lunes, marzo 04, 2013

Hablando de trepadores (Diario Milenio/Opinión 04/03/13)


Bum. Pam. Crash. Cataplum. Pocas debacles hay tan espectaculares como la caída en desgracia de un nuevo rico. Verle perder el porte, la altivez, el garbo y al fin la compostura. Cebarse en la memoria de su antigua pinta; traer a cuento desplantes y desdenes, humos y fatuidades; celebrar la transformación vertiginosa de su chirriante ayer en un anteayer chusco y esperpéntico; pitorrearse a costillas de ese candor patético que confundió la fama con el prestigio. Hacer cuentas de compras, joyas y propiedades, ponderar los alcances de la exageración, resaltar los detalles de mal gusto. ¿Quién va a querer perderse un showasí?
“Nuevo” es, por lo común, palabra mágica. Pocos pasan de largo frente a ella, y eso lo saben bien publicistas, políticos y seductores varios. A la gente le aburre todo cuanto cree viejo, tanto así que cuando hace una excepción debe echar mano de eufemismos redentores como “tradicional” o “clásico”. Entendemos así que quien posee un coche clásico se dé el lujo de arrugar la nariz ante el aroma del auto nuevo: un perfume capaz de marearlos a todos menos a quien llegó a este valle de lágrimas con la innata etiqueta de viejo rico, y en tanto ello creció con la certeza de que nada encanece tan lentamente como la fortuna.
Se nace viejo pobre, se muere nuevo rico. Pues si los herederos de herederos asumen la opulencia y el don de mando con naturalidad y desenfado, el legado del pobre consiste en batallar desde la infancia con toda especie de privaciones ancestrales, mismas que no se irán por causa de un gran golpe de fortuna, ni ésta será bastante para esconderlas (y al contrario: las magnificará). Hacerse millonario en media hora es proeza sencilla, comparada con el vital aprendizaje de la discreción: un sacrificio inútil para quien se desvive por brindar la primicia de su prosperidad. ¿Y qué es la exhibición de la abundancia, sino la confesión de la carencia? La gran tarea pendiente de todo nuevo rico es aplacar la sed del viejo pobre.
El derecho al respeto ajeno: he ahí la más grande pretensión del nuevo acaudalado. Si al de apellido ilustre y fortuna vetusta le incomoda vivir entre guardaespaldas y vehículos blindados, al riquillo reciente le urge hacernos partícipes de sus medidas de seguridad. Quiere ser admirado a la distancia, se enorgullece tanto de su castillo como del dique pleno de cocodrilos que lo hace inalcanzable al peladaje (esa tribu de pronto irreconocible cuyo mayor defecto es saber demasiado), pues el candor del nuevo rico alcanza para todo menos para olvidar que vive en pie de guerra contra su pasado. ¿Cómo explicar, si no, que defienda su zona VIP cual si fuesen las migajas postreras del último bolillo?
A ojos del nuevo rico, admiración y envidia son la misma cosa. O casi, porque al fin la segunda le reafirma en su ánimo guerrero. Descubrir en los ojos de los otros el malestar estrábico del resentimiento es ver colmada un ansia de revancha cuyo rastro se pierde en la memoria, por más que el gusto dulce del trago suculento tienda a pasar tan pronto como vuelve el apremio por el respeto ajeno —droga dura para el acomplejado— y renace la sed de saberse envidiado. Es decir, admirado en secreto y a disgusto por quienes una vez menospreciaron sus capacidades, o se rieron de sus aspiraciones, o simplemente aspiran a lo mismo y temen que jamás lo alcanzarán. Difícilmente encuentra el nuevo rico placer más exquisito que ser objeto de esa variante corrosiva de la fascinación.
Nuevo rico es aquél que invierte su fortuna en provocar a los envidiosos: una legión tan grande, a ojos de su ego regordete y goloso, que abarca virtualmente a todo el mundo. Tal como el viejo pobre se da por desdeñado con razón o sin ella, el nuevo rico encuentra la ojeriza del otro en sus gestos más insignificantes —o en la ausencia de gestos, aún más sospechosa—, y desde luego la usa como coartada para invalidar chismes, críticas y acusaciones en torno a su persona. “No soportan mi éxito”, se disculpa y al propio tiempo se congratula, con la vista perdida en el cielo raso, la colección de monos de lladró o la estatua del niño meón a media alberca.
La muralla insalvable para el nuevo rico se parece al obstáculo que segrega al fuereño: no conoce los códigos locales ni domina las dobles intenciones. Alterna la tiesura más grotesca con la desenvoltura menos bienvenida. Encuentra distinción allí donde el vecino reconoce estigmata. Se disfraza con la ropa más cara del almacén más caro, y no será accidente si acaso la etiqueta con el precio aún cuelga del bolso o el portafolios, entre tantos detalles de casual elegancia. Hasta que un día bum. Pam. Crash. Cataplum. Otro alpinista que despierta clavadista.

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