lunes, febrero 11, 2013

Los trabajos del quejoso (Diario Milenio/Opinión 11/02/13)


Escribir nunca es fácil, y mientras más se escriba más difícil será. Temo como a la peste la perorata de esos fatuos baratos que se ufanan de escribir bien y fácil, con el convencimiento de quien vende laxantes en la vía pública. ¿Cómo va a ser sencillo un quehacer que ventila todo cuanto nos falta? Escribir es difícil a todas las edades, por motivos que crecen, se multiplican y se enredan en la maceta craneana. Pero de eso se trata. La sola idea de un día dominar la escritura se antoja pavorosa, si ésta es una herramienta de autocrítica y como tal no acepta la tiranía idiota del sujeto. Siempre puede escribirse mejor, la escalera hacia arriba no termina y el tropiezo es el pan de cada día. ¿Qué es el perfeccionismo, sino una trompetilla a la perfección?
Hay profesiones que se escogen temprano, antes de que el cerebro se haga adulto y aconseje en sentido contrario. Se escribe o se dibuja o se hace música para jugar a solas, si es que no queda de otra. Como en todos los juegos infantiles, el objetivo está en imaginar un horizonte más atractivo que éste y darle vida de común acuerdo. Creamos un espacio de mentiras donde hay principio y fin, aunque no lo parezcan porque nos escasea la destreza. Para eso, nos tememos, hay que hacerse mayor, y en nuestra ingenuidad consideramos que los mayores nunca juegan a las mentiras (excepto los villanos, que siempre pierden).
Hace días que escribo con una lentitud exasperante. Situación especialmente conflictiva para mi capataz interior: de niño era el amigo imaginario y hoy se ensaña mostrándome la película en sepia de una mano de niño, me temo que la mía, escribiendo a velocidad de videojuego. Lo hace mal y lo sabe, pero no se detiene porque está jugando y esa coartada es más que suficiente para dejar de lado el complejito que de pronto le endilgan los hermanos Grimm (esos montoneros). “¿Y qué tiene ese niño que no tenga yo ahora?”, repelo airadamente, pero igual mi ex amigo imaginario se retuerce de risa. Nadie como un secuaz de la niñez sabe dónde nos duele la memoria. Escribir es también ir por la vida recogiendo pedazos de escuincle desmembrado.
Cierto es que no se puede escribir sin al menos algún sucedáneo de disciplina, pero de ahí a creer que disciplina garantiza constancia media un trecho tan grande como el océano de incertidumbre en el que uno naufraga cuando pasan tres horas y no consigue terminar un párrafo. ¿Cómo es, pues, que ayer mismo se chutó cuatro páginas en doscientos minutos? Mi capataz interno se niega a comprender que la escritura es siempre amante caprichosa. No está para nosotros, estamos para ella. Pues nadie sino ella, una vez invocada, nos librará del miedo a no existir. Lo escrito, nos han dicho, escrito está. Como el adolescente que redacta en la sombra una carta de amor, sabemos que escribir nos incrimina, cuando menos ante nosotros mismos. Y si alguien va a leerlo, peor tantito. Una página en blanco es agresiva porque para llenarla no tiene uno sino su desnudez. ¿Qué clase de gaznápiro encuentra una misión sencilla en tamaña emboscada para la autoestima?
Claro que uno se envicia, y a menudo se queja para justificarlo. Si te dedicas a esto, nunca falta el grosero que te pide uno o más textos de gratis. “Total, te gusta, ¿no? ¿O qué, eres un mercenario de la escritura?”, desafía el lenón desde su púlpito, y es como si dijera qué pasó, mirreinita, ¿no le va a dar cachucha a su camotón? Una actitud, por cierto, de pronto compartida por mi capataz interior, que como buen cafiche desconfía de las chambas que producen placer al operario. Pero lo necesito, porque como él bien dice: la autocrítica no te libra de la quiebra.
“¿Ya estuvo?”, me reclama, como si no supiera de qué estoy escribiendo. Ya quisiera uno arrear con esa autoridad a sus neuronas, pero quién va a explicarle a un capataz el infumable tránsito hormonal que hace lenta y pesada la carretera, cuando no la constela de baches y pedruscos. ¿Y qué puede uno hacer, sino quejarse? ¿De qué otra cosa trata este juego de niños sin amigos donde el ratón se hace pasar por gato? ¿Quién que se siente a corregir el mundo no está llenando al fin un formato de quejas?
Es un placer quejarse, cómo no. Un consuelo, también. Un vicio, de repente. Escapar de un lugar con la imaginación es plantar una queja en el buzón de la propia conciencia. Y a eso venía hoy, con su permiso. No logra uno escribir si no mienta unas madres en la ventanilla.

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