miércoles, julio 17, 2013

Tijuana de día (Diario Milenio/Opinión 16/07/13)

Sus noches son legendarias, eso se sabe. Pero me gustan sus mañanas: nerviosas, apresuradas, hay que llegar a tiempo a la línea. Un café bien negro. Pero me gusta la vida de todos los que se quedan. De todos los que nos quedamos. La vida de todos los que llegaron para quedarse, los que pensaron que sus gustos, sus idiosincrasias, sus costumbres, serían bien recibidas aquí. Todos nosotros. Los que no cabíamos en ningún otro lado, cabemos aquí, faltaba más. Lo que asusta o alarma a los de otras áreas del país, aquí es más o menos normal, cosa de todos los días. Me gustan sus buenos días y, luego de un rato, sus buenas tardes. El hecho de que puedo robar hinojo en sus calles, y girasoles silvestres (pero no se lo digan a nadie). Pagar en pesos o en dólares. Hablar español o inglés. Me gusta que, en contraste con lo que ocurre en gran parte de la provincia mexicana, y ni qué decir del DF, aquí nadie se espanta de nada. Lo que seas, está bien aquí. Tijuana está lista para eso y más. Me gusta su playa, claro, donde he caminado tantas veces a horas que sería difícil relatar y menos explicar. Aquí, donde todos somos sospechosos, ninguno somos causa de sospecha. Los que no teníamos un lugar entre ustedes, los que me leen fuera de Tijuana, finalmente estamos en casa aquí. Mi cara, mi acento, mi rara incomodidad ante las cosas, cabe, le va bien al asomo de las cosas aquí, en este lugar que se llama Tijuana. No ser normal, está bien. Pedir demasiado. Soñar demasiado. Quererlo todo y todo a la vez, creo que de eso también va Tijuana. No sé, la verdad, qué hacen en otro lado.
UNAS ESTAMPAS, PARA VER:
I. Al amanecer, ya cuando se fueron los últimos seres nocturnos, la Revo es ese mítico paisaje después de la batalla. La Cahuila. La Sexta. Algo borroso o gris. El viento que arrastra minucias. Una especie de Neo-Comala, a juzgar por los murmullos. Hay una apenas luz bajo la cual una extraña soledad, una soledad de ropas diluidas y pesados miembros, se entretiene pateando bolsas de plástico sobre las aceras. Nadie canta.
II. Ahí cerquita, bajando por la Juárez y casi sin tocar la vía rápida, las colas de autos en espera de cruzar al otro lado son las mismas. A eso también se le llama la Línea Exponencial. A cualquier hora, sin menoscabo alguno por horarios de invierno o de verano. Una constatación del infinito. Una imagen de la incesante repetición. Lo que pienso: Dios existe, o debería. El calor aumenta: los motores encendidos, el uso del clutch. Aquí siempre es la hora de los espejismos.
III. El coche parece deportivo, pero no lo es. Un buen trabajo de pintura, algo que ver con la afinación. Aquí se simula. El brazo montado sobre la puerta, el codo por fuera: ese tipo de postura. Una cadena de oro. Un cigarro encendido. Los lentes: oscuros. La música a todo volumen, en inglés. Acaso por eso me extraña que el muchacho que maneja haga tanta alharaca para llamar a la anciana que, parada en la esquina, vende chicles. Un rectángulo apenas en sus manos agrietadas. Algo casi vacío. Se aproxima: cabellos grises, blusa desabotonada, boca sin dientes. El hombre le sonríe mientras toma la mercancía.
—Pero deme su bendición, jefita —le pide antes de colocar algunas monedas sobre su palma abierta. Ya con ellas en la palma cerrada, la anciana extiende el brazo derecho y, con los dedos en cruz, marca la frente, las sienes y, al final, los labios. Lentamente. La sonrisa chimuela. El semáforo en verde. Algo que se desvanece.
IV. Es el restaurante donde la Tijuana-de-Alcurnia celebra sus cumpleaños. Dos por visita, al menos. Con frecuencia tres. Recomiendo el atún local sellado con ajonjolí, la lonja de pez espada de las costas de Baja California. Todas y cada una de sus ensaladas. Por sobre todas las cosas recomiendo su carta de vinos: un homenaje a las vitivinícolas del Guadalupe, un valle enclavado entre lomas áridas salpicadas de rocas extraterrestres por donde alguna vez pudo haberse extraviado un mudo. Recomiendo, ya en plano de la más absoluta honestidad, el Jardín Secreto, una botella de la casa Adobe —donde se combinan los sabores de las uvas cabernet y grenache— firmada por el enólogo Hugo D´Acosta (el mismo, en efecto, de los vinos Casa de Piedra). Un expreso cortado, después. El de chocolate. Al salir, todavía con los ecos del último happy-birthday en la cabeza, no es posible dejar de ver la obra reciente de Jaime Ruiz Otis sobre las paredes del bar —retazos de maquila, viejos destellos dorados, el mundo de más allá.
V. Lo bueno de Tijuana es que, cuando todo se acaba, uno puede darse el lujo de ser literal. Ahí está siempre el mar, el mar al que he llamado, por puro cariño y de manera por demás errónea, el Mar-del-Norte. ¿Ha estado usted ahí alguna vez? Me gusta cuando es mercurial. Me gustan las familias que se extienden, ruidosas, en movimiento, pura energía, sobre la arena. Los niños. Los partidos de futbol que congregan. Me gustan los elotes con sal y limón o con queso y chile; los tostilocos; los vasos de frutas. Un clamato preparado, dicen. Me gusta verlo de lejos, en paz. Gris sobre gris. El delfín de rigor. Un horizonte más presentido que real. Es la orilla de la orilla. Es el fin. El monumento lo expresa, litoralmente y en pura piedra, límite de la República Mexicana. Es, bien visto, el principio. Yo ya no vivo aquí (dixit). Y regreso. Y vivo aquí. Sí. Siempre.

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