martes, mayo 28, 2013

Asunto de tantititos (Diario Milenio/Opinión 27/05/13)

El problema no es que la realidad pretenda superar a la ficción, sino que dé la espalda al sentido común. Si va uno a cometer alguna fechoría, vale más que ésta sea inconcebible, o cuando menos incomprensible, de modo que sólo un cerebro retorcido se lance a sospechar, y si encima se atreve a abrir la boca parecerá un perfecto desquiciado. Nadie se esperaría, por ejemplo, que una madre superiora liderase una banda de tratantes de blancas. Cuando esas cosas pasan la primera noticia tiene que ver con el amplio estupor que despiertan. “No es posible”, declaran los vecinos, al tiempo que describen a los monstruos como gente normal, amable y reservada. “No se metían con nadie”, puntualizan y pintan su raya sobre el piso.
Nada tan simple y raudo, en estas circunstancias, como darse a monstruificar al vecino caído en público descrédito. “El fulano era raro...”, concede algún morboso, ya con la lupa encima del recuerdo y la tentación viva de estirar o encoger todo cuanto pudiera caber en el guión. “La mujer saludaba con la vista en el piso, como si le pesara la conciencia”, se suma el aprendiz de criminólogo. Y así, hasta perfilar a los sicópatas. Pues si hace unos minutos los acusados parecían gente normal, las evidencias dicen que eran monstruos y hay que estar a la altura del horror imperante.
Nadie quiere ser monstruo, por supuesto. Por más que las coartadas del criminal —agravantes que desde su extravío considera atenuantes— muevan a risa, espanto, enfado o repugnancia, lo probable es que todo tenga su explicación, aun si ésta resulta más monstruosa. Pues una vez que al hombre de familia le cuelga el sambenito de bestia sanguinaria, raro será quien quiera ponerse en su lugar. Por el contrario, es tiempo de limpieza: lo que toca es horripilarse en masa.
¿Qué tanto es tantito?, reza la canción que tradicionalmente da permiso al borracho de continuar la farra. Más que un razonamiento cuantitativo, la frase es un sofisma irracional. La clase de argumento que a media borrachera nos parece puntual, ingenioso, fehaciente; nada que le permita a uno prever en qué adefesio se convertirá tras unas cuantas rondas de tantitos. “No sé qué me pasó, si yo ni soy así...”, buscará disculparse al día siguiente, libre de la embriaguez que tomaba a los tantos por tantitos.
Ponerse en los zapatos de los monstruos es tan simple como encontrar en cada tanto nada más que un tantito. No dice uno “quiero ser asesino”, pero igual se permite fantasear con la idea de cortarle el pescuezo a un semejante. Luego va convenciéndose de que esa semejanza lo es poco, en realidad, pues bien visto se trata de un antípoda. Y de ahí a calcular que un bicho así no merece ni el aire que respira sólo hay un par de pasos apenas perceptibles. “Total…”, saca la cuenta, “¿qué tanto es tantito?”
Hace unos días que corrió la noticia: un grupo de maestros disidentes dividía su tiempo fuera del aula entre el activismo político y el secuestro de niños. Un quehacer, este último, en el que el profesor cuenta con indudables ventajas, si por su mismo oficio se presume que es diestro en manipular y disciplinar a la gente menuda. No será la primera ni la última vez que los tiene encerrados y a su merced, ni le faltará alguna justificación de entre el menú de tantos subdivididos en incontables tantitos.
En rigor, los maestros enseñan con el ejemplo. Nadie, y menos los niños, sigue el consejo de quien hace lo opuesto a lo que dice. Lejos de imaginar la clase de enseñanzas y exhortaciones que un profesor plagiario prodiga a sus alumnos, puede uno inferir que a la postre esos niños crecerán asumiendo que cualquier fin alcanza para valerse de los medios más atroces, porque al cabo: ¿qué tanto es un tantito?
Un día de clase menos. Una pedrada más. Otra tienda saqueada. Otro pequeño incendio. De tantito en tantito, la embriaguez adelanta al raciocinio y en un descuido toma su lugar. ¿Cómo explicar, si no, la indignación de tantos colegas activistas dispuestos a asumir el papel secuaces ante la detención de los secuestradores? Hace ya largo rato, por lo visto, que la defensa sorda de sus privilegios les lleva a conducirse igual que los borrachos, sin que el fin de la farra se vislumbre.
La ventaja del beodo consiste en discernir que está borracho, incluso si lo niega a gritos y patadas. El problema del monstruo es que se cree en sus cinco. Se mira en el espejo y nada raro encuentra, como no sea el odio soterrado por todo cuanto no se le asemeja. Un detalle, nomás. Una cosa de nada. Un tantito.

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