lunes, septiembre 17, 2012

La ley del corral (Diario Milenio/Opinión 17/09/12)


Una de las ventajas de pensarse superior a los cerdos es la tranquilidad que esta certeza brinda cuando llega la hora de comérselos. Y si nos enteramos que Fulano se ha alimentado de carne humana, no dudaremos en tacharlo de cerdo. Un término muy útil para pintar la raya entre nosotros y lo que oficialmente nos asquea. Lo cierto, en todo caso, es que los cerdos suelen estar más cerca de lo que aparentan.
Cierta vez, un granjero me explicó lo que sucede cuando a los cerdos se les cambia de corral. Un error a menudo más costoso entre mayor resulta el número de cuinos transferidos. Pues si es cierto que “una tamalera siente que otra se le ponga enfrente”, tal situación se agrava en condiciones de cautiverio. A lo largo de toda su existencia, cada puerco ha encontrado su sitio en el corral. Tienen sus jerarquías y las respetan. Su ley es la del fuerte y bajo ella se entienden; no tienen que pelear para saber cuál va a comer o copular primero. Hasta que un día llegan los del otro corral.
Suena familiar, claro. No hay más que ver la clase de conflagración que sigue a la fusión de dos oficinas para entender que un acto de canibalismo no involucra mordidas por necesidad, y de hecho es infinitamente más común de lo que a nuestra especie le acomoda creer. Pues si en las oficinas se muerde nada más que simbólicamente, cualquier patio de cárcel deja a los cerdos en papel de corderos, aun si se entrematan a medio corral. Entrematarse, al fin, no es lo peor que dos o más cautivos pueden hacerse a cualquier hora del día. O incluso, por qué no, a todas ellas. Por más cerdos que sean, los puercos no inventaron el infierno.
A veces, pese a todo, los puercos racionales encontramos la forma de entendernos mejor que a tarascadas. Una vez regulados por leyes y convenios, podemos aspirar a ir y venir sin que un cerdo mayor nos haga daño, nos quite la comida o abuse alegremente de los nuestros. Aspiramos, de paso, a que quien rompa platos no se vaya sin pagarlos. Una quimera, a veces, y hasta un chiste ahí donde la ley que pesa es la del fuerte. Aspirar no es tener, pero es aún preferible a renunciar. Ya quiero ver qué cerdo del corral puede aspirar a alguna forma de equidad.
Imaginemos esta escena orwelliana: unos cerdos de nobles intenciones arriban al corral y prometen justicia e igualdad a todos sus cochinos inquilinos. Como no sean más fuertes que los fuertes y estén dispuestos a matarlos a mordidas, va a ser muy complicado llevar a ese corral los beneficios de la democracia. Para qué, opinarán los más acomodados, si así estamos en paz. ¿Quién necesita leyes que metan la discordia y fiscales que arrimen las narices y policías que vengan a agitar la marea del chiquero? ¿Quién no quiere la paz, marranos y marranas?
Si yo fuera uno de esos puercos modernizadores, antes que plantar cara a los malandros buscaría la forma de acorralarlos. Y como ellos huyeran de mi acoso, pronto los inquilinos de distintos corrales se verían las caras, fatalmente. Tiempo de disputarse los espacios con fiereza creciente y desesperada, toda vez que pelean en frentes simultáneos y, voraces que son, ninguno considera que la comida alcance para todos. ¿Era mejor la vida, valdría preguntarse, cuando los cerdos fuertes imponían su ley a todos los demás?
Si he de opinar, las leyes antidrogas imperantes me parecen imbéciles, pero si las quebranto entiendo que me arriesgo a ir a dar al corral de los barrotes. Al Ministerio Público le tiene sin cuidado mi parecer en torno a tal o cual inciso del código penal: su obligación consiste en aplicarlos, y si no lo hace ya estará delinquiendo. ¿Qué tiene, pues, de raro que a la profesionalización de los perseguidores siga la balcanización de los perseguidos?
Se achican los espacios, se agotan las raciones, se caen las cercas entre los corrales. Si se aplican las leyes a los que hasta anteayer fueron sus dueños, la paz parece el peor de los negocios. Antes aceptarán recibir una larga transfusión de plomo que acatar una ley distinta de la suya. Para horror de quien lleva la cuenta de los muertos, nada tiene de extraño que cada bando haga lo que le corresponde y cumpla con su parte aplicando la ley que pretende imponer. Los cerdos no inventaron los mataderos, ni gustan de los westerns, ni saben cómo hacerse chicharrón entre sí. Una de las ventajas de encontrarse inferior a los cerdos es la tranquilidad que esta sospecha brinda cuando llega la hora de comérselos.

Las amistades frágiles (Diario Milenio/Opinión 10/09/12)


“Yo voy a ser tu amigo… mientras pueda”, le confiesa el político viejo al primerizo, y éste seguro que se desconcierta. “¿Pues qué no la amistad lo puede todo?”, se pregunta quizás, mientras digiere ésa que más parece una declaración de cinismo. Él, que ha elegido ser político porque sueña en hacer posible lo imposible, debe de pronto deglutir un sapo que hasta donde recuerda no estaba en el menú. Y sin embargo es cierto. Los amigos lo son hasta la muerte, dicen, pero solo se puede lo que se puede, y un día la amistad se hace imposible. Especialmente si esos amigos tan queridos que se llaman “compadre” o “hermano” tienen la suerte de ser políticos.
No hace mucho tiempo me topé con uno de esos viejos amigos a los que uno cree distantes —pero—firmes. Se piensa que al momento de encontrarse todo será como era y nada habrá más lógico que lanzarse unas bromas y llamarse por los apodos de siempre y al fin ponerse al día de cuanto ha sucedido en sus vidas lejanas y no obstante, ojalá, aún paralelas. ¿Qué no éramos amigos, pensábamos igual sobre tantos asuntos, teníamos el mismo sentido del humor? ¿Por qué entonces mi amigo parece tan extraño y de repente incómodo de que le hable con tanto desparpajo? ¿Será que a estas alturas mi amigo ya no puede ser mi amigo, o soy yo quien no logra comprenderlo? ¿Tengo que ser político para eso?
Nada está más de moda que hablar pestes de todos los políticos, y si a uno hay que exculparlo vale más defenderlo aduciendo que en realidad no es político, o por lo menos que no es “como los otros”. ¿Y cómo son los otros? Me hacía esta pregunta mientras mi viejo amigo dejaba paso al nuevo “conocido”. ¿Por qué será que tilda uno de conocidos a las personas que menos conoce? Lo cierto era que la conversación entre mi amigo y yo sonaba en tal medida artificiosa que pronto renuncié a las carcajadas, no bien certifiqué la escasa convicción que mi interlocutor depositaba en ellas. Pronto me acometió la sensación de que hablaba no tanto conmigo, sino con una suerte de público fantasma. Estábamos en una mesa de café, pero mi amigo alzaba la voz cual si tuviese un podio delante.
Si algo encuentro difícil de entender es qué hacen los políticos para entenderse. De esas conversaciones cautas e inmateriales emergen, se supone, acuerdos importantes para todos. Por más que nos resulte grosera y antipática esa manía suya de recurrir a la solemnidad para evitar a toda costa el compromiso y la sinceridad, o para replicarlos sin honrarlos, son los profesionales de estos asuntos. Su trabajo no es ser amigo de nadie, sino exclusivamente pretenderlo, pues se entiende que deben hacer pactos con propios, extraños y contrarios, y para ello han de emplear más de una cara.
Mostrar más de una cara equivale a contar al menos dos verdades mutuamente excluyentes. Estar siempre de acuerdo con quienes tienen opiniones opuestas, y hasta darle a cada uno por su lado y ganarse con ello su simpatía. Ser amigo en las buenas, y en las malas portarse como si aún lo fuera porque el trabajo es ése y acaso todas esas formas estiradas representen la única honestidad a la mano. Si mi amigo ya no habla, ni ríe, ni se excede como antes, y al contrario, se porta como autómata cada vez que me empeño en hacerlo reaccionar de acuerdo con mis estrictas expectativas, debo entender que ya llegó la hora en que ese amigo ya no puede serlo. A saber si no está decepcionado de verme y comprobar que no evolucioné... como sería su caso, ¿cierto?
Casi llegaba la hora de despedirnos —su celular sonaba a cada instante, debía de estar echando por la borda tiempo precioso— cuando vino a mi mente la transfiguración de tantos compañeros de la carrera de Ciencias Políticas, que por ahí del cuarto semestre ya hablaban con cautela y ceremonia. Estaban en lo suyo, y uno solo por eso los daba por perdidos. En adelante, nadie los sacaría de ahí. Aprenderían a usar dos, tres, doscientos rostros, según su profesión lo demandara. Y uno, que al chico rato huyó de ahí por una especie de asco defensivo, se transformaría en otro, por su parte, y a su vez perdería tantos amigos como fuese necesario... hasta que un día seamos perfectos extraños y tengamos que darnos caras artificiales y alguna vez, no obstante, sonriamos en honor a la amistad que un día fue posible: menos mal.