miércoles, junio 05, 2013

El amor verdadero (Diario Milenio/Opinión 04/06/12)

En el comienzo del amor que cuenta Un hombre enamorado, del autor noruego Karl Ove Knausgaard, hay una cara marcada. Karl Ove se ha enamorado de Linda en una conferencia de escritores y, después de recibir su negativa, éste, absolutamente ebrio, regresa a su habitación donde, a la manera de las adolescentes autodestructivas, procede a marcase la cara con un vidrio. A la mañana siguiente, cuando frente al espejo se da cuenta de lo que ha hecho, Karl Ove se avergüenza profundamente de sus actos, pero no se esconde. Ebrio aún, Karl Ove sale de su habitación, cruza los jardines y, marcado ya, se muestra.
“Y ahí estaba toda la gente. Ellos podrían ver la ignominia. Yo no la podría esconder. Todo el mundo podría ver. Yo estaba ya marcado. Yo me había marcado a mí mismo”. (Vol.2, pág. 195).
Su exposición, la transformación de su estado interior en uno exterior, de lo privado en público, de lo íntimo en social, no es, sin embargo, un acto de desfachatez, y ni siquiera de valentía.
“Me disculpo por esto, dije. Lo siento”. (Vol.2, pág. 195).
Su exposición, todo parece indicarlo así, es un acto inevitable.
La pregunta con la que cierra la descripción de ese primer encuentro con Linda no es una pregunta retórica de ningún modo. La escena da inicio de la siguiente manera: “Silencio total. Me mostré tal y como era, y sólo hubo silencio”. La pregunta es “¿Cómo podría sobrevivir a eso?”, (Vol.2, pág. 195). Cualquier lector podría sentirse con la tentación de contestarla de inmediato. Escribiendo, claro está. Escribiendo con todo detalle la escena misma, así es cómo se sobrevive a eso. Y acaso ese sea el trasfondo de esta segunda entrega de Mi lucha, la serie autobiográfica que tanto ha escandalizado a la sociedad noruega.
Pocas veces el amor ha sido tan aterrador como el de este hombre que, no por estar profundamente enamorado, o tal vez precisamente por estarlo, deja de lado su inmisericorde poder de observación. Porque su afán no es contar una ficción, ni siquiera una historia propiamente dicha, sino “aproximarse al núcleo de la vida”, la escritura de su amor pronto se aparta de los relatos estereotipados del amor loco, propios de tantos libros del siglo XX, pero también de los más sesudos tratados que, como el de Alan Badiou, han hecho elogios más bien abstractos del amor largo, comprometido, maduro. Apegada a los cuerpos y los objetos, sin apartarse un segundo de aquello que observa, pero sin preocuparse hacia dónde se dirige o qué confirma, la descripción Kausgaardiana logra tocar eso que significa amarse a inicios del siglo XXI en un contexto urbano de la clase media intelectual. La historia, es menester advertirlo, no es bella. Es poderosa, en efecto, pero no bella a la manera de los cuentos con los que se arrulla a los niños. A la manera, es decir, de la ficción. Los protagonistas de este amor y de esta verdad, Karl Ove y Linda, no “fueron felices para siempre” pero fueron felices, sí, a veces, de manera tentativa e intermitente, con frecuencia sin proponérselo o sin saberlo o, francamente, en contra de sí mismos.
Por algo el libro no inicia con el vertiginoso éxtasis, mental y físico, de dos que se encuentran por primera vez sino con una pareja cansada que, con bastante irritación, lleva a tres hijos pequeños a un parque de diversiones. “La gente que no tiene hijos casi nunca entiende lo que esto implica, no importa lo maduro o lo inteligente que pueda ser”, asegura Karl Ove mientras acomodan un asiento en la parte trasera del auto y abrochan cinturones de seguridad y avanzan entre gritos y demandas que, a menudo, no pueden atender. Bajo el sol inclemente, tratando de repartirse un trabajo que parece abrumador, tanto Karl Ove como Linda tiene poco de pareja romántica. La situación vuelve a repetirse, acaso a agrandarse, cuando Karl Ove tiene que llevar a la hija mayor a una fiesta de cumpleaños. Retratada en acuciosa precisión, la reunión parece más una sesión de tortura que una ocasión para la relajación o el festejo. ¿Quién en su sano juicio querría vivir algo así?
Para contestar esa pregunta, o para abordarla al menos, es que Knausgaard regresa al momento en que dos, encontrándose la mirada, se reconocen como propios. El momento en que dos deciden que es todo o nada. Aquí. Para eso, una vez más, Karl Ove tendrá que avanzar a tientas por tramos de la experiencia que él mismo ha delineado con anterioridad, pero que se ha saltado, creando así una especie de repetición interna que contribuye a configurar la estructura resbaladiza, casi sonora, del proyecto total de la autobiografía. En algún momento, mientras relataba la muerte del padre, había mencionado ya la manera en que había dejado Noruega, y a su pareja, atrás. Cómo había tomado una decisión desesperada para salvar lo que en ese momento le parecía su vida. Una última oportunidad. Pero no es sino ahora, en el volumen de la biografía dedicada al amor, a las tribulaciones del hombre enamorado, que Knausgaard se adentra en lo que había sido apenas un motivo con anterioridad.
Ahí está, pues, el regreso a su casa de hombre casado en Noruega después de la conferencia donde conoció a Linda, su creciente frustración con una vida aparentemente sin rumbo, su primer libro. Está también, la depresión de Linda, su intento de suicidio, los erráticos intentos que ella hace por comunicarse, de entre todos sus conocidos, con Karl Ove durante su proceso de recuperación. Y, luego, el drástico cambio de residencia, de Noruega a Suecia, sin apenas un estado de alerta, de un día para otro. El re-encuentro, a todas luces azaroso, con Linda. En la carta de amor que Karl Ove le escribe a Linda cuando ésta finalmente ha dado señas de estar interesada en él, declara “tiene que ser todo o nada, tienes que estar tan en llamas como lo estoy yo”. Pronto, sus vidas cambian, en efecto, “no como si hubieran sido afectadas por un viento pasajero, sino fundamentalmente”. De ahí los hijos, esos tres pequeños que torturan a la pareja.
Fiel al principio narrativo que ha puesto en marcha desde el primer volumen de la autobiografía, Knausgaard no le escatima nada al lector de esta historia de amor. La mirada knausgaardina se detiene con singular eficacia en los aspectos más materiales de la vida en común: el trabajo doméstico, por ejemplo, la división de tareas y de tiempos en el ámbito privado, las disputas sobre el tiempo libre, las relaciones entre las actividades hogareñas y el trabajo asalariado. En efecto, gran parte de esta historia de amor se ocupa de las labores de la compra y preparación de alimentos, el lavado de la ropa, la limpieza de la cocina y la recámara, la atención puntual de los hijos. Quién hace qué y por cuánto tiempo es, tal vez, la discusión más frecuente entre estos amantes que, a menudo exhaustos, si no es que francamente irritados, se apresuran a defender con uñas y dientes el poco tiempo libre del que disponen.

martes, junio 04, 2013

Teo, una fábula musical y poética-(Sexenio-Puebla 27/05/13)

Escribir para niños es toda una hazaña.

Editar un libro para niños que mezcle a la perfección dibujo e historia, en otras palabras que sea una auténtica obra de arte; es digno de ser aplaudido.

Teo y la nota azul cuenta la historia de un gato que anhela dos cosas: alcanzar la luna y tocar  como los jazzistas que tanto admira, pero de su saxofón no sale más que una triste nota azul. Una noche descubre que en el jardín de su casa, se encuentra una nave misteriosa de donde sale la música que tanto le gusta; al entrar contempla -con asombro- un cuarto adornado con las imágenes de sus jazzistas preferidos y una rockola. De pronto, la nave es impulsada mágicamente por su música y transporta a Teo a la luna, ahí encuentra un lugar en el que otros amantes del jazz están ensayando, dichos jazzistas tocan las notas roja, verde, amarilla, naranja, café, rosa y morada; sin embargo sienten un vacío, como si algo les faltara. Es aquí donde Teo hace su aparición y les muestra el dominio magistral que tiene de la nota azul. Juntos logran dar vida a una de las mejores canciones, mientras emprenden el regreso a casa de Teo, al finalizar le prometieron encontrarse la próxima luna llena.

Aquí todo sucede de noche -quizá-, porque la buena música, el buen libro, la gran conversación y el amor se conciben mejor de noche. Y tal vez, porque la noche es el único espacio que tenemos para soñar sin temor a ser interrumpidos.

De noche esperábamos la llegada de Santa Claus, los Reyes Magos y el ratón de los dientes; porque sólo de noche la ternura, la belleza y la inocencia perduran.

Teo y la nota azul nos recuerda que los niños se maravillan con cosas simples y sencillas: los sueños por cumplir; mientras que los adultos cada que aumentan su edad se vuelven más incrédulos y amargos.


Teo y la nota azul fue escrito y dibujado por Peter Kuper, un libro que buscar iniciar a los niños por el mundo maravilloso del jazz, al mismo tiempo que les recuerda que los sueños algún día se cumplen. También es un homenaje a los jazzistas que tanto admira Kuper.

lunes, junio 03, 2013

Entre 'Ladies' y 'Gentlemen' (Diario Milenio/Opinión 03/06/13)

No es nada más que sean guarros y atrabiliarios, amén de acomplejados y cobardes, sino que encima se creen especiales. Cada uno, a su manera, se ve a sí mismo lejos y por encima de la manada, tanto así que le extraña, subleva y enfurece que los simples mortales se atrevan a negarle o regatearle su derecho divino a la excepción. A sus ojos, las reglas son para el peladaje. Por eso no les basta con el gozo discreto del privilegio; necesitan que los demás se enteren, cual si los habitara un ánima ancestral sedienta de revancha y reivindicación. Si otros le sacan jugo a su Ferrari acelerando a tope en la carretera, a ellos les basta con estacionarlo sobre la banqueta.
No están acostumbrados a los desaires y toman como afrenta los obstáculos. O al menos de eso quieren convencernos, pues buena parte de su apuesta es un coctel de bluff y bravuconería. Pero mienten con tan auténtica vehemencia que se creen al instante lo que cuentan y pierden la cabeza tan pronto como temen que la farsa no alcance para torcer las reglas a la medida exacta de sus pretensiones. ¿Cómo se atreven a hablarles así? ¿No se dan cuenta acaso con quién están hablando?
Cuando decimos que alguien es una Lady, necesitamos de otra entonación, un ademán o un gesto para implicar cursivas o comillas, según la gravedad de la ironía. Sirve también decirlo tal como suena: leidi, para implicar que la dama en cuestión se educó en la bragueta de un gendarme. A saber cuantos miles de familias encuentran cotidianas frases del tipo: “Llévale sus croquetas a la Leidi”. En contraposición, los patanes reciben el título burlón de gentleman o lord, si bien también funciona decir que el aludido es un tipazo y alzar las cejas para desmentirlo.
De un tiempo para acá, el título de Lady o Gentleman se otorga de manera oficial en YouTube: basta con que lo agarren a uno en su hora negra para estelarizar un linchamiento contra el que no hay defensa concebible. Casi todos hemos desempeñado alguna vez el papelón de Gentleman oLady, aun si ahora no queremos recordarlo porque haría falta ser demasiado gaznápiro y vulgar para enorgullecerse de esos pendejazos. Llevaría uno prisa, tal vez. Vendría de mal humor. Recién se habría peleado con algún imbécil. Estaría pasando lo que se dice un pésimo día. ¿Y cómo no, si al cabo medio mundo lo sabe y ya le llaman por un nuevo apodo?
No es suficiente con ser barbaján para unirse al elenco de Ladies Gentlemen, si su característica más apreciada consiste en abusar, vejar y degradar a algún ser indefenso. Conserjes, policías, empleados: gente que necesita su trabajo y no se puede dar el lujo de arriesgarlo. Si el extraño que los insulta, discrimina, desprecia y amenaza disfruta el privilegio del anonimato, ellos tienen muy cerca al superior y sus palabras y actos son natural objeto de escrutinio. Parte de su trabajo, ya en la práctica, consiste en aguantar el asalto de los atrabiliarios con la cara de palo de un eunuco moral. Y eso lo saben tanto la Lady como el Gentleman: gente que encuentra chic ese hobby impetuoso de abofetear meseros.
¿Misantropía, arrogancia, miedo, zafiedad, clasismo, sevicia, desequilibrio, frustración, arribismo, intolerancia, perversidad, corrupción, racismo, frivolidad, sexismo, hipocresía, histeria, victimismo? En todo caso es gente urgida de respeto. Pero no cualquier clase de respeto, sino uno inaccesible al resto del rebaño. Pues siempre que uno de ellos nos exige respeto debemos entender que lo que espera es sumisión y pleitesía. Vamos, los da por hechos, de ahí que le sorprenda y escandalice que un hijo de vecino le desconozca. Tal es su indignación en estos casos que en aras del “respeto” escamoteado renuncia al más artero de sus privilegios, que es el de conservar su calidad de anónimo. “¿Qué no sabes quién soy, criado infeliz?”, respira por la herida la vanidad del Gentleman.
Le gusta a uno pensar que está lejos de Ladies y Gentlemen, pero justo es decir que hay empleados pazguatos e indolentes —o groseros y estúpidos, que no menos abundan— cuya mera actitud es una invitación abierta a la ignominia, de forma que ninguno estamos a resguardo de ir a dar algún día a la picota. Por más que algunos hagan más y mejores méritos, convertirse en laLady del día o el Gentleman del momento depende solamente de la puntualidad del camarógrafo. Es una lotería de la desgracia, pero quienes la ganan nos redimen a todos. ¿Gentleman yo? No mames, pinche gato agachado.

Contra la ficción (Diario Milenio/Opinión 28/05/13)

Cuando Karl Ove Knausgaard, el autor noruego que, después de haber publicado dos novelas bien comportadas, merecedoras de importantes premios en su país, dejó de creer en la ficción, optó por escribir una larga y escandalosa autobiografía en seis volúmenes a la que tituló, de manera por demás provocadora, Mi lucha (se ha traducido al español el primer volumen de la serie, La muerte del padre; y en inglés ha aparecido ya la segunda entrega: A Man in Love). En diversas entrevistas y en los volúmenes mismos de su detallada novela autobiográfica, Knausgaard ha declarado que eligió aproximarse “al núcleo mismo de la vida”, es decir, de su vida, porque había dejado de creer en otros géneros literarios como formas capaces de enfrentar la creciente falta de significado del mundo —una falta de significado evidente ya, de hecho, en la diseminación y dominio de la ficción en todos los aspectos de la vida cotidiana—. “La vida a mi alrededor no era significativa. Siempre quería apartarme, dejarla atrás. La vida que llevaba no era mía. Trataba de volverla mía, esa era mi lucha, porque por supuesto que eso era lo que quería, pero fracasaba”. (Vol. 2, 469). ¿Qué podría la ficción literaria frente a la ficción en que se ha transformado la existencia misma? Su respuesta, negativa y radical —radical, de hecho, por negativa— lo condujo a las puertas de una de los más feroces y peculiares trabajos con el lenguaje del yo, que es una forma del lenguaje del nosotros, de nuestros días.
Una necesidad similar se encuentra, acaso, detrás del surgimiento y creciente popularidad de la así llamada auto-ficción: libros en que una diversidad de autores asumen el reto de contar la verdad propia a sabiendas, en un mundo que ha pasado ya por el giro lingüístico y el cuestionamiento de las grandes narrativas, de que tal tarea es imposible. Se trata de libros que saben, y lo muestran así, al menos dos cosas: que no hay manera de tener un contacto directo con lo real, no al menos sin el lenguaje; y que el yo no es más que una convención, el acuerdo del cual partimos para colocarnos en modo íntimo, aunque transferible, ante el lenguaje. Son libros listos; libros irónicos; libros que cultivan una distancia cuidadosa, a veces elegante y a veces melancólica, frente a lo que saben no pueden ni conseguir ni prometer: verdad. Lo que Knausgaard se propone y nos propone es a la vez más descabellado y más imposible. Knausgaard, que a momentos elogia a la novela como el último territorio en que los adolescentes nihilistas pueden plantearse las grandes preguntas del ser, quiere la médula misma, la médula de sí, y la médula del lenguaje. El núcleo de la vida. El esqueleto mismo de los días. El marasmo. No lo que, pudiendo encontrar forma en algún cauce narrativo, fuera capaz de forjar su propio sitio en “el desarrollo del significado a lo largo del tiempo”, sino lo que, expuesto en una simultaneidad abrumadora, pegado al cúmulo de detalles concretos del cuerpo y de la respiración, escapara a cualquier noción preconcebida de lo que es un relato. Atento al anacronismo, Knausgaard no pide disculpas por su ímpetu neo-romántico o, incluso, romántico, pero sí toma su distancia con la inocencia o el autoritarismo.
Para que el lenguaje le dé lo único que no puede darle, verdad, Knausgaard recurre, antes que nada, a prácticas de escritura veloz y sin revisión posterior a través de las cuales cuestiona la noción misma de control autorial. En efecto, pocas veces revisó o corrigió Knausgaard las más de mil cuartillas que produjo en las sesiones de escritura afiebrada y vertiginosa que tomaban lugar en una oficina alejada del hogar que compartía con su creciente familia. Luego, en lugar de poner atención a los grandes nudos de la autobiografía convencional, Knausgaard produjo un lenguaje personal para poder traer a la página “el mundo en que vivía, dormía, comía, hablaba, hacía el amor y corría, el que tenía un olor, un sabor, un sonido propio, ahí donde llovía o soplaba el viento, el mundo que podías sentir sobre tu piel”. Ese mundo, concluye ferozmente la frase, ese mundo “estaba excluido del terreno del pensamiento”. (Vol.2, pág. 128). Se trata, sin duda, de una noción material de la palabra que pone tanto énfasis en el significado como en el significante. Además, aunque el texto no se despega en ningún momento del primer pronombre del singular, Knausgaard adopta desde el inicio una estrategia de despersonalización al echar mano del punto de vista del narrador objetivo: una cámara hipervigilante y voraz se aproxima a caras y cuerpos y calles y paisajes, devorándolos. Como el narrador omite en todo lo posible el juicio o la interpretación, el énfasis no está en la conciencia del autor sino en la materialidad misma del mundo exterior. Y en esto, como en su énfasis sobre la sinceridad y autenticidad de lo escrito, comparte una cierta poética objetivista —esa vanguardia de segunda generación de poetas modernistas que, lidereada en Estados Unidos por Louis Zukofsky, se propuso trabajar de cerca con las palabras de todos los días y a tratar el poema como un objeto—. La lucha de Knausgaard, así, no es la lucha de una conciencia abstracta o ensimismada, sino la del observador participante que puede dar testimonio de las marcas que la vida de los cuerpos ha dejado en el mundo. Lejos del romanticismo trasnochado que nos invita a participar de las impresiones, alegadamente únicas u originales, de un autor, el yo despersonalizado de Knausgaard —autor, narrador y personaje— nos comparte las impresiones que, a veces a su pesar, nos regresan las cosas.
“La literatura de ficción no tiene valor alguno; la narrativa documental no tiene valor alguno”, esto declara Knausgaard hacia el final del segundo tomo de la serie autobiográfica cuando el lector ya ha entendido que lo que el texto le ofrece, y le pide, no es verosimilitud sino verdad. “Los únicos géneros que tenían valor para mí, los que todavía conferían algo de significado al mundo, eran los diarios personales y los ensayos, el tipo de literatura que no lidiaba con la narrativa, que no era acerca de algo, sino que sólo consistía en una voz, la voz de una personalidad propia, una vida, una cara, una mirada que pudiera verte. ¿Qué es la obra de arte sino la mirada de otro viéndote? Una mirada que no se dirige ni a algo superior ni algo inferior en nosotros, sino que nos enfrenta a la misma altura de nuestra propia mirada”. (Vol.2, 545).