorial Páginas de espuma: Los reflejos y la escarcha; tercera entrega cuentística de la serie Micropedia (Las antípodas y el siglo, y El androide y las quimeras).

A Padilla, desde hace 15 años, le ha preocupado la falta de una verdadera unidad temática a la hora de publicar un libro de cuentos. Los libros que se han editado sobre este género literario, en su mayoría, son un tipo de antología o una reunión de cuentos sin ton ni son. Pocos son los libros que gozan de un verdadero vaso comunicante.

En Los reflejos y la escarcha, Padilla recurre a las figuras de la hermandad, cofradía o camaradería para retratar la parte oscura, malvada y fratricida que conlleva tener un hermano por naturaleza o elección personal.

Aquí todo cabe, no hay tema imposible para Padilla. Desde la pasión -casi diocesana- que genera en un poblado la existencia de un pollo sin cabeza que anda de gira por diversos pueblos y por un descuido de sus amos mure intempestivamente; hasta la historia de cómo un siamés hace todo lo posible por deshacerse de su hermano. La alegría y tristeza que una hermana siente al encontrar –muchos años después- a su hermano, quien ha sobrevivido gracias a una máquina y hace todo lo posible por re-educarlo, pues su proceder es lo más semejante a un robot. Hermanos que se relacionan sexualmente, familias dónde el negocio obligará a que se maten entre sí y la historia fundacional de una ciudad que está llena de misteriosas muertes y triunfos dudosos. Historias que son contadas con una narrativa fina. Relatos que contienen un humor que va de lo cruel a lo absurdo, sin dejar de un lado la ironía; Padilla reúne doce cuentos que atrapan, entretienen y hasta logran causar un cierto tipo de repulsión.

No toda hermandad o amistad es positiva, a veces hay un lado maldito que terminará por enterrar los buenos momentos; impresiones que el lector podría llevarse al leer esto cuentos.

Los reflejos y la escarcha es un libro breve, certero y que deja con ganas de leer la cuarta entrega.


Ignacio Padilla es el cuentista mexicano más españolizado en su escritura y viceversa. Lo que facilita su acceso en el mercado español, porque a pesar de la gran calidad narrativa que inunda al continente americano; aún –en algunos casos- es necesario ser impulsado desde España para cubrir mayor mercado editorial.

Tijuana de día (Diario Milenio/Opinión 16/07/13)

Sus noches son legendarias, eso se sabe. Pero me gustan sus mañanas: nerviosas, apresuradas, hay que llegar a tiempo a la línea. Un café bien negro. Pero me gusta la vida de todos los que se quedan. De todos los que nos quedamos. La vida de todos los que llegaron para quedarse, los que pensaron que sus gustos, sus idiosincrasias, sus costumbres, serían bien recibidas aquí. Todos nosotros. Los que no cabíamos en ningún otro lado, cabemos aquí, faltaba más. Lo que asusta o alarma a los de otras áreas del país, aquí es más o menos normal, cosa de todos los días. Me gustan sus buenos días y, luego de un rato, sus buenas tardes. El hecho de que puedo robar hinojo en sus calles, y girasoles silvestres (pero no se lo digan a nadie). Pagar en pesos o en dólares. Hablar español o inglés. Me gusta que, en contraste con lo que ocurre en gran parte de la provincia mexicana, y ni qué decir del DF, aquí nadie se espanta de nada. Lo que seas, está bien aquí. Tijuana está lista para eso y más. Me gusta su playa, claro, donde he caminado tantas veces a horas que sería difícil relatar y menos explicar. Aquí, donde todos somos sospechosos, ninguno somos causa de sospecha. Los que no teníamos un lugar entre ustedes, los que me leen fuera de Tijuana, finalmente estamos en casa aquí. Mi cara, mi acento, mi rara incomodidad ante las cosas, cabe, le va bien al asomo de las cosas aquí, en este lugar que se llama Tijuana. No ser normal, está bien. Pedir demasiado. Soñar demasiado. Quererlo todo y todo a la vez, creo que de eso también va Tijuana. No sé, la verdad, qué hacen en otro lado.
UNAS ESTAMPAS, PARA VER:
I. Al amanecer, ya cuando se fueron los últimos seres nocturnos, la Revo es ese mítico paisaje después de la batalla. La Cahuila. La Sexta. Algo borroso o gris. El viento que arrastra minucias. Una especie de Neo-Comala, a juzgar por los murmullos. Hay una apenas luz bajo la cual una extraña soledad, una soledad de ropas diluidas y pesados miembros, se entretiene pateando bolsas de plástico sobre las aceras. Nadie canta.
II. Ahí cerquita, bajando por la Juárez y casi sin tocar la vía rápida, las colas de autos en espera de cruzar al otro lado son las mismas. A eso también se le llama la Línea Exponencial. A cualquier hora, sin menoscabo alguno por horarios de invierno o de verano. Una constatación del infinito. Una imagen de la incesante repetición. Lo que pienso: Dios existe, o debería. El calor aumenta: los motores encendidos, el uso del clutch. Aquí siempre es la hora de los espejismos.
III. El coche parece deportivo, pero no lo es. Un buen trabajo de pintura, algo que ver con la afinación. Aquí se simula. El brazo montado sobre la puerta, el codo por fuera: ese tipo de postura. Una cadena de oro. Un cigarro encendido. Los lentes: oscuros. La música a todo volumen, en inglés. Acaso por eso me extraña que el muchacho que maneja haga tanta alharaca para llamar a la anciana que, parada en la esquina, vende chicles. Un rectángulo apenas en sus manos agrietadas. Algo casi vacío. Se aproxima: cabellos grises, blusa desabotonada, boca sin dientes. El hombre le sonríe mientras toma la mercancía.
—Pero deme su bendición, jefita —le pide antes de colocar algunas monedas sobre su palma abierta. Ya con ellas en la palma cerrada, la anciana extiende el brazo derecho y, con los dedos en cruz, marca la frente, las sienes y, al final, los labios. Lentamente. La sonrisa chimuela. El semáforo en verde. Algo que se desvanece.
IV. Es el restaurante donde la Tijuana-de-Alcurnia celebra sus cumpleaños. Dos por visita, al menos. Con frecuencia tres. Recomiendo el atún local sellado con ajonjolí, la lonja de pez espada de las costas de Baja California. Todas y cada una de sus ensaladas. Por sobre todas las cosas recomiendo su carta de vinos: un homenaje a las vitivinícolas del Guadalupe, un valle enclavado entre lomas áridas salpicadas de rocas extraterrestres por donde alguna vez pudo haberse extraviado un mudo. Recomiendo, ya en plano de la más absoluta honestidad, el Jardín Secreto, una botella de la casa Adobe —donde se combinan los sabores de las uvas cabernet y grenache— firmada por el enólogo Hugo D´Acosta (el mismo, en efecto, de los vinos Casa de Piedra). Un expreso cortado, después. El de chocolate. Al salir, todavía con los ecos del último happy-birthday en la cabeza, no es posible dejar de ver la obra reciente de Jaime Ruiz Otis sobre las paredes del bar —retazos de maquila, viejos destellos dorados, el mundo de más allá.
V. Lo bueno de Tijuana es que, cuando todo se acaba, uno puede darse el lujo de ser literal. Ahí está siempre el mar, el mar al que he llamado, por puro cariño y de manera por demás errónea, el Mar-del-Norte. ¿Ha estado usted ahí alguna vez? Me gusta cuando es mercurial. Me gustan las familias que se extienden, ruidosas, en movimiento, pura energía, sobre la arena. Los niños. Los partidos de futbol que congregan. Me gustan los elotes con sal y limón o con queso y chile; los tostilocos; los vasos de frutas. Un clamato preparado, dicen. Me gusta verlo de lejos, en paz. Gris sobre gris. El delfín de rigor. Un horizonte más presentido que real. Es la orilla de la orilla. Es el fin. El monumento lo expresa, litoralmente y en pura piedra, límite de la República Mexicana. Es, bien visto, el principio. Yo ya no vivo aquí (dixit). Y regreso. Y vivo aquí. Sí. Siempre.

La miseria billonaria (Diario Milenio/Opinión 15/07/13)

Casi todos tenemos una idea de lo que haríamos con diez millones de dólares, lo que aún no imaginamos es la clase de plancton infeliz en que terminaríamos convertidos si es que tal dineral nos cae de sopetón. Cierto es que las fortunas de ese pelo suelen ser suficientes para camuflar las desventuras menos decorativas, tanto como inocente es el consuelo de quien se ve misérrimo-y-dichoso, pero de ahí a creer en cuentos de hadas media un trecho insalvable para la fantasía. Nada nos garantiza que el dinero en exceso sirva para otra suerte de autoayuda que relajar las ansias, cubrir las apariencias e imantar a una corte de lambiches baratos y onerosos.
“Cualquiera que tenga diez millones de dólares puede vivir como si fuera rico”, disparó alguna vez cierto magnate agudo y afrentoso, con ese menosprecio destinado a escocer la delicada piel del nuevo rico. Pues la verdad del caso es que las verdaderas fortunas incitan a los pobres a sentirse insultados y a los acomodados a creerse miserables, si bien ninguna alcanza para hacerles mirar hacia otro lado. Aunque cada cual mira lo que puede, que para el caso no suele ser mucho pues los ricos auténticos viven perfectamente amurallados. Y eso tal vez explique el éxito rotundo de las revistas posh entre la clase media soñadora, así como la gracia envenenada que de pronto nos hacen los precios y caprichos propios de la estratósfera social: territorio de Disney al que sólo un pelmazo se atrevería a envidiar. Nada más sano, al fin, que carcajearse a costa de, digamos, unpenthouse de veinte millones de dólares.
Crazy Rich Asians, se titula el bestseller entre rosa y satírico que está haciendo caer incontables quijadas de Oriente para acá. Una novela que sería totalmente inverosímil si su autor, el primerizo Kevin Kwan, no se hubiera esmerado en omitir los excesos mayores de sus protagonistas en la vida real: unos ricos en tal medida escandalosos que dejan a los viejos potentados en papel de paupérrimos pudientes, allí donde el dinero es objeto de culto cotidiano y fanático y cualquiera que tenga menos de un millar de millones de dólares no merece otro trato que el de menesteroso. Quien intenta narrar la vida real a tamañas alturas de la pirámide incursiona por fuerza en la literatura fantástica.
Los multimillonarios de Kevin Kwan —“billonarios” en la cultura anglosajona, donde el billón se alcanza con tres ceros menos— son en su mayoría chinos afincados en Singapur, habituados a estándares de vida que oscilan entre el esnobismo desatado y la megalomanía delirante. Pueblerinos del mundo, se mueven de Shanghái a Nueva York y de París a Sídney como quien va del club a la oficina, entre largas carrozas y aviones con jacuzzi, armados de los gadgetsesenciales para jamás perder contacto con la pequeña tribu que los une y enfrenta: un pueblajo globero, a fin de cuentas, de cuyos cuchicheos son a la vez rehenes y auditorio, y al cual están atados de por vida. ¿Y qué mejor consuelo pueden darse la clase media alta, la alta baja y al cabo todo aquel indigente virtual que no llegue a los mil millones de dólares, sino compadecer sinceramente a cada uno de esos falsos ganadores, súbditos oficiosos de la tiranía de las apariencias?
Ignoro qué deleites invaluables aguardan al magnate ávido de botarse decenas de millones de papeles verdes en una sola boda faraónica, y tampoco sabría calcular qué tantos negociazos pueden originarse a partir del sonoro despilfarro, pero igual que legiones de morbosos atónitos me dejo boquiabrir por detalles sutiles y quizá cicateros —habidos los niveles imperantes— como el 747 fletado especialmente para transportar decenas de miles de las rosas más caras del mundo entre Londres y la Península Malaya: no sea que desmerezca el casorio.
“El chiste no es ser rico, sino ser delicioso”, escuché alguna vez decir a un hombre sabio, pero los personajes de Kevin Kwan son inmunes a tales chabacanerías. Han venido a este mundo con la misión suprema de llevar el mal gusto a niveles que insultan no tanto a la pobreza como a la inteligencia. Nadie como ellos da peso y sentido a la idea del dinero gaznápiro: decimos que alguien es imbécilmente rico cuando no nos alcanza la imaginación para pensar qué haríamos con tamaño caudal, como no fuera perder la razón y dedicar el resto de la vida a tratar de comprarla a precios de locura. ¿Pues para qué, si no, sirve tener tu propia corte de lambiches? ¿Quién, sino un cortesano servicial, te evitaría la pena de advertir que la miseria extrema no es monopolio de los andrajosos? ¿Quién pudiera poseer no más que diez millones de proletarios dólares, como cualquier pelado inexistente?