martes, septiembre 25, 2012

Enargeia (Diario Milenio/Opinión 25/09/12)


En Memorial. An Excavation of the Iliad, la poeta británica Alice Oswald se deshizo de unos siete octavos de la prosa de Homero para rescatar así, fósiles en vivo, las muertes de aproximadamente 200 soldados, todos perecidos en la guerra de Troya. Se trata, a decir de la poeta misma, de una re-escritura que intenta rescatar la enargeia, esa “luminosa, insoportable realidad” del poema homérico. Se trata, luego entonces, en primera instancia, de un saqueo. La poesía mira de reojo a la prosa y, escalpelo en mano, extirpa del marasmo de datos y de anécdotas, el momento único e indivisible en que un ser humano pierde la vida. Eso es la guerra, después de todo; de esto se trata la guerra: de cómo seres humanos de carne y hueso pierden la vida de forma violenta. Armada, pues, con los instrumentos de la poesía, Oswald le arrebata esa pérdida que es la muerte a la acumulación de datos o de sangre que, con tanta frecuencia, conduce a la indiferencia o la insensibilidad o a las lecturas de corrido. Si “la pena es negra”, si está “hecha de tierra”, si se “mete en las fisuras de los ojos/ y deposita su nudo en la garganta”, lo que este largo poema se lleva sobre el hombro, no a hurtadillas para que no se note, sino aparatosamente, para volverla más visible, es a la muerte en sí, a la muerte sola: la muerte oscura, anónima, violenta, de la guerra.
Ahí está, en la excavación poética de Oswald, en el duelo en el que nos invita a participar a través del tiempo y a lo largo del espacio, iridiscente para siempre, la muerte de Protesilaus: “…el hombre reconcentrado que se internó aprisa en la oscuridad/ con cuarenta barcos negros, dejando atrás su tierra”, el que “murió en el aire, mientras saltaba para llegar primero a la costa”. Y está también, en el gerundio de la eternidad, la muerte de Iphidamas, “el muchacho ambicioso/ A la edad de dieciocho a la edad de la imprudencia”, el que incluso “…en su noche de bodas/ Parecía traer puesta la armadura”, el “[A]rrogante peón de campo que fue directo por Agamenón”, y que cayó “doblado como plomo y perdió”. Y está Coon, su hermano, el hermano de Iphidamas: “Cuando un hombre ve a su hermano caído sobre el suelo/ se vuelve loco, aparece corriendo como de la nada/ atacando sin ver, así es como murió Coon”. La cabeza separada de su cuerpo por la espada de Agamenón: “…y eso fue todo/ Dos hermanos asesinados en la misma mañana, por el mismo hombre/ Esa fue su luz que aquí termina.”
Uno tras otro, así van cayendo los 200 soldados de los relatos homéricos. Uno tras otro, en versos ceñidos, con frecuencia coronados por el canto repetido de un coro, mueren otra vez. Y otra. Ahora bajo la luz de un sol contemporáneo, justo frente a nuestros ojos. Un memorial también es un ruego. ¿Era necesario que murieran de nueva cuenta? La respuesta es: sí. ¿Era necesario tallarse los ojos una vez más y dolerse? La respuesta es: sí. Cuando nos dolemos por la muerte del otro aceptamos, argumentaba Judith Butler en Precarious Life. The Powers of Mourning and Violence, que la pérdida nos cambiará, con suerte para siempre. El duelo, el proceso psicológico y social a través del cual se reconoce pública y privadamente la pérdida del otro, es acaso la instancia más obvia de nuestra vulnerabilidad y, por ende, de nuestra condición humana. Por esta razón bien podría constituir una base ética para a repensar nuestra responsabilidad colectiva y las teorías del poder que la atraviesan. Cuando no solo unas cuantas vidas sean dignas de ser lloradas públicamente, cuando el obituario se convierta en una casa plural y alcance a amparar a los sin nombre y a los sin rostro, cuando, como Antígona, seamos capaces de enterrar al Otro, o lo que es lo mismo, de reconocer la vida vivida de ese Otro, aun a pesar y en contra del edicto de Creonte o de cualquier otra autoridad en turno, entonces el duelo público, volviéndonos más vulnerables, tendrá la posibilidad de volvernos más humanos. Por eso, aunque Protesilaus haya estado “bajo la tierra oscura ahora ya por miles de años”, es necesario acudir. Es preciso acudir a su cita con la muerte y compartir, después, el duelo. Es necesario re-leer, por ejemplo, lo re-escrito por Oswald para actualizar la muerte que pasó y pueda así volver a pasar frente a nuestros ojos, sobre nuestras manos para que, eventualmente, ya no pase más. ¿Cuántas veces al día olvidamos que somos, por principio de cuenta y al final de todo, mortales? Azuzada por la guerra calderonista que cuenta ya con algunas 80 mil muertes en su haber, la nueva poesía política que se escribe en México se plantea ésta y otras angustiantes, incómodas, urgentes, preguntas. Son preguntas estética y políticamente relevantes. Están ahí en el poema “Los muertos”, de María Rivera, pero también en la excavación que Hugo Harcía Manríquez hizo del Tratado de Libre Comercio en su Anti-Humboldt. Están en los Hechos diversos, de Mónica Nepote, y en Querida fábrica, de Dolores Dorantes. Están en“Di/sentimientos de la nación”, de Javier Raya y enAntígona González, de Sara Uribe. Están en muchos de los poemas incluidos en País de sombra y fuego, la antología que editó el poeta tapatío Jorge Esquinca. Todos ellos, toda esta enargeia, gratis en distintos lugares de la red, por cierto.

lunes, septiembre 24, 2012

Mi amigo Martín (Diario Milenio/Opinión 24/09/12)


Corría una tarde entre hueca y tediosa cuando llegó aquel libro a la redacción. Su título era extenso y juguetón, tanto que me picó la curiosidad. ¿Cómo no interesarse por la primera parte del Cuaderno de navegación en un sillón Voltaire, bautizada como La vida exagerada de Martín Romaña? ¿Quién resiste al encanto de un personaje que apenas se presenta y ya declara que “el estarse muriendo de ganas de que le llamen a uno por teléfono y darse el gustazo de no contestar es prueba de respeto por sí mismo”? (Cito de memoria.) En algo menos de un santiamén, la novela me poseía totalmente. Y ni modo de no corresponderle, así que con la pena tuve que robármela.
Imposible olvidar los días que siguieron a aquel hurto feliz. Por las noches, ya con la luz apagada, mimaba yo el insomnio a risotadas y resistía mal el impulso de volver a esas páginas de pronto queridísimas, si en la dedicatoria ya el autor consignaba que es verdad que uno escribe para que lo quieran más. ¿Cómo no verse, al fin de la lectura, convertido en amigo y camarada de quien había escrito una novela en tal modo entrañable?
Al sinsabor ingrato de arribar a la última página de Martín Romaña siguió el deslumbramiento deUn mundo para Julius, fruto de una legítima compra de pánico, aunque incluso dejando mi dinero en la caja me quedó la sospecha de que nunca podría terminar de pagar por su lectura. Haber sido Martín y Julius en un mes —personajes distintos y distantes, y no obstante, a su modo, defensores de idénticas quimeras— era más que bastante para hablar del autor con una admiración agradecida que ya jamás desaparecería.
“Ya sé que crees que comprendes lo que piensas que acabo de decir, pero no estoy seguro de que te hayas dado cuenta de que lo que acabas de escuchar no es lo que yo quería decir”, solía yo alardear cuando quería lucirme robándome una cita de A vuelo de buen cubero, ese libro de crónicas donde el autor de Un mundo para Julius mira al mundo con ojo filoso y divertido, para luego decir a quien quisiera oirme que no podía morirse sin un día leer a ese inefable novelista peruano.
Muchos años después, en Guadalajara, esperaba el elevador del hotel cuando de él emergió el ubicuo Juan Cruz, acompañado nada menos que de Alfredo Bryce Echenique. Ya que había vencido la tentación de confesar ahí mismo que me consideraba un viejo amigo suyo, aun si no era él capaz de imaginarlo, guardé para mejor ocasión la esperanza de ametrallar a preguntas y comentarios al autor tan querido cuyas solas anécdotas —repetidas por propios y extraños, cual si fuesen leyendas populares— bien valían un libro aparte.
Otros, aun tras residir por lustros en Europa, escribían como si nunca hubieran salido del terruño; Martín Romaña, en cambio, vive su historia desde el destierro mismo. ¿Cómo podía ser que en épocas beatleanas no escuchara Romaña sino boleros viejos? Una vez asilados en el bar del hotel, Bryce me contó el por qué del anacronismo: cuando vivía en París solo tenía sus viejos discos peruanos y no había dinero para hacerse con nuevas tonadas. El hijo del banquero acaudalado había decidido sacrificar herencia, posición y bienestar por escribir novelas en Europa.
Nunca sabré decir cómo lector y autor se hacen amigos íntimos a partir de una obra, pero es verdad que aquella tarde larga no hice más que extender esa amistad, al tiempo que sumaba nuevas complicidades y carcajadas. Nunca estuve en su casa ni él en la mía, tampoco nos llamamos y ni siquiera nos escribimos, pero ahora que algunos se unen para lincharlo y regatearle un premio que su obra merece sobradamente no puedo menos que levantar la voz para decir que estimo y admiro a ese señor y a su obra la defiendo cual si fuese la mía, no faltaría más.
No conozco una ley de mi país cuya función sea la de estigmatizar, menos aun de forma vitalicia. He visto a verdaderos criminales reivindicados como prohombres e incluso convertidos en congresistas inmunes y orondos, cuyas obras siniestras serían suficientes para recluirlos de por vida en un ergástulo. Es más fácil, por tanto, apuntar los cañones contra un simple novelista, aun si su obra es magnífica e impagable. No soy juez, ni abogado, ni me uno a las envidias que pretenden —ja, ja— minimizar sus méritos literarios y colgarle un estigma vitalicio por causa de un entuerto periodístico del que se dice más de lo que se sabe. Si preguntan, le creo a mis amigos y Alfredo es uno de ellos. Celebro que lo premien y levanto mi copa a su salud.

El destinatario de los libros (Diario Milenio/Opinión 18/09/12)


Tengo la impresión, seguramente romántica, de que, justo como una carta, el libro va dirigido a un destinatario específico. Tal vez la única diferencia radica en que el escritor de cartas —y con todo derecho podemos considerar a los mensajes electrónicos dentro del género epistolar— sabe a ciencia cierta quién es su destinatario, mientras que una de las funciones del libro es evocar y, luego entonces, producir ese destinatario. En efecto, el libro va dirigido a ti, pero nadie, ni siquiera tú sabes que lo eres, o quién eres, hasta que el libro llega a tus manos. Inauguración espectacular. Aquella expresión que solía coronar las lecturas fundamentales, “pero si esto fue escrito para mí”, es verdad. Sin la sensación que da pie a esa expresión, el libro tendría poca probabilidad de producir una relación relevante entre sus páginas y el ojo que las mira y el corazón que late aprisa. Sin esa relación relevante, las posibilidades de su sobrevivencia serían sin duda menores. Para felicidad del libro y para dolor de cabeza del mercado, sin embargo, no hay fórmula alguna que produzca una y otra vez la sensación inaugural. Es posible, como se ha probado muchas veces, promocionar un libro hasta el hartazgo —anunciarlo aquí, obsequiarlo allá, imponerlo en altas torres acullá— solo para verlo languidecer en un par de días o de años o, cuando el esfuerzo es bárbaro, de décadas. Este es el caso de esos “sueños realizados” que son, en palabras del escritor César Aira, los best sellers. Es posible, como se ha comprobado también muchas veces, constatar la sobrevivencia discreta de un libro a pesar de los asuntos de promoción o, con frecuencia, sin su intervención. El rumor es un arma muy serena. El mano a mano. “Este libro fue escrito para mí”. El boca a boca. El caso de los pasadizos subterráneos.
Cuando el coleccionista Eduard Fuchs aseguraba que uno no habla para que lo entiendan sino porque es entendido, seguramente se refería al hecho de que todo acto de habla surge inscrito en contextos comunicativos que lo hacen posible, es decir, descifrable y, luego entonces, transmitible. Algo similar ocurre con los libros. Inscritos en tradiciones específicas, éstos existen para ser leídos porque ser leídos es una posibilidad real. Si tomamos en cuenta que todo acto de escritura conlleva, ya implícita o ya explícitamente, una teoría de la lectura, entonces también es posible decir que cada libro imagina o produce su destinatario.
El caso de la dedicatoria del Commentarium in convivium Platonis de amore, el libro que Marsilio Ficinio escribió en 1469, es notable en este aspecto. Dice Ficinio cuando describe a quién va dirigido su escrito: “Pues la pasión del amor no se entiende con pretenciosa superficialidad, y el amor mismo no se capta con el odio”. Al decir del filósofo Peter Sloterdijk en el capítulo que le dedica a las operaciones del corazón en el primer volumen de Esferas, con esta dedicatoria Ficinio anunciaba que “esperaba haber compuesto con ese escrito una teoría apasionada del amor; [y] que el libro mismo, como un amuleto teórico, se encargara de que no pudiera entenderlo nadie que lo leyera solo superficialmente o con aversión”. El libro, en otras palabras, juega un papel activo al seleccionar a la comunidad de lectores que, eventualmente, se congregarán en sus páginas y, luego entonces, le darán sentido o, lo que es lo mismo, existencia real. Al buscar cierto tipo de lectores, el libro simultáneamente desdeña a otros. Al abrirse, el libro también se cierra. El libro, para decirlo en buen mexicano, no es monedita de oro.
NI DEBE ASPIRAR A SERLO.
Los libros, como bien dice Sloterdijk, conforman esferas, círculos de resonancias íntimas, a través del efecto mágico de la simpatía. Los libros en efecto ofrecen sus páginas de manera generosa pero nunca de manera indiscriminada. Así, generados dentro del espacio de las almas afines, o de los lenguajes compartidos, los libros sólo se dan a aquellos que saben leerlos, solo a aquellos con los que existe la base de la afinidad y la probabilidad de la complicidad. Porque esto es cierto es que los libros y, más específicamente, la lectura, no es un acto inocuo sino, de hecho, poderoso tanto social como políticamente. Ya en papel o ya en la pantalla, un libro tiene el poder de formar comunidades de lectores que son, en realidad, comunidades específicas de percepción. ¿Y qué hay más poderoso y, luego entonces, amenazante, que trastocar la manera en que percibimos el mundo?