jueves, mayo 23, 2013

Creo en Aute, porque creo en la poesía-(Sexenio-Puebla 16/05/13)


Yo nunca voy a un concierto sin compañía. Karla Blancarte, nuevamente fue la cómplice –quizá la víctima. El pasado 3 de mayo se presentaba en Puebla Luis Eduardo Aute. A Karla no le gusta la trova, pero acepto ser mi compañera.

Alrededor de las siete de la noche, nos acercábamos al zócalo de Puebla para atestiguar un lleno casi absoluto y mientras los asistentes esperaban la llegada de Aute, en el escenario Iván García, la bella y talentosa Michelle Solano, y Jaime Flores la hacían de teloneros. 

En lo que la gente esperaba y Karla tomaba fuerzas para soportar un concierto de trova; yo andaba tras bambalinas anhelando obtener una foto con el maestro Aute. Minutos antes del concierto, sale del camerino y cual imagen poética, ahí estaba: copa de vino tinto en mano y el aire ondeando su canosa cabellera. La gente del Festival 5de mayo hacía una valla humana para cuidar su camino, lejos de todo fan; empero de forma educada, le solicité se tomará una foto, la cual aceptó con gran sencillez y maestría.
Siendo las ocho de la noche, la gente coreaba y exigía: ¡Aute, Aute, Aute!, las luces bajaban su densidad y empezaba a proyectarse en una pantalla: El niño y el basilisco, película que complementa a su más reciente producción: El niño que miraba el mar. Sin embargo, pocos son los asistentes que saben que Aute no es un simple cantautor, también es poeta, pintor y cineasta.

Quizá eso explique los silbidos que empezaban a escucharse. Algunos querían oírlo cantar, no una experiencia artística; pienso.

Al término de la película, aparecen Aute y sus músicos, y los aplausos también hacen acto de presencia. Aute conmovido saluda a la gente, agradece con las manos. Los vivas cobraron más fuerza cuando Luis Eduardo aseguraba que tenía muchas conexiones con Puebla, dos de ellas: Fernando Canales –conductor de noticias- y el cantautor Carlos Díaz “Caito”, quien fuera el primero en traer las canciones de Aute a Puebla –quizá el argentino más poblano.

Al terminar la salutación amistosa y oficial, vinieron tres horas de concierto, tres horas en las que los asistentes –algunos no tan conformes- pudieron escuchar todas las canciones de su nuevo disco, alternándolas con viejas conocidas como: Mojándolo todo, Quiéreme, Prefiero amar, Alevosía, Sin tu latido, Anda, Al alba, La belleza, Giraluna, No te desnudes todavía.

Entre canción y canción, Aute se aventuró a ofrecer una serie de sentencias que navegaban entre el chiste y la certeza ideológica: “Yo creo en Dios, porque creo en el sexo. El sexo puro es Dios. Dios es sexo, pues cuando se llega al éxtasis se invoca a Dios: Dios, Dios no pares. Y es que nunca se invoca a Satanás”.

De igual forma, Aute aseguraba a sus escuchas: “otro mundo es posible y está en nuestras manos”. También alentó a que los jóvenes sigan saliendo a las calles a exigir que se corrijan las cosas que algunos adultos han hecho mal; palabras más, palabras menos.

Tres horas llenas de poesía, de protesta y de mucho amor. 

Aute fue toda entrega y habrá que agradecerlo.

Karla fue toda paciencia, todo oído y gran compañía; habrá que premiárselo. Y es que uno nunca va a escuchar algo que no le gusta.

El escultor errante (Diario Milenio/Opinión 21/05/13)


En el proyecto Sustraiak, el escultor Jose Pablo Arriaga Markina-Xemein (Biskaia, 1969) ha creado grandes estructuras de madera que, cual abrazo, se enredan en la base de los árboles más diversos. El movimiento es circular, pero no cerrado. El ciño sale a veces de la tierra para elevarse, muy pegado al tallo, hacia las alturas, o desciende, orgánico y en rizoma, para volver a la superficie terrestre donde se hunde otra vez, confundiéndose con las raíces. Se trata, luego entonces, de largos rectángulos de madera que, en lugar de desvanecerse luego de completar el trayecto del abrazo, se quedan en la tierra para convertirse en la tierra misma, un lugar de origen. Jose Pablo Arriaga ha intervenido árboles así en su natal Euskal Herria y en México, Transilvania o Lyon, entre otros tantos lugares, transformando a su paso el paisaje, ya sea urbano o rural. No se trata tanto de un afán por marcar, de manera personal, los lugares del deslizamiento, sino más bien de crear los lazos que, de manera material y concreta, den cuenta de la palpable formación de comunidades en distintas latitudes de la tierra.
El que viaja pasa, sí, pero también se queda.
Las raíces salen a veces, se asoman a la tierra, pero regresan a ella.
Sólo el que se establece de manera firme en un sitio, vinculándose de manera estrecha con sus personas y sus cosas puede, en realidad, irse.
En el verano del 2004, Jose Pablo Arriaga se subió a un velero que denominó Markina, el nombre del pequeño pueblo de la provincia vasca en el que vive y donde tiene su estudio, y partió del puerto de Leikeitio en el golfo de Vizcaya en mar Cantábrico, con rumbo a África. Ya antes había navegado durante 43 días, remando en solitario en una piragua, pero esta vez apartó un año de su vida con el propósito de circunnavegar el continente africano y así mezclarse de lleno con sus habitantes y sus cielos, sus aires, sus materiales. Que las primeras páginas de Therese, el hermoso libro que documenta el proceso de creación y la exposición de las quince esculturas que produjo a partir de su contacto con 15 distintos países africanos, de inicio con los dibujos de Malengu, un niño congolés de 8 años al que conoció en el poblado de Kabw, dice mucho de su afán por evitar la mirada imperial que escudriña y saquea, o la visión distante del que transforma lo distinto en exótico. “Al igual que Malengu, yo también he querido transmitir mis vivencias, él con su bolígrafo [en un cuadernillo hecho con tapas de cartón de embalaje] y yo con mis esculturas en la isla de Lekeitio… Me gustaría que Ma-lengu, algún día”, añade Arriaga en el prólogo del libro, “pueda desarrollarse como artista y esté, como yo en estos momentos, escribiendo una nota de agradecimiento”. Mucho dice también de él, de su postura ante el viaje mismo, cuando, después de naufragar frente a las costas de Dakar, decidió celebrar el acontecimiento con los pescadores que lo rescataron.
Expuestas en la isla de Garraitz, justo frente al puerto de Leikeitio desde el cual partió en una embarcación de siete metros y medio preparada tan sólo para costear, las quince esculturas, casi todas monumentales, traen consigo la experiencia del viaje. [http://www.arriagaarte.com/eskultura.php]. Y traer, aquí, es un verbo pegado a la madera y a la piel. Ahí, sobre las altas rocas o en medio de un bosque de esbeltas hayas, entre el oleaje súbito de la costa o en la boca de escarpados arrecifes, las esculturas dejan clara la extrañeza, la artificialidad del elemento distinto, pero también su vocación de volverse uno con el paisaje.
Las esculturas no son tanto la visión del viaje, o la interpretación del mismo, es decir, su normalización posterior desde el sedentarismo, como su encarnamiento. La madera no se parte en dos, quebrándose: la madera, desgajándose, siempre queda conectada a la estructura más firme o más amplia mientras se lanza, al mismo tiempo, hacia la piedra o el aire o el agua. Hay algo de mano tibia o de abrazo tenaz en esos extremos que, sin soltarse de las estructuras de madera de corte minimal, caen sobre el paisaje agreste, demoledor, de una isla. África está aquí. Esto es lo que es salir de Canarias a Cabo Verde mientras se parten tres timones; y esto es tratar de arreglar el motor, sin éxito alguno, en la costa de Mauritania; esto es navegar, también, por el río Congo y el Kasai sobre cuyas aguas una madre sigue abrazando con fuerza a su hija enferma, esa Theresa del título que todavía muere, y por lo tanto todavía vive, sobre las aguas. Aquí está todavía Juan Pablo, experto en el manejo de la madera, construyendo un féretro para ella con sus propias manos. Esto es verse obligado a hacer un agujero apenas en un costal de cacahuates cuando el hambre; y esto es quedarse sin pasaporte y disfrazarse de mujer para lograr pasar un puesto de vigilancia militar.
El taller de Jose Pablo Arriaga está en Markina, una pequeña población de apenas cinco mil habitantes muy cerca de la frontera con Francia. Ahí trabaja, en el mismo espacio donde lo hizo alguna vez su abuelo, carpintero de oficio y casamentero de afición. Ahí, entre herramientas de aquella época y pesada maquinaria de ahora mismo, Jose Pablo también fabrica muebles [http://www.arriagaarte.com/altzarigaraikidea.php] o diseña puertas que pueden verse aquí y allá por las callecitas del pueblo. Ahí, donde se pasea juvenil y energética la terranova de pelaje muy negro que responde al nombre de Val y deja huellas de sus patas sobre el aserrín, Jose Pablo ha colgado también un gran mapa de África donde una gruesa línea negra marca su travesía.
Como las raíces de Sustraiak, Jose Pablo es un escultor errante, sin duda, pero también se sabe quedar.