martes, abril 30, 2013

¿Quién dijo autocensura? (Diario Milenio/Opinión 22/04/13)


Hoy día, toda opinión es una infamia en potencia. Basta con que le demos un par de vueltas a la idea recién expresada para dar con alguna zona oscura que permita acusarla, juzgarla y condenarla en una sola frase. Lo cual sería asimismo no más que una opinión, pero suele ser tarde para esa salvedad, pues ya el inquisidor se transforma en testigo, fiscal, juez y verdugo, mientras aquel que osó opinar lo inopinable ha sido despojado de todo crédito, cuando no ridiculizado y estigmatizado. Una cosa es que cada quien tenga su opinión, otra muy diferente que tenga la torpeza de desembucharla.
El buen gusto imperante tiene opiniones claras en torno al mal gusto, tanto así que de pronto se las toma por leyes naturales. Se espera que opinemos dentro los linderos de lo opinable, como quien pasa lista entre los prudentes y ya solo por eso se hace merecedor de aplausos y respeto. Se espera, en realidad, que nos guardemos nuestra jodida opinión, que al fin y al cabo a nadie le interesa. Que externemos un falso parecer, blandengue y cobardón pero más que bastante para eludir el celo de los inquisidores. Se espera que tengamos el buen gusto de no causar disgustos entre quienes opinan sin desafinar. El buen gusto, decía Octavio Paz, es la muerte del arte.
El buen gusto de hoy es el de la intachable corrección política. Territorio de frases hechas, cortesías redundantes, deslindes oportunos, feroz autocensura y otros fariseísmos defensivos. Al principio es difícil dominar sus retruécanos, pero un poco de práctica permite abrirse paso en el manejo de ese tono afectado y eufemístico, cuando no doctrinario, que distingue a los dueños del buen gusto. El de la corrección política es un lenguaje aséptico, ampuloso, parroquial, miedoso de sí mismo y por ello profundamente conservador. Si otros se dan permiso de fallar, él sabe que una sola equivocación puede ser el principio de su ruina. Pues lo que más preocupa no es aquello que muestra, sino lo que pretende ocultar. Si ha de soltar la lengua, mejor que no se aparte ni una coma del guión.
Nada más dominar la esgrima del lenguaje defensivo, al usuario le gusta pasar a la ofensiva. Es decir, promoverse con lo que sus palabras dicen de su persona. Lo dice tan bonito que ya se lo ha creído y ahora además espera que lo quieran. Admiración, respeto, tributo, eso también lo quiere. Ya aprendió a no moverse más allá de los límites de su conveniencia, tiene opiniones listas e intachables acerca de cualquier tema vigente. Opiniones estrictamente inofensivas, que no obstante le dan brillo social, cuando no cultural.
El método es bien simple. Si a uno le preguntan por su autor favorito, debe escoger alguno que no cause polémica. Uno cuya mención baste para obligarles a alzar las cejas y asentir, como unos sinodales complacidos. Y si no fuera así, conviene recordar a quien quiera escucharlo que no está uno de acuerdo con las ideas que le hacen controversial, aunque admira el rigor de su escritura. ¿Pero cuál de sus títulos es el que uno prefiere?, querrán saber también, y en este caso toca señalar el más árido de todos. Destacar un ladrillo espeso e insondable que todos citan mal porque nadie leyó causará siempre mejor impresión que arriesgarse a elogiar un simple libro ameno y divertido: pecados capitales ahí donde el cuidado de la propia imagen aconseja leer nada más que por mérito, llegar al fin del libro como a la última hora de un arresto.
La obsesión por la corrección política es un pozo sin fondo. Siempre se puede rascar más profundo, aun si a partir de un punto se hace preciso entrar en demencia. Ahora mismo diría, por ejemplo, que silencio es la perfección del lenguaje políticamente correcto, si no me fuera fácil imaginar la cantidad de imputaciones a las que puede hacerse acreedor. Silencio insolidario. Silencio cómplice. Silencio discriminatorio. Silencio reaccionario. Silencio criminal. Silencio genocida. Tiene uno que expresar una opinión, pero esta debe ser lo bastante oportuna y complaciente para no distinguirse del silbido del viento. Porque estamos en un rancho pequeño, ¿cierto? No es que seamos hipócritas, pero alguien aquí tiene que sobrevivir.
Cierto es que las genuinas opiniones tienden a ser groseras e indiscretas, cuando no inconsecuentes y nocivas. Calamidades todas que no se hacen pequeñas por ocultarlas, y hasta vale creer que engordan en penumbra. Pero el buen gusto insiste en echar la basura debajo del tapete. Aquí no pasó nada, todo está limpiecito, más allá de opiniones discordantes. Pobre de aquel infame que pretenda barrer.

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