miércoles, junio 12, 2013

¿'Aló', maldito seas? (Diario Milenio/Opinión 10/06/13)

Está uno en su casa, no faltaba más. Y de que es un abuso, lo es. Además, no son horas de llamar; menos aún si se trata de un extraño. ¿Quién les dio el número, a ver? ¿Con qué derecho? Podría uno escribir un tratado al respecto, si ya ha dado sermones en todos los tonos, pero en el fondo sabe que esta guerra no va a poder ganarla. ¿Qué mejor prueba de ello que la impotencia cruda de quien explica, exige, implora, replica y termina insultando a las voces sin rostro que cobran un salario por importunarle?
No envidio su trabajo, y al contrario. Da grima imaginar los reclamos, desaires, injurias y blasfemias que con seguridad escuchan a toda hora los empleados de telemarketing. A saber si no sea por ese mismo hartazgo conformista y recóndito que sus voces tienden al sonsonete hueco y maquinal, cuando no a los chillidos del merolico. ¿Y no será también por causa del rechazo tan frecuente que hablan mal y deprisa, como si empaquetando más palabras en los pocos instantes disponibles pudieran evitar el colgón imperioso? ¿Cuánto pueden ganar, a juzgar por su poca elocuencia? Aunque tal vez “ganar” sea mucho decir. Hay quienes acostumbran cobrar en efectivo menos de lo que gastan en autoestima. Son algo así como héroes cotidianos, en tal medida anónimos que se les llama carne de cañón.
Sabemos que se trata de uno de ellos cuando menciona nuestro nombre completo, tras lo cual se presenta con una fórmula rauda y chocante que en vez de derretir un poco el hielo subraya su rampante impertinencia. Es decir, la de aquel abusivo irresponsable que le paga seguramente una miseria por acosar a tantos miles de prospectos que inclusive una mínima respuesta positiva resulta buen negocio. Quiere uno interrumpir el retintín mecánico del charlatán y es como detener una locomotora. Necesita seguir, desenrollar entero el mensaje de venta sin que le encuentren el botón de pausa. No es por cierto el autómata que imaginamos, si basta con sacarle de sus casillas para atisbar sus náuseas escondidas. Hay algunos sedientos de revancha que luego llaman tres y cuatro veces, sólo por demostrar el poder irritante de una línea imposible de rastrear.
Ignoro si les pagan según llamada o venta, pero es claro que cobran por dar la cara que otros ocultan. Son los esbirros pobres de un patrón abusivo que cada día los manda a recibir desdenes, repudios y vilipendios con la resignación de los condenados y la cachaza de los vagabundos. A juzgar por su escaso conocimiento de todo aquello ajeno al preciso mensaje del que son portadores, de poco o nada sirve intentar algo así como una explicación, y menos todavía una negociación. Si queremos salir de su base de datos y tenemos la suerte de que quieran tocar el espinoso tema, nos harán el favor de darnos algún número telefónico donde habrá quien dé curso a nuestra queja...
Especialmente ruin es el acoso de la compañía cuyos servicios uno ha contratado. Es decir que uno paga la renta del teléfono y ellos lo usan para hacer promoción, sin preguntar la opinión del usuario, o al menos darle opción de suscribirse o no a esos servicios nunca solicitados ni quizás bienvenidos. ¿Y uno con quien se queja? Con la pobre infeliz que le ha hecho responder a la llamada con la esperanza viva de escuchar una voz entrañable, y ahora debe aguantar la frustración de quien se cobra en ella la afrenta del sistema que la emplea como a un engrane más. ¿O es que ese plato de ajos y cebollas va a quitarle al sistema el apetito?
Cierto es que los neuróticos reciben un servicio excepcional. Sin más costo que el propio del berrinche, pueden hacer papilla a los telefonistas y derramar en ellos cuanto rencor, complejo, fracaso o desengaño los aqueje al momento de ser importunados. Y si pasa que aquella compañía a la que el que ha llamado representa se ha hecho de mala fama ante el usuario, ello será bastante para que el desahogo incluya retahílas de prédicas condenatorias ya no sólo a la misma compañía, sino al estado general de las cosas. Todo sin duda culpa del telefonista.
Es probable que parezcan más torpes de lo que son. La mula no era arisca, dicen. Tras no sé cuantas horas de cagotizas, tiende uno a contraerse y anquilosarse. Repetir cientos, miles y decenas de miles de veces la misma perorata, sin asomo del mínimo entusiasmo, tiene que ser al menos igual de enajenante. Esas cosas se notan, y se pegan. Por eso digo que detesto sus llamadas, aunque tal vez no menos de lo que ellos detestan su trabajo. Quién me dice que no detrás del sonsonete del robot se esconde el alarido de un alma en pena.

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