martes, agosto 07, 2012

Las ventanas abiertas (Diario Milenio/Opinión 07/08/12)


No lo sabíamos, por supuesto, pero todos aquellos que escribimos alguna vez a máquina, colocando el papel cuidadosamente en un rodillo y presionando las ruidosas teclas con una fuerza que no pocas veces dejaba adoloridas las yemas de los dedos, fuimos también artistas visuales.
La máquina en cuestión, la que era de escribir, parecía un animal antediluviano. Ya no era en efecto la mole aquella en color negro creada a inicios del siglo XX debido al aumento de trabajos de oficina que, una vez colocada en su sitio, resultaba imposible mover, pero comparada con nociones de peso contemporáneos, incluso los modelos que se anunciaban como más ligeros, aquellos diseñados con efectos de movilidad, eran en realidad bastante pesados. Poco importaba eso, sin embargo. Si a uno le gustaba escribir y había que entregar algún manuscrito, allá iba uno con su Lettera 33 de un lado para otro: de los salones de clase a los parques, de la casa de algún amigo a la cabina del tren (había trenes entonces, y cabinas dentro de ellos). El proceso en general recibía el nombre de “pasar a máquina”, suponiendo, como solía ser el caso, que toda escritura era primero realizada a mano —en sucio— para luego sujetarse a varias revisiones antes de llegar a la limpieza del aparato mecánico. Mecanografiar: pasar en limpio. Borrar. Tachar. Volver a empezar. Escribir era, pues, escribir demasiado. Escribir era estar escribiendo todo el tiempo. Escribir era corregir.
Hasta aquí el efecto dramático de la nostalgia. Todo eso cambió, se sabe.
Un buen día las pesadas, inamovibles computadoras de escritorio fueron reemplazadas por las ágiles y ligeras laptops. Cuando las laptops lograron estar conectadas inalámbricamente las 24 horas del día, fue entonces que todo empezó otra vez.
La escritura lo notó primero. Los largos procesos de corrección y revisión no desaparecieron, pero sí se transformaron en ese parpadeo inmediato, este pálpito continuo que sucede cada que se aprieta la tecla delete. Más un órgano que un aditamento, a decir verdad. Una manera de respirar. Tal vez no utilice ninguna otra tecla tan frecuentemente como ésta, eso lo sé de cierto. Indicación, por lo demás, de que escribir sigue siendo re-escribir, pero que el proceso de revisión se ha vuelto algo sináptico y nervioso, algo inmediato también. Un gesto automático. Avanzar es retroceder, y viceversa.
Escribir con las ventanas abiertas supuso, también, cambios en la atención y en la definición misma de lo que es la famosa concentración de la escritura. Las ventanas de la pantalla, se entiende. Por mucho tiempo creí que solo podría escribir en absoluto silencio y sin ninguna clase de interrupción —una visión que heredé de autores de siglo XIX. Lo que los cambios tecnológicos de nuestra época me han enseñado es que hay distintos tipos de atención y todos ellos pueden rendir frutos, distintos, ciertamente, pero frutos al fin y al cabo. La distracción siempre me ha llevado a lugares más interesantes que la atracción, dije alguna vez eso, pero nunca como ahora fue tan cierto. Mirar de lado o de reojo o de soslayo es lo de hoy. Mirar como quien casi no mira, pero con el fin de ver todavía más.
Las tecnologías digitales no han inventado una escritura a la deriva, en disenso, interactiva, pero sí han tenido una influencia determinante en imaginar y poner en práctica procesos creativos que en mucho cuestionan los estereotipos básicos del XIX: el escritor como el genio solitario y atormentado, cuando no francamente elitista, en contacto con fuerzas acaso supernaturales pero con pocas ligas con su entorno. Lo que hacemos los que participamos en plataformas horizontales 2.0, tales como Twitter, es escribir con otros, es decir, escribir en comunidad. Las voces que escuchaban los escritores del pasado ya no están dentro de sus cabezas sino en la pantalla. Y tienen, además, vida propia. Decía Kathy Acker al inicio de la revolución digital que había que recuperar la energía del que, habiendo empezado a escribir en internet ya sea a través del correo electrónico o el blog, cree que es posible eso, escribir, escribir siempre, escribirle al otro y con el otro. Mucho de lo que acontezca en el futuro de la escritura en el contexto digital dependerá de esa energía alterada, lúdica, comunal que marca lo que hacemos hoy.

La cotidianidad vuelta poesía-(Sexenio-Puebla 01/08/12)


La poesía embellece el alma y reaviva las esperanzas.
La poesía duele hondamente.
La poesía es la única capaz de poner nombre y apellido a cada uno de los sentimientos, sensaciones.
La poesía es tan notable que convierte a lo grotesco en bello.
Inclusive la poesía también es capaz de hacer reír a las personas.
En fin, la poesía es una de las artes más completas.
Estas son algunas de las impresiones que quedan al leer a Fabián Casas y su poemario El pequeño mecanismo de los acontecimientos; editado por Almadía y conformado por 58 poemas. Dicho poemario, consiste en una antología –casi cronológica- organizada por Hernán Bravo Varela. Un antología perfecta, pues el antologador realiza un bello trabajo al alimón con el poeta, ya que logran ordenar cada uno de los poemas de tal forma que se plasme una clara evolución poética, pero también buscando mostrar una estética propia dentro del libro. Haciendo de El pequeño mecanismo de los acontecimientos un poemario independiente, temático.
Fabián Casas es un poeta de pocas palabras, pero todas ellas precisas y sencillas. Versos que retratan su mundo personal con belleza y conmueven hasta al más duro de corazón, como lo es la muerte de su madre.
Sin embargo, Casas también se inspira en cosas tan contemporáneas como los cómics o  es capaz de poetizar experiencias cotidianas como lo es quedarse sin llaves en medio de la oscuridad o esperar que la aspirina haga su efecto debido.
La capacidad de Casas es amplia.
Leer a Casas es entregarse a una poesía que es sencilla para cualquier lector, pero con una complejidad: la hacer que cada uno de nuestros acontecimientos diarios, tan mecánicos, tan burdos sean al mismo tiempo muy poéticos. Lo que hace que el lector pueda fácilmente apropiarse de este poemario.
El arte del libro corre a cargo de Alejandro Magallanes y viene a redondear la belleza de este libro.
Almadía es una editorial que ha arriesgado con propuestas novedosas para el lector mexicano, donde el libro como objeto sigue siendo de alto valor. No hay edición que no sea artística.

Anónimos entrañables (Diario Milenio/Opinión 06/08/12)


“Que cada quien hable y escriba
como pueda, que al hombre
lo revelan sus palabras.
Fernando Vallejo

Todos los días pelean, aun si jamás se han visto las caras. Pero ya se conocen, con esa intimidad ajedrecística que suele florecer entre los enemigos emboscados. Suelen ser despiadados, mordaces, iracundos, cuando menos en los foros virtuales donde su identidad está protegida. Se llaman como quieren, y si mañana mudan de principios sólo tendrán que hacerse con un nuevo nombre. Y entonces, imaginan, habrá quien los extrañe en el campo enemigo. Con lo bonito que era, suspirarán, enviarse mutuamente a la mierda cada día, a cada rato, con motivo o sin él. Snif.
No es que uno se proponga leerlos, y es probable que nunca recorra entero uno de esos rabiosos culebrones que ocurren a lo largo de varias horas hábiles, pero hay un morbo oscuro que invita a tropezar en la clase de zipizapes circulares donde el anonimato da licencias bastantes para, si el impulso parece irresistible, convertirse en la peor versión de sí mismo e insultar a los otros como nunca osaría en su presencia física. Por lo demás, tener al enemigo escribiendo es también esperar a que meta la pata: el entusiasmo del guerrero forista se alimenta de los tropiezos de los otros. Y como sus enjundias llevan prisa, cometen los errores suficientes para que cada uno viva convencido de que sus adversarios son imbéciles y lo escriba sin pizca de diplomacia.
La mecha suele ser algún artículo, incluso una noticia polémica en potencia. Igual que los amigos de vagancia suelen saber a qué horas y en qué bares encontrarse, sin para ello tener que ponerse de acuerdo, los peleoneros del foro electrónico siempre saben dónde está la camorra, y cuando no la encuentran la inauguran. Cierto es que sus capacidades son disímbolas, pues mientras unos logran argumentar con solidez y agilidad verbal, otros dan pena desde la ortografía y hay algunos que no conocen la sintaxis, pero al cabo no hay árbitro ni juez. De ese modo, cada uno puede cantar victoria, por más que haya salido vapuleado de la contienda.
¿Contienda, dije? Mal puede serlo, al fin, un juego donde todos siempre ganan y nadie pierde más que el tiempo o la paciencia. ¿Cómo explicar que un puño de desconocidos se cite diariamente en el sitio web de una publicación sólo para ofenderse los unos a los otros en el nombre de meras abstracciones? ¿Son aún desconocidos, cuando encuentran deleite en recordarse las burradas que pudieron decir tres días, dos semanas, seis meses, un par de años atrás? Tanto tiempo de desahogarse juntos y endilgarse por turnos la miseria del universo entero difícilmente va a pasar en vano. Esos experimentos llegan a crear lazos, ¿no es verdad? La cárcel, el anexo, el hospital, el foro: hay encierros que hermanan adversarios.
Los guerreros del foro no quisieran saberlo, pero asisten a una terapia grupal. Diariamente se desahogan en presencia de propios y extraños, al extremo de arrojarse a la jeta las ponzoñas más íntimas —el pus de sus fantasmas— sin el menor respeto al qué dirán. Y al contrario, si el juego es provocar. Empapar al extraño de la clase de epítetos que se habrían destacado en un cuartel de la SS Waffen, sólo para que aquél pierda igual los estribos y responda con una retahila de invectivas infames, de las que en otra parte se avergonzaría. Puede uno imaginarlos a pantalla doble, rabiando y carcajeándose a un tiempo, a la distancia y al unísono.
Cuando a algún navegante ajeno a la dinámica del foro se le ocurre dejar un comentario, lo probable es que varios combatientes se le vayan encima como murciélagos. Carne fresca, ideas espontáneas: quién va a privarse de ese banquetazo. Por eso no es extraño que ahí de cuando en cuando caiga un nuevo exaltado y muy pronto le dé por mentar madres a los inquilinos, como con ganas de pasarse a avecindar. Es como si debajo de un puente hospitalario se reunieran los mismos vagabundos y pelearan por el mejor espacio y de tanto aguantarse terminaran reunidos en la misma familia. ¿O es que entre las familias no cunden los rencores soterrados?
Me gusta imaginarlos juntos en Nochebuena, brindando por la libertad de expresión, y unas horas después trenzados en un pleito de gatos callejeros, cada uno convencido de que sus adversarios son todos ratas y no tienen derecho a expresarse más allá del drenaje. Y es así que se animan y confortan, arrojándose ofensas embarradizas, salpicadizas y encima pegajosas desde la impunidad más comprensiva. Qué va uno a hacer, si así funciona la terapia.

Midaevil (Diario Milenio/Opinión 31/07/12)


Años antes de desaparecer en el aire, Amelia, usted escribió una carta que, de haber sido respetados sus deseos, yo no debí leer el 24 de julio del 2012, justo 115 años después de su nacimiento, en Achison, Kansas. Hablo de la famosa carta que usted escribió e hizo llegar a su prometido la mañana misma de su matrimonio. “No interfiramos en el trabajo o la diversión del otro”, le pedía en el cuarto párrafo de esta carta breve pero explosiva, “ni dejemos que el mundo vea nuestras alegrías o nuestros desacuerdos”. Heme aquí, Amelia, todos estos años después, interfiriendo. Heme aquí, justificando mi interferencia de la manera más alevosa y, acaso, la más desfachatada, al decir que lo hago nada más de gusto. Por gusto. Nunca he dejado de hacer las cosas nada más que por eso.

A veces es bueno desaparecer en el aire, Amelia. A veces es bueno ahorrarse la constatación de que las cosas no solo no cambiaron sino de que se pusieron, ¿cómo decirlo?, peor. Mire usted. Luego de las luchas feministas de los 70, años en que las ideas que se transparentan en su carta de la reticencia matrimonial fueron diseminadas y discutidas a lo largo y ancho del globo, las cosas regresaron a un impasse más bien conservador. Hay ciclos sociales, se entiende, ciertos ritmos de liberación y represión que cubren lo que damos en llamar “las épocas”. ¿Se habría imaginado usted, con su apego al trabajo propio y la libertad del aire, que hacia fines del XX e inicios del XXI sus reclamos ante el carácter medieval, sino es que totalmente ficticio, de cualquier tipo de fidelidad de pareja, serían tan válidos como en 1931?

Tal vez debería empezar por explicarle que, dominados por un discurso terapéutico que abarca tanto el terreno del cuerpo como de la mente, las sociedades contemporáneas hablan cada vez con mayor frecuencia de la vida en pareja como de un trabajo, es decir, de un trabajo deseable. Lejos de los arengas que exaltaban la pasión, el amor loco, o la experimentación emocional y/o sexual, el mainstream ha argumentado ya por años que las relaciones estables, ya de orden hetero u homosexual, se construyen con base en la fidelidad y el respeto y, luego entonces, producen la evidencia de mayor éxito: su duración. Se trata de lo que los sociólogos de la familia han denominado como la pareja filial (acompañantes) o, que en términos económicos, se conoce como la sociedad anónima. La exaltación a la familia nuclear de los 50s ha dado lugar a la exaltación a la pareja de dos, y los valores subyacentes, aunque edulcorados con ciertos términos prestados del New Age, en realidad siguen siendo más o menos los mismos. Hay lugares para lo femenino y lo masculino; existe la preponderancia de lo emocional sobre la creatividad personal; se valora la continuidad sobre lo discontinuo. Pocos de los documentos sobre las vidas privadas de mi época aceptarían abiertamente lo obvio: “…si fuéramos honestos podríamos evitar los problemas que pudieran surgir si llegáramos a interesáramos profundamente (o de manera momentánea) en alguien más”. La delicadeza en su uso del subjuntivo, Amelia, me subyuga.

Redactada en 1931, para más señas a inicios de febrero, su carta es, aún 81 años después, uno de esos documentos frescos y críticos que no dejan de articularse felizmente con distintos tiempos. “Querido GPP”, empezaba usted, amable y hermética a un tiempo. “Hay cosas que deben quedar por escrito —cosas de las que hemos hablado ya— la mayoría de ellas”. Después de cinco rechazos, GPP debió haber estado al tanto que usted, Amelia, le tenía cierta aversión al matrimonio. No la movían, eso hasta a mí me queda claro en esta lectura indiscreta de su misiva, cuestiones de las así llamadas sentimentales (la posibilidad de un eventual fracaso, la existencia o no del amor, el hecho de que el fueron-felices-para-siempre pudiera ser un espejismo, o cierta incapacidad ante el compromiso) sino, sobre todo, las consideraciones respecto al riesgo en que ponía el futuro de su trabajo (“que es lo más importante para mí”) con una decisión como ésta. Alerta y honesta consigo mismo y con su época, usted no podía dejar de ver que casarse, o que vivir con otro, más específicamente en pareja, toma un tiempo que, bien mirado, se le quita a otros proyectos de tipo personal que pueden tener igual o más relevancia que el trabajo de vivir con otro. ¡Bienvenida a mi época!

Pero no solo era eso, ¿verdad, Amelia? Estaba esa otra cosa. Esa necesidad, aceptada y asumida en su caso, de que siempre hace falta otro lugar: ese refugio privado y personal y propio; ese espacio intransferible. El lugar a donde uno va, en las felices ocasiones en que esto es posible, de la mano de nadie más. Usted lo dijo así: “Voy a tener que conservar un lugar donde pueda ser yo misma de vez en cuando porque no puedo garantizar que en todo momento pueda soportar el confinamiento de una jaula por muy atractiva que sea”.

Debí haber empezado esta carta con el “Querida Amelia Earhardt” que tantas veces adornó la correspondencia de sus fans, querida piloto de artefactos voladores no identificados. Debí haber anotado, sin más: “Yo también soy de las que desaparece en el aire”. Y, ahora mismo, debería concluir estas notas con el consabido “Queda de usted”. Pero no quedo de usted, Amelia. Sé que sabrá entenderlo. Quedo, eso sí, de la emoción de saber que esto que escapa al discurso de la época —que esta exploración lúdica y amorosa con el uno mismo en relación a los otros al que a veces denominamos como “vida alternativa”— tiene una genealogía locuaz y, con toda seguridad, un futuro insensato. ¡Los cielos que nos falta por surcar!

Es verano, Amelia, y llueve. 

P.D. Aunque la persona que transcribió su carta hizo caso omiso del error mecanográfico que transforma lo “medieval” en “midaevil” cuando califica al código de fidelidad que domina las relaciones de pareja, yo prefiero ese otro término suyo tan personal y tan azarosamente acertado que nos aproxima a lo diabólico (evil) cuando se trata de fingir, de conformidad a las ideas conservadoras del momento, con lo que no se es. m

El original de la carta se puede consultar aquí: http://www.lettersofnote.com/2010/04/you-must-know-again-my-reluctance-to.html