lunes, marzo 25, 2013

Un clic llamado Mordzinski (Diario Milenio/Opinión 25/03/13)


Te escribo estas palabras desde Nueva Delhi: esa ciudad que nunca me cansé de soñar y ahora por fin recorro entre perplejidad, fascinación y horror, con una mochilita que me cuelga del hombro y dentro de la cual viaja una cámara con un par de lentes. No es que sea buen fotógrafo, y hasta me temo justo lo contrario, pero igual me divierto haciendo clic y esta vez no he querido perderme la ocasión de traerla conmigo, aunque la sola idea de confesártelo me haga sentir aún más villamelón.
Ayer mismo empecé, a bordo de uno de los miles de bicitaxis que infestan el asfalto de calles y avenidas y bullen como enjambres de mosquitos entre carros, camiones, motos y autorickshaws. Una coreografía caótica donde los bocinazos zumban sin descanso y no parece haber otra regla de tránsito que la invasión constante de lo que en otras partes son carriles y aquí es tierra de todos o de nadie, según se quiera ver. Si sumamos a esto el carnaval de aromas que seduce y aturde al recién llegado, comprenderás que sólo de rato en rato logre abstraerme de esta intensidad para echar mano del juguete portátil.
Invadimos de pronto callejones estrechos repletos de peatones que van y vienen a los lados, atrás, adelante, de manera que el acto de sacar la cámara y tratar de enfocarla en un paisaje así —la multitud que a cada paso nos devora— me provoca una suerte de intimidación, amén de un sentimiento de futilidad, pues por más que haga clic no lograré guardar sino las puras sobras de cuanto atestiguo. Unas horas más tarde, en el hotel, descargo las imágenes en la computadora y encuentro nada más que unas cuantas miradas, no sé si de sorpresa, desprecio, mohín o desconcierto. En todo caso, puedo verme en sus ojos igual que un accidente ante el espejo. Y aquí es donde entras tú.
Hace ya varios días te traigo en la cabeza. De paso por Madrid, la ciudad en la cual nos hicimos amigos, recibí la noticia de tu archivo quemado por las manos ineptas de quién sabe qué pobre diablo anónimo. Miles de negativos trabajados con talento, pasión y paciencia infinitos han desaparecido sin más explicación que la estulticia y la inconsecuencia. Luego, durante una larga escala en París, te busqué como busca uno a los amigos que supone tristísimos y espera ser capaz de al menos distraer, o entretener un poco en la desolación. Pero ocurrió que estabas ya entretenido en el montaje de una exposición, de modo que me fui casi tranquilo de saberte afanado, lleno de lo que Mario Vargas Llosa recién llamó tu “entraña incandescente”.
Casi tranquilo, he dicho, porque en el fondo sigo pensando no solamente en las fotos perdidas, sino además en tus famosas fotinskis, que es como bautizaste a tus obras más desmesuradas, donde el modelo entra en complicidad contigo para jugar igual que un par de niños a retorcer la idea del retrato: ese incidente adusto que en tus manos se torna ritual de introspección y ocasión de jolgorio. Si a más de un escritor le quita el sueño la posteridad, lo tuyo es distraer esa vigilia para entrar en el sueño del instante y desvelar ocultas fotogenias.
Veintisiete años de fotos y fotinskis no se cuentan en unas pocas líneas. Recuerdo, allá en tu estudio de la Casa de América, esos libros repletos de retratos mordzinskianos que tanto codicié y de los cuales no quedaban copias disponibles, inexplicablemente. Imágenes que son cualquier cosa menos accidentales, y no obstante aparecen cargadas de una espontaneidad reveladora (quiero creer ahora que este desaguisado servirá cuando menos para hacer inminentes las reediciones).
Tampoco olvido aquella noche desbordada, cuando cenamos juntos en cierto chiringuito de Gran Vía y me contaste de tu arribo a París, con dieciocho años plenos de desconcierto y el empeño desnudo de la sobreviviencia. Caminamos de vuelta hacia Recoletos, por el puro placer de librarnos del taxi y seguir enfrascados en la plática que hizo de dos colegas un par de amigos. Te admiraba hasta entonces, y a partir de esa noche ya no pude por menos de profesarte un afecto especial.
Miro mis fotos de hoy en Chandni Chowk, todas ellas tan malas como el ejecutor, y acabo revisando algunas de las tuyas: qué envidia y qué alegría. Me viene a la memoria el viejo ensayo de Julio Cortázar —Turismo aconsejable: “un infierno donde los condenados no han pecado ni saben siquiera que están en el infierno”— e imagino el momento adolescente en que lo viste entrar en tu objetivo. Eso, Daniel, no habrá quien te lo queme. Eso eres tú: taumaturgo, testigo, creador. Eso seguirás siendo, para suerte de todos.

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