lunes, marzo 25, 2013

La cruz de Santa Claus (Diario Milenio/Opinión 18/03/13)


¿Qué haríamos los vivos sin los muertos? Nigromancias aparte, no existe en este mundo un aliado más leal que aquél que ya es cadáver. Lo de menos es si en vida nos quiso o lo quisimos, si nos quedó a deber o lo estafamos, si su opinión en torno a cualquier cosa era igual o distinta de la nuestra, pues ahora su memoria ya dejó de ser suya, y de hecho ya nada es de su propiedad porque técnicamente son cadáveres, y encima de eso nos pertenecen. Basta con que se muera un enemigo para hablar en su nombre y colgarle milagros a placer. Total, el fiambre vive hasta que el vivo quiere, y mientras eso pase dirá lo que mejor nos acomode. Imposible evitarlo: somos ventrílocuos de nuestros difuntos.
“Es lo que ella quería.” “A él le habría gustado.” “¿Sabes lo que me dijo un día de ti?” Damos por hecho que con eso no se juega, y ésa es quizás nuestra mejor coartada. Si antes mi voto sólo valía por uno, ahora vale por mí más mi muertito, pero yo me hago a un lado para dejar en claro que mi voto no cuenta, ni podría pesar más que el del fallecido. Voto, pues, por lo que según yo él habría votado, y al decirlo procedo a santiguarme, a ver quién va a llevarme la contraria. Uno puede llorar y desgañitarse delante del sarcófago, y en tanto ello llamarse inconsolable, pero al final no hay muégano que no premie a sus deudos con el consuelo de la discreción. No van a abrir la boca: esa es su gran herencia.
“Yo siempre la cuidé.” “No te imaginas cuántas cosas bonitas decía de ti.” “Éramos como hermanos.” Rara vez desmentimos a quien así nos habla, aun cuando nos consta lo contrario, pues la sola ocasión de referirse a un cadáver fresco impone una omertá donde hasta las mentiras más obvias, oportunistas y zalameras se abrirán paso bajo el salvoconducto del “respeto”. El fariseo no puede abrir el ataúd, sacar un alfiler y encajárselo al fiambre aborrecido, así que se conforma con usurpar su lengua y su memoria frente a propios y extraños, ante el claro silencio de su zalea. Si los muertos hablaran, habría que matarlos otra vez.
Con frecuencia, el problema no es tanto ya lo que el occiso se ha llevado, sino lo que dejó en este valle de lágrimas. Fortunas, hijos, deudas, socios, inmuebles, poderes, compromisos, expectativas. Veamos, por ejemplo, el caso del cadáver de Hugo Chávez. Ha dejado herederos por millones, todos desconsolados en su orfandad y acaso esperanzados en los fervores místicos del Huérfano Mayor que es Nicolás Maduro: esa suerte de acólito aplicado investido en pontífice por santa voluntad del hoy occiso, y de entonces a ahora fiel intérprete de su pensamiento. Chávez Junior, bendito de su padre, hará en vida lo que Chávez haría. Por la luz que los une no podrá equivocarse, menos aún volverse contra las enseñanzas del Padre. Por eso digo, ¿qué haríamos los vivos sin los muertos?
Puedo entender a Nicolás Maduro, pero de ahí a envidiarlo hay mucho trecho. Cierto, si yo fuera él tendría el changarro lleno de veladoras. No porque se me diera la beatitud, sino porque la herencia de mi padre incluye tantas deudas impagables que me van a hacer falta crucifijos para poner en pausa a los acreedores. Cuando el niño Maduro llegue de pantalones cortos a ver al notario, éste lo va a sentar sobre sus muslos para darle la peor noticia de su vida: “Muchacho, eres el hijo de Santa Claus”. Cierto que es un orgullo para cualquiera, ya imagino a Maduro saltando de alegría. ¿Dónde están su trineo y su costal? Para decirlo en el lenguaje del Imperio:You don’t want to know.
No es fácil asumir el papel de hijo y heredero del gran San Nicolás bolivariano. Perdón que meta en esto mi óptica burguesa, pero si mis papás no hubieran sido buenos patrocinadores del muy querido viejo del costal, a ver quién le iba a dar todo ese crédito. Y lo cierto es que cuesta creer con tamaño fervor en cualquier otro santo; no quiero imaginar las lágrimas de un niño que recién se ha enterado de la sensible muerte de Santa Claus, si para eso ahí está el apóstol Maduro, cuya pinta de beato compungido pide a gritos que se le crucifique de cabeza. Que es lo que más de uno querrá intentar cuando empiecen a fluir las noticias en torno a la herencia deudora del cadáver ilustre. ¿Suicidio o parricidio? ¿Beatitud o herejía? ¿Patria o muerte? ¿Quién va explicarle a Nicolás Maduro de qué diablos se ríe su tocayo?

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