martes, enero 22, 2013

Publicarse o morir (Milenio diario/Opinión 21/01/13)


Debería empezar por aclarar que vengo de una época en la que casi todo se hacía con papel. Los tiempos cambian hoy a una velocidad que deja mal parada a la memoria; uno tiende, además, a acomodar las cosas según convenga. Recuerdo bien, no obstante, la pesadilla que era en esos años tener guardado algún original —un cuento, alguna crónica, un artículo nunca solicitado— y esperar, como se aguarda la visita de un arcángel, que cualquier editor quisiera publicarlo.
“Esperar” no es un verbo bienvenido, menos aún si tiene uno veinte años y se pregunta si aquello que escribe puede servir para algo más que alimentar el bóiler. Me recuerdo llevando y trayendo bajo el brazo un ejemplar de cierta revista literaria en cuyas páginas había yo logrado publicar un cuento. Un logro, sin embargo, puesto en entredicho por cierto requisito del que no hablaba uno cuando sus amistades hojeaban la revista: para que un texto viera la luz en aquellas páginas, había que pagar seiscientos pesos.
“Hubo un debate fuerte para aprobar tu cuento”, me confió un enterado, y no pude por menos de imaginar a los adustos integrantes del consejo editorial lanzando pros y contras sobre la mesa. “Es un texto malísimo”, se quejaría uno. “Una mierda absoluta”, se le uniría alguien más. “¿Y los seiscientos pesos?”, llamaría un tercero a la cordura. ¿Qué teoría literaria iba a poner en tela de juicio los méritos de seis billetes de cien? Si no recuerdo mal, tamaña cantidad daba para comprar entre cuatro y cinco discos importados, pero los entregué con la ilusión de ver al menos uno de mis escritos publicado en una revista de verdad.
“¿Dónde la venden?”, me preguntaba alguno, cuando tocaba el tema, y ya mis titubeos delataban la poca monta de la hazaña. Del tiraje ni hablar, el autor era el último interesado en saberlo. Ya tenía bastante con ser publicado: una suerte de gracia que caía del cielo, aun si difícilmente le servía al agraciado para más que un masaje fugaz del ego maltratado. Pero era lo que había. La otra opción era conservarse inédito, y en tanto ello seguir temiéndose en silencio que derrochaba el tiempo con esa necedad de la escritura.
Hoy me suena grotesco, pero en aquel entonces llegué a hacer planes tan descabellados como el de enviar novelas por entregas por fax. O distribuir diskettes y esperar que la gente los imprimiera. Ideas que dejaban a mis escuchas con el ceño fruncido y la boca chueca. ¿Cuánto tiempo y dinero había que invertir en enviar cuatrocientas páginas por fax? ¿Alguien iba a leer una novela en rollos de papel térmico? ¿Cómo evitar que de un solo diskette se imprimieran quinientas novelas? ¿Quién iba a interesarse por un libro así? En cualquier caso, el tema era el papel. En tiempos como aquellos, ninguno concebíamos la posibilidad de publicar siquiera un manifiesto sin tratar con la tinta y el papel.
Hoy día, publicarse a sí mismo toma un poco de tiempo y ni un solo centavo. Superada la tiranía del papel, hay decenas de formas de hacer público el propio trabajo, y asimismo ayudar a difundirlo sin tener que esperar la simpatía de nadie. Un buen blog promovido por Twitter y Facebook puede llegar más lejos que la gran mayoría de las revistas de papel. Y si lo que uno quiere es publicar un libro electrónico y ponerlo a la venta en iBooks, Amazon y una decena de librerías más, no tiene más que darse a seguir los lineamientos básicos que permiten lanzarlo al mercado sin gastar un centavo.
En mi experiencia, publicar un librito electrónico de no más de cuarenta cuartillas me costó exactamente 34 dólares, repartidos en configuración del texto y diseño de portada. Mismos que se amortizan con espectaculares regalías de entre 60 y 70 por ciento, lo cual hace posible bajar el precio a extremos que hacen inútil la piratería. No es, por cierto, un negocio espectacular, pero permite difundir los textos con eficacia global, por extensos o breves que resulten, sin pasar por más filtro que el autor. Qué no habría dado uno en la era del papel por la prerrogativa de editarse en casa sin tener que esperar a que otros decidieran invertir en llevarlos al papel: una opción preferible, naturalmente, si bien ya no la única.
¿Qué tan difícil es para un libro electrónico abrirse paso en medio de una gran librería digital? Seguramente es casi una quimera, pero parece fácil comparado con las esperanzas que uno podía tener en la era del papel, cuando sus ocurrencias hibernaban por años en el buró y no había cómo rescatarlas de ahí. Queda, en última instancia, la opción de regalar el libro electrónico a un número infinito de lectores: la famosa estrategia ninja de promoción. Qué no habría uno dado por poder hacer eso, en la era del papel...

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