miércoles, julio 17, 2013

La miseria billonaria (Diario Milenio/Opinión 15/07/13)

Casi todos tenemos una idea de lo que haríamos con diez millones de dólares, lo que aún no imaginamos es la clase de plancton infeliz en que terminaríamos convertidos si es que tal dineral nos cae de sopetón. Cierto es que las fortunas de ese pelo suelen ser suficientes para camuflar las desventuras menos decorativas, tanto como inocente es el consuelo de quien se ve misérrimo-y-dichoso, pero de ahí a creer en cuentos de hadas media un trecho insalvable para la fantasía. Nada nos garantiza que el dinero en exceso sirva para otra suerte de autoayuda que relajar las ansias, cubrir las apariencias e imantar a una corte de lambiches baratos y onerosos.
“Cualquiera que tenga diez millones de dólares puede vivir como si fuera rico”, disparó alguna vez cierto magnate agudo y afrentoso, con ese menosprecio destinado a escocer la delicada piel del nuevo rico. Pues la verdad del caso es que las verdaderas fortunas incitan a los pobres a sentirse insultados y a los acomodados a creerse miserables, si bien ninguna alcanza para hacerles mirar hacia otro lado. Aunque cada cual mira lo que puede, que para el caso no suele ser mucho pues los ricos auténticos viven perfectamente amurallados. Y eso tal vez explique el éxito rotundo de las revistas posh entre la clase media soñadora, así como la gracia envenenada que de pronto nos hacen los precios y caprichos propios de la estratósfera social: territorio de Disney al que sólo un pelmazo se atrevería a envidiar. Nada más sano, al fin, que carcajearse a costa de, digamos, unpenthouse de veinte millones de dólares.
Crazy Rich Asians, se titula el bestseller entre rosa y satírico que está haciendo caer incontables quijadas de Oriente para acá. Una novela que sería totalmente inverosímil si su autor, el primerizo Kevin Kwan, no se hubiera esmerado en omitir los excesos mayores de sus protagonistas en la vida real: unos ricos en tal medida escandalosos que dejan a los viejos potentados en papel de paupérrimos pudientes, allí donde el dinero es objeto de culto cotidiano y fanático y cualquiera que tenga menos de un millar de millones de dólares no merece otro trato que el de menesteroso. Quien intenta narrar la vida real a tamañas alturas de la pirámide incursiona por fuerza en la literatura fantástica.
Los multimillonarios de Kevin Kwan —“billonarios” en la cultura anglosajona, donde el billón se alcanza con tres ceros menos— son en su mayoría chinos afincados en Singapur, habituados a estándares de vida que oscilan entre el esnobismo desatado y la megalomanía delirante. Pueblerinos del mundo, se mueven de Shanghái a Nueva York y de París a Sídney como quien va del club a la oficina, entre largas carrozas y aviones con jacuzzi, armados de los gadgetsesenciales para jamás perder contacto con la pequeña tribu que los une y enfrenta: un pueblajo globero, a fin de cuentas, de cuyos cuchicheos son a la vez rehenes y auditorio, y al cual están atados de por vida. ¿Y qué mejor consuelo pueden darse la clase media alta, la alta baja y al cabo todo aquel indigente virtual que no llegue a los mil millones de dólares, sino compadecer sinceramente a cada uno de esos falsos ganadores, súbditos oficiosos de la tiranía de las apariencias?
Ignoro qué deleites invaluables aguardan al magnate ávido de botarse decenas de millones de papeles verdes en una sola boda faraónica, y tampoco sabría calcular qué tantos negociazos pueden originarse a partir del sonoro despilfarro, pero igual que legiones de morbosos atónitos me dejo boquiabrir por detalles sutiles y quizá cicateros —habidos los niveles imperantes— como el 747 fletado especialmente para transportar decenas de miles de las rosas más caras del mundo entre Londres y la Península Malaya: no sea que desmerezca el casorio.
“El chiste no es ser rico, sino ser delicioso”, escuché alguna vez decir a un hombre sabio, pero los personajes de Kevin Kwan son inmunes a tales chabacanerías. Han venido a este mundo con la misión suprema de llevar el mal gusto a niveles que insultan no tanto a la pobreza como a la inteligencia. Nadie como ellos da peso y sentido a la idea del dinero gaznápiro: decimos que alguien es imbécilmente rico cuando no nos alcanza la imaginación para pensar qué haríamos con tamaño caudal, como no fuera perder la razón y dedicar el resto de la vida a tratar de comprarla a precios de locura. ¿Pues para qué, si no, sirve tener tu propia corte de lambiches? ¿Quién, sino un cortesano servicial, te evitaría la pena de advertir que la miseria extrema no es monopolio de los andrajosos? ¿Quién pudiera poseer no más que diez millones de proletarios dólares, como cualquier pelado inexistente?

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