jueves, noviembre 08, 2012

Los archivos eufóricos (Diario Milenio/Opinión 06/11/12)


En una secuencia sin duda intrigante de The Dark Knight Rises, la reciente película de Christopher Nolan, Gatúbela, la heroína del mal, se enfrenta al mal de archivo. Su principal problema consiste en no poder borrar su pasado. Las huellas de su experiencia, en efecto, la persiguen. Literalmente. Puesto que lo que busca afanosamente es un programa electrónico capaz de suprimir sus propias trazas, es de suponerse que su pasado ha quedado inscrito en un archivo abierto al público sin restricción alguna. Todos los ojos que puedan mirarlo, lo verán. El registro de su vida ha saltado, pues, del coto privado del recuerdo personal, al dominio público de la memoria. El archivo, lo señalaba bien Jacques Derrida, implica sobre todo una domiciliación, la designación de un espacio institucional donde “la ley y la seguridad se cruzan con el privilegio”. Un archivo consigna, es decir, reúne signos. “La consignación”, aseguraba Derrida en su clásico texto sobre el archivo moderno, “tiende a coordinar un solo corpus en un sistema o una sincronía en la que todos los elementos articulan la unidad de una configuración ideal”.1 Lo que la vida disgrega, centrífuga; el archivo, congrega. Centrípeto.
Pero “la archivación produce, tanto como registra, el acontecimiento”, añadía Derrida. “Más trivialmente: no se vive de la misma manera lo que ya no se archiva de la misma manera. El sentido archivable se deja asimismo, y por adelantado, co-determinar por la estructura archivante”. Gatúbela no buscaba, en este sentido, un caudal de papeles amarillentos cubiertos de polvo pertenecientes a algún archivo real. Más bien, lo que ella quería destruir eran los registros electrónicos de esos otros archivos desligados de los quehaceres de almacenaje del Estado, aunque resguardados por las empresas privadas que se han ido apoderando poco a poco del ciberespacio.
Tomando en cuenta que la película de Nolan es de 2012, ¿en cuántos lugares pudo haber quedado domiciliada la experiencia vital de Gatúbela? Además de los registros civiles donde se guardan los datos de identificación básica —nombre, fecha y lugar de nacimiento, domicilio— es del todo imaginable que la vida de una criminal como Gatúbela formara también parte de los archivos penales del Estado. No sería extraño, asimismo, que una chica joven del siglo XXI mantuviera una bitácora electrónica o una página de Facebook o, incluso, su propia cuenta de Twitter. El exceso de inscripciones facilitaría, en ese caso, seguir sus huellas en el ciberespacio. ¿Cuántas misivas electrónicas habría mandado a lo largo de su vida? Independientemente del número y de los destinatarios, todos sus e-mails son presas también de ese “ámbito artificial creado por medios informáticos”. Se vivía, solía decirse antes privilegiando el momento oral de la memoria, para contarla. Se vive, sería del todo factible decir ahora, para inscribirla. Para archivarla. Para producirla como acontecimiento archivable.
Zona por mucho tiempo consagrada a la atención de los especialistas, sobre todo historiadores pero también bibliotecarios, los archivos han encontrado también lectores privilegiados entre los escritores más diversos. En Le futur antérieur de l ´archive, Nathalie Piégay-Gros analiza, por ejemplo, las múltiples maneras en que el archivo “se implanta en la ficción”. En un análisis que va de Sebald a Claude Simon, pasando por Pierre Michon y Annie Ernaux, Piégay-Gros señala la proliferación del archivo en la vida moderna, especialmente de los archivos minúsculos de la pequeña memoria, de los archivos faltantes y en falta de las vidas desordenadas, del archivo irrelevante de la experiencia de todos los días. Al apropiarse de los archivos, argumenta, “la literatura modifica también las representaciones y las condiciones del proceso de archivación”.2
Aunque se señala con frecuencia al historiador como el responsable detrás de una idea totalizante y homogénea del material de archivo, no pocos escritores han contribuido a ella. Los practicantes de la así llamada novela histórica, aquellos que a menudo ocultan el trabajo de la búsqueda y el hallazgo al interior de los archivos, convirtiéndolos así en archivos fantasmas, suelen limar las asperezas propias del documento histórico, normalizándolo a lo largo de narrativas casi siempre lineales o introduciéndolo como un elemento más de la trama. Aunque interesados en las entretelas del poder, estos libros permanecen dentro de la órbita de esa diminuta elite de los que escribieron memorias o firmaron documentos oficiales. Las tantas novelas sobre dictadores, presidentes (mancos o no), las mujeres de los presidentes, líderes rebeldes o carismáticos, o mafiosos acaudalados, pertenecen todas sin duda a este rubro.
Poco a poco, sin embargo, a medida que los objetivos y métodos de la historia social —una historia, esencialmente, desde abajo— expande su área de influencia, más y más escritores parecen dispuestos a incorporar el archivo, materialmente, en la estructura misma de sus libros. Emulando en este sentido el muy relevante papel del archivo en las artes plásticas, donde ha pasado de ser un mero sistema de registro para convertirse en una obra en sí misma, algunos escritores no solo buscan la anécdota interesante o anómala, sino, sobre todo, la estructura porosa, incompleta, lagunar, frágil del archivo en la escritura de sus novelas y/o poemas. El archivo, así, no da pie a la novela; la novela, en cambio, aspira a encarnar las vicisitudes del sistema de registro mismo, eso a lo que Derrida llamaba con razón el momento político de la archivación como productora de acontecimientos. Lejos de ser el momento anterior a la novela, fungiendo como un aval didáctico o de prestigio de la misma, el archivo es, en estos trabajos de ficción documental, su presente o, como lo discute Piégay-Gros, su futuro anterior. La vida de una Gatúbela que huye de su pasado quedaría sin duda mejor, en todo caso, dentro de esas estructuras móviles, interrumpidas, atravesadas, vertiginosas que tan bien emulan a los archivos eufóricos del presente digital.
1Jacques Derrida, El mal de archivo. Una impresión freudiana (edición digital de Derrida en castellano, http://www.jacquesderrida.com.ar/textos/mal+de+archivo.htm, traducción de Paco Vidarte).

2Nathalie Piégay-Gros, Le futur antérieur de l´archive, (Québec: Tangence éditeur, 2012), 20.

martes, noviembre 06, 2012

Al déspota querido (Diario Milenio/Opinión 05/11/12)


Todos tenemos un tirano favorito. Ya sea porque pensamos que sus fines son buenos y encomiables, o porque no creemos que sea tan tirano como se dice, o porque nos parece que ha hecho más bien que mal. Algunos de ellos son indefendibles, y entonces elegimos no atacarlos, o pasarlos por alto siempre que hablamos pestes de los tiranos en verdad malos. Por eso nos molesta cuando se les compara y equipara, pues nos gusta creer que unos son más humanos que los otros, o al menos algohumanos. Reconforta saber que un déspota intratable tiene por ahí alguna debilidad sentimental, una deriva bohemia, un resabio de extraviada ternura que le permita a uno empatizar con él por un instante.
Entre las diferentes acepciones del término tiranía, el diccionario marca una diferencia entre personas y pasiones. Un afecto tiránico bien puede ser tan abusivo como indispensable. Perdona uno, y de hecho celebra, que el ardor amoroso le domine el ánimo, e inclusive le arrastre elentendimiento (según el diccionario, eso es precisamente lo que hacen las pasiones tiránicas), si ello es prueba fehaciente de que está estrepitosamente vivo. Por más que la cabeza refunfuñe contra el yugo tenaz del sentimiento, éste es rico en amparos y salvoconductos, de forma que la suya suele ser una dulce tiranía. Si Amor es quien gobierna, cabe la vanidad de ser un oficioso colaboracionista y sobornar con creces al entendimiento (y comprender entonces nada más que lo que a uno se le antoja, si es para eso que tiene su corazoncito: ese déspota heroico). Tristemente, no obstante, el tema es otro.
No es de extrañar que hasta el peor de los sátrapas conserve la ilusión de ser un buen tirano, si tal apreciación tiene su nido allá en los territorios del afecto, donde uno se permite repartirlo de acuerdo a su capricho y las corazonadas son siempre datos duros. Por otra parte, el de los dictadores dista de ser un gremio generoso: no tardan unos y otros en recelar de sus demás colegas, y a menudo se enfrascan en contiendas que nos invitan a tomar partido. ¿De qué lado está uno, en esos casos? He ahí la conveniencia de los tiranos buenos: la conciencia jamás duerme tranquila cuando debe elegir entre dos miserables equivalentes; tiene que haber el peor y el preferible, nada hay más sospechoso en estos temas que la neutralidad.
Un par de días atrás, pude ver un video espeluznante donde varios soldados del gobierno sirio son arremolinados en el suelo por sus captores, un puñado de combatientes opuestos al dictador Bachar El Assad. Se les ve atribulados, implorando perdón, hasta que sus verdugos los rellenan de plomo como quien extermina una plaga. Cierto es que el heredero de Hafez El Assad se ha distinguido como aliado de terroristas y criminal de guerra, pero en vista del celo carnicero imperante hace falta el concurso de un adivino para saber en cuál de ambos equipos juega eltirano bueno. Un curioso papel que treinta años atrás desempeñaba Osama Bin Laden: para asignarlo no hace falta sino la percepción de que el mal absoluto está del otro lado y vale aliarse al mismo Satanás antes que tolerar su prevalencia.
Como la mayoría de los niños, crecí admirando a los tiranos buenos. No otra cosa eran Batman, Supermán y los otros cuyos superpoderes alcanzaban incluso para discriminar entre buenos y malos. Desde entonces, no consigo evitar la expectativa histérica de que un tirano bueno venga y lo arregle todo a su manera. Luego, si me descuido, lo reconoceré en el primer vivales que levante la voz contra una tiranía que me repugna, y hasta imaginaré su figura hecha estatua.
No es posible evitar que los tiranos tengan sus estatuas, si como ya hemos visto los hay buenos y malos, y esto se determina de estricto contentillo. Si se me concedieran poderes tiránicos, ordenaría que todos los dictadores tuvieran una estatua a su medida, pero no para ser homenajeados, como para invitar a la ciudadanía a expresar su opinión en ese perímetro. Si la tumba de Wilde está cubierta de huellas de besos, ¿por qué no concedernos la oportunidad de escupir en la estatua de Victoriano Huerta?
No es tan extraño, al fin, que un notorio tirano estalinista tenga su estatua en pleno Bosque de Chapultepec, a unos pasos de la de Mahatma Gandhi, como que al día de hoy ésta no luzca igual que un baño público desatendido. ¿Dónde está la opinión de la ciudadanía? Es probable que entre los responsables de la edificación haya más de un creyente en los tiranos buenos, pero si me preguntan considero a esa estatua ni más ni menos que una escupidera. Ya habrá de sernos útil, si la dejan allí.