lunes, junio 03, 2013

Contra la ficción (Diario Milenio/Opinión 28/05/13)

Cuando Karl Ove Knausgaard, el autor noruego que, después de haber publicado dos novelas bien comportadas, merecedoras de importantes premios en su país, dejó de creer en la ficción, optó por escribir una larga y escandalosa autobiografía en seis volúmenes a la que tituló, de manera por demás provocadora, Mi lucha (se ha traducido al español el primer volumen de la serie, La muerte del padre; y en inglés ha aparecido ya la segunda entrega: A Man in Love). En diversas entrevistas y en los volúmenes mismos de su detallada novela autobiográfica, Knausgaard ha declarado que eligió aproximarse “al núcleo mismo de la vida”, es decir, de su vida, porque había dejado de creer en otros géneros literarios como formas capaces de enfrentar la creciente falta de significado del mundo —una falta de significado evidente ya, de hecho, en la diseminación y dominio de la ficción en todos los aspectos de la vida cotidiana—. “La vida a mi alrededor no era significativa. Siempre quería apartarme, dejarla atrás. La vida que llevaba no era mía. Trataba de volverla mía, esa era mi lucha, porque por supuesto que eso era lo que quería, pero fracasaba”. (Vol. 2, 469). ¿Qué podría la ficción literaria frente a la ficción en que se ha transformado la existencia misma? Su respuesta, negativa y radical —radical, de hecho, por negativa— lo condujo a las puertas de una de los más feroces y peculiares trabajos con el lenguaje del yo, que es una forma del lenguaje del nosotros, de nuestros días.
Una necesidad similar se encuentra, acaso, detrás del surgimiento y creciente popularidad de la así llamada auto-ficción: libros en que una diversidad de autores asumen el reto de contar la verdad propia a sabiendas, en un mundo que ha pasado ya por el giro lingüístico y el cuestionamiento de las grandes narrativas, de que tal tarea es imposible. Se trata de libros que saben, y lo muestran así, al menos dos cosas: que no hay manera de tener un contacto directo con lo real, no al menos sin el lenguaje; y que el yo no es más que una convención, el acuerdo del cual partimos para colocarnos en modo íntimo, aunque transferible, ante el lenguaje. Son libros listos; libros irónicos; libros que cultivan una distancia cuidadosa, a veces elegante y a veces melancólica, frente a lo que saben no pueden ni conseguir ni prometer: verdad. Lo que Knausgaard se propone y nos propone es a la vez más descabellado y más imposible. Knausgaard, que a momentos elogia a la novela como el último territorio en que los adolescentes nihilistas pueden plantearse las grandes preguntas del ser, quiere la médula misma, la médula de sí, y la médula del lenguaje. El núcleo de la vida. El esqueleto mismo de los días. El marasmo. No lo que, pudiendo encontrar forma en algún cauce narrativo, fuera capaz de forjar su propio sitio en “el desarrollo del significado a lo largo del tiempo”, sino lo que, expuesto en una simultaneidad abrumadora, pegado al cúmulo de detalles concretos del cuerpo y de la respiración, escapara a cualquier noción preconcebida de lo que es un relato. Atento al anacronismo, Knausgaard no pide disculpas por su ímpetu neo-romántico o, incluso, romántico, pero sí toma su distancia con la inocencia o el autoritarismo.
Para que el lenguaje le dé lo único que no puede darle, verdad, Knausgaard recurre, antes que nada, a prácticas de escritura veloz y sin revisión posterior a través de las cuales cuestiona la noción misma de control autorial. En efecto, pocas veces revisó o corrigió Knausgaard las más de mil cuartillas que produjo en las sesiones de escritura afiebrada y vertiginosa que tomaban lugar en una oficina alejada del hogar que compartía con su creciente familia. Luego, en lugar de poner atención a los grandes nudos de la autobiografía convencional, Knausgaard produjo un lenguaje personal para poder traer a la página “el mundo en que vivía, dormía, comía, hablaba, hacía el amor y corría, el que tenía un olor, un sabor, un sonido propio, ahí donde llovía o soplaba el viento, el mundo que podías sentir sobre tu piel”. Ese mundo, concluye ferozmente la frase, ese mundo “estaba excluido del terreno del pensamiento”. (Vol.2, pág. 128). Se trata, sin duda, de una noción material de la palabra que pone tanto énfasis en el significado como en el significante. Además, aunque el texto no se despega en ningún momento del primer pronombre del singular, Knausgaard adopta desde el inicio una estrategia de despersonalización al echar mano del punto de vista del narrador objetivo: una cámara hipervigilante y voraz se aproxima a caras y cuerpos y calles y paisajes, devorándolos. Como el narrador omite en todo lo posible el juicio o la interpretación, el énfasis no está en la conciencia del autor sino en la materialidad misma del mundo exterior. Y en esto, como en su énfasis sobre la sinceridad y autenticidad de lo escrito, comparte una cierta poética objetivista —esa vanguardia de segunda generación de poetas modernistas que, lidereada en Estados Unidos por Louis Zukofsky, se propuso trabajar de cerca con las palabras de todos los días y a tratar el poema como un objeto—. La lucha de Knausgaard, así, no es la lucha de una conciencia abstracta o ensimismada, sino la del observador participante que puede dar testimonio de las marcas que la vida de los cuerpos ha dejado en el mundo. Lejos del romanticismo trasnochado que nos invita a participar de las impresiones, alegadamente únicas u originales, de un autor, el yo despersonalizado de Knausgaard —autor, narrador y personaje— nos comparte las impresiones que, a veces a su pesar, nos regresan las cosas.
“La literatura de ficción no tiene valor alguno; la narrativa documental no tiene valor alguno”, esto declara Knausgaard hacia el final del segundo tomo de la serie autobiográfica cuando el lector ya ha entendido que lo que el texto le ofrece, y le pide, no es verosimilitud sino verdad. “Los únicos géneros que tenían valor para mí, los que todavía conferían algo de significado al mundo, eran los diarios personales y los ensayos, el tipo de literatura que no lidiaba con la narrativa, que no era acerca de algo, sino que sólo consistía en una voz, la voz de una personalidad propia, una vida, una cara, una mirada que pudiera verte. ¿Qué es la obra de arte sino la mirada de otro viéndote? Una mirada que no se dirige ni a algo superior ni algo inferior en nosotros, sino que nos enfrenta a la misma altura de nuestra propia mirada”. (Vol.2, 545).

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