lunes, febrero 18, 2013

De pureza y contagio (Diario Milenio/Opinión 18/02/13)


Pocas cosas divierten tanto a un niño, más aún cuando se hace adolescente, como atraer la ira de los persignados. Un enojo especial porque parte del pánico y suele acompañarse de pantomimas que llaman al remedo y el pitorreo. Verdad es que los niños se sienten retribuidos cuando logran hacer reír a sus mayores, pero no hay recompensa comparable a asustarlos y reirse a sus costillas; aunque luego se enojen y se acabe el desmadre, uno de niño goza de merecerse el grado de escuincle del demonio. ¿Quién no quisiera estar entre los enanitos que espantan al gigante?
Las beatas de la iglesia, generalmente dadas a la pedagogía regañona, son la mejor clientela del mocoso ladilla. Necesita uno sparrings, a esa edad, para medir su fuerza y estirar sus alcances. No es, por cierto, una hazaña sino una alevosía bajarse los calzones delante de una vieja persignada, pero de eso trata: los sustos y los chistes son alevosos por definición. Persignarse delante de un pequeño blasfemo le confiere estatura de enemigo, y en tanto ello le otorga la medalla de objetivo militar del Espíritu Santo (que si anda por ahí va a reírse con él).
Convertirse en demonio verosímil a los ojos medrosos de un persignado no es un trabajo muy elaborado. Lo supe una mañana, ya adolescente, a costillas de un par de cándidos cruzados cuyas voces entraron en la línea nada más descolgar el teléfono. “¿Pero cómo es posible que a estas horas esté cerrado el templo, hermana?”, perdía la paciencia el ferviente señor, y para colmo la devota señora le informaba que un tal hermano Juan se había llevado las llaves y no iba a regresar en varias horas. Y en qué iba uno a pensar, con dieciocho años ávidos de risas, sino en sacar partido de ese cruce de líneas para poner a prueba a los cruzados.
“¡Jesucristo te reprenda!”, respingó la mujer no bien me oyó rugir y carraspear las primeras sandeces que se me ocurrieron en el papel de amo de las tinieblas. “¡Ya sabes que estás vencido!”, se unió el hombre a la gresca, y a lo largo de un par de minutos de exorcismo tenaz ninguno de los dos paró de repetir a gritos destemplados su conjuro. Cuando ya comenzaba a arderme la garganta por causa de tan rudos efectos especiales, fui cayendo en la cuenta del piadoso favor que estaba haciéndoles. Una vez que el chamuco chocarrero había dejado la conversación, ambos cruzados soltaron el aire, fatigados de tanto batallar y de seguro con los pelos de punta, porque se despidieron ipso facto. A ver en adelante quién iba a convencerlos de que no habían hecho correr al más grande enemigo de su fe.
Hace ya mucho tiempo que le he perdido el gusto a espantar persignados, no sé si porque veo demasiados o porque ahora son ellos los que me asustan. Y es que no son los mismos, por más que se parezcan y a menudo compartan el árbol genealógico. Pues no hablo ya de beatos chupacirios, como de aquellos que se burlaron de ellos hasta el extremo de estigmatizarlos, y así reprodujeron su mismo esquema. ¿Para qué se persigna el persignado en presencia de dudas y tentaciones, sino buscando preservar su pureza? Se sabe corruptible: tal es la madre de sus preocupaciones. La desgracia de estar entre los puros es tener que vivir con pavor al contagio.
Una cosa es el miedo a lo desconocido y otra el miedo a gustar de lo desconocido. Especialmente, en el segundo caso, si es que el contagio exótico supone contradecir certezas o compromisos en los que el persignado sostiene su infinita fragilidad. Y ello explica que vaya por la vida como un enfermo crónico sin rastro de sistema inmunológico, privándose —o por lo menos eso es lo que nos dice— de toda clase de licencias infecciosas, como la de quitarse el sambenito, aflojarse el cilicio y servirse un tequila con los impíos.
No menos complicado es entenderse con un beato recalcitrante que con un persignado del ateísmo. Y cada ismo tiene sus persignados. Quien creció avasallado por una cruzada tiene todas las armas para sumarse a otra contraria en la teoría e idéntica en la práctica. Y una de ellas consiste en imponerse el deber narcisista de no ver, ni tocar, ni oler, ni siquiera mentar aquello cuya pura insinuación es susceptible de inducir al contagio. Gente muy orgullosa de todo cuanto no hace, ni ha hecho, ni hará. El pecho se les hincha al declarar en voz bien alta que no saben ni están dispuestos a saber en qué consiste aquello que rechazan, si ya ese solo gesto les ha ganado un sitio entre otros persignados. No es que sean muy amigos, pero comparten ascos: ésa es su inmunidad.