martes, julio 10, 2012

De la cordura a la locura-(Sexenio-Puebla 25/06/12)


Me parece extraño que México siendo un país donde, supuestamente, no hay tantos lectores; sí sea uno donde el mapa de escritores –y últimamente editoriales- existentes es amplio. Perdido en este mar de escritores está Felipe Soto Viterbo, quien vuelve a los encordados literarios con su novela: Conspiración de las cosas, bajo el sello editorial de Random House Mondadori.

En esta novela se narra la vida de Diego García, un tipo cualquiera con una vida lograda y que arrastra consigo un sinfín de recuerdos y frustraciones. De joven, Diego García era un poeta en ciernes, pertenecía a una cofradía de poetas y borrachos, y estaba enamorado de forma desmesurada de Valeria, una mesera del bar Zafiro. Sin embargo, la vida lo encarrilo a dejar la poesía y dedicarse a trabajar en un corporativo. No se puede quejar tiene una casa amplia, un buen carro y una esposa guapa y perfecta; por si fuera poco, también tiene una bella amante. La vida de Diego es hasta cierto punto rutinaria, pero perfecta. Hasta que un día sus recuerdos que llevan por nombre Valeria, lo invaden y lo invitan a revivirlo; a la par lo acusan de fraude en el corporativo y Rocío –su esposa- se pelea con él debido a los celos que la carcomen por dentro. De pronto, su presente no es tan bueno, su estabilidad desaparece y Rocío se va de la casa. A partir de esta cadena de hechos, Diego pierde el control de sus actos y da cabida a un extraño desdoblamiento entre su pasado y sus presentes, alterando su realidad y sin darle espacio para intentar comprender su situación. Se vuelve presa de los instintos más pasionales y su único objetivo es huir del presente y encontrar confort al lado de Valeria.

Conspiración de las cosas es una novela bien construida, donde los personajes se sostienen perfectamente y logran atrapar al lector. Gran atino de Felipe Soto Viterbo es que la narración vaya acorde a la acción. Una novela que se lee de forma rápida y deja un buen sabor de boca. Una novela que mezcla una posible realidad con algo de locura extrema.

Con Conspiración de las cosas, Felipe Soto Viterbo se va colocando como un buen narrador dentro del mapa literario de México y va exigiendo ser leído. 

Bullying, según Trino y Luigi Amara-(Sexenio-Puebla 11/06/12)


Recientemente la editorial Sexto piso ha apostado por la novela gráfica o el cómic. Dicha editorial, ha entregado grandes joyas estéticas como Diario de Nueva York de Peter Kuper, Viva la vida. Los sueños en Ciudad Juárez de Edmond Baudoin y Jean-Marc Troubet o Alicia en el país de las maravillas/a través del espejo de Lewis Carroll. Estas y otras obras se encuentran agrupadas en la colección Sexto piso ilustrado, la cual se ha ido colocando exitosamente entre los lectores.

En dicha colección, los niños y jóvenes han tenido cabida, como se puede ver con las publicaciones de libros como: La calavera de Cristal de BEF y Juan Villoro o Señor Fritos de BEF y Mauricio Montiel Figueiras; así como Los calcetines solitarios, donde los textos pertenecen al poeta Luigi Amara, mientras que las ilustraciones son de Trino.

Con gráficos atractivos para el público al cual se dirigen, además de una narración juguetona y llena de rima, Los calcetines solitarios cuenta la historia del calcetín Petete, víctima de un sinfín de abusos perpetrados por la malosa Calceta Negra y sus compinches. Petete harto de sufrir acude a sus padres y no le hacen caso. Al sentirse solo, abandona su cajón, pues es preferible sufrir afuera que en su propio cajón de calcetín. En dicha aventura conoce a Rayas Rojas con quien se divierte y juntos regresan al cajón para enfrentar a los malosos. Sin embargo, se dan cuenta de que portarse de la misma forma no los lleva a ningún lado y se dan cuenta que a ellos los molestan por ser auténticos y diferentes.

Los calcetines solitarios es un libro necesario para nuestros niños y jóvenes, pero –sobre todo- para los adultos, pues a veces no logran comprender con exactitud todo el daño que puede provocar el bullying y cuando actúan es demasiado tarde. No digo que la panacea sobre el tema sea este libro, para eso está la psicología; pero sí es una forma amena y didáctica de acercarse al fenómeno.

Los calcetines solitarios es un libro que pueden compartir papás e hijos, además de ser una forma de fomentar la lectura en los niños.

La mejor parte del mejor trato (Diario Milenio/Opinión 10/07/12)


Tengo la impresión de que fue en un libro de Henry Miller que leí por primera vez una frase que se comentaba mucho en casa: no aceptes nunca la mejor parte de un mal trato. Eso, con sus variantes respectivas y sus norteños acentos, decía mi padre o pregonaba mi madre a la menor provocación, en cualquier sobremesa. Ninguno, que yo supiera, había leído a Miller, pero se trataba de cuestionar el oropel con que vienen a veces los triunfos fáciles, las derrotas disfrazadas. El famoso gato por liebre. ¿Andar con el hombre que te trata bien pero al que no amas?, eso era ejemplo de la mejor parte de un pésimo trato. ¿Aceptar una beca jugosa en una universidad a la que no te llevaba ni el interés crítico ni el corazón?, mal trato absolutamente. ¿Aceptar el oropel de una democracia a la que la alientan, y esto de raíz, la corrupción y la impunidad?, el peor de los tratos posibles, en efecto.

Como siempre he creído, junto con tantos críticos de cepa, que, justo como el capital, el Estado es una relación (Marx dixit) y no una serie de instituciones establecidas e inamovibles, me parece obvio que a cada iniciativa, ya sea popular o del Estado, le corresponda una reacción viva y, de ser posible, intensa y apasionada. Así se arma el diálogo tenso, volátil, crítico que nos define como partícipes de una relación social. En efecto, para contestar la pregunta de FB: todos estamos en una relación con ese otro que son los otros. En efecto, nuestra situación es, luego entonces y de suyo, complicada. El así llamado orden establecido, que a muchos les parece la regla y no la excepción, a mí me ha parecido, luego de años de revisar y explorar la historia nacional desde abajo, es decir, desde las experiencias de los menos favorecidos por el estado imperante de las cosas, la excepción y no la regla. Si uno lee la historia de México desde sus puntos más débiles —el de los locos, ejemplo— es fácil darse cuenta de algo que ya decía Benjamin hace muchos años: la historia es un estado de emergencia constante. El conflicto es la regla. La lucha, de clases y más, es la regla.

Digo todo esto porque, como tantos otros, sigo con expectación y, sí, con gusto, las actividades que organizan los jóvenes en México durante estos tensos y muy discutidos días poselectorales. Me queda claro que, a esos furibundos jóvenes mexicanos no les disgusta tanto el resultado de la elección (el triunfo del candidato del PRI y de Televisa) como el proceso a través del cual se gestó un proceso electoral inequitativo y plagado de trampas desde años atrás. Están enojados, pues, y con justa razón. Como ellos no crecieron bajo el yugo de un régimen para el cual no contaban los ciudadanos, ni mucho menos sus votos (en las elecciones federales de 1976, para no ir más lejos, el único candidato era el candidato oficial: López Portillo: http://es.wikipedia.org/wiki/Elecciones_federales_de_México_de_1976), les parece evidente, por no decir que justo, que en un ejercicio de verdadera democracia se recuenten los votos, cosa que se ha hecho ya. Así, en largas jornadas —cuyas huellas, como migajas, van dejando en Twitter— llenan las calles en manifestaciones multitudinaria recuperando así, de esa forma festiva y vociferante, el espacio público. Y yo prefiero eso mil veces al dominio que han ejercido sobre el mismo, y siguen ejerciendo de manera más visible en ciertas zonas del norte del país, el narco y la guerra calderonista que sólo ha dejado cabezas y manos y sangre regados por todos lados.

No sólo pongo atención a las expresiones de desacuerdo más visibles y más colectivas de los jóvenes mexicanos de hoy. También leo, con igual expectación y más gusto, a los que empiezan a organizar colectivos de lectura con base en las bibliotecas gratuitas que ellos mismos han vuelto accesibles a través de #bibliotuit. Me entero de las que organizan talleres de dibujo o escritura en lugares que están más allá de Cuautitlán (EHuertadixit). Estoy de acuerdo con los que insisten una y otra vez, otra vez y una (de otra manera no sería insistir) en que todo verdadero cambio inicia en el coto privado de nuestras decisiones más íntimas. Y me parece, porque creo que el Estado es una relación y no una serie de instituciones establecidas e inamovibles, que ese es el tipo de sociedad que nos merecemos: alerta, crítica, dinámica, propositiva. Esto apenas empieza, eso se dice, y ojalá sea así.

Mientras que los adultos acostumbrados a obedecer, o ya para siempre derrotados por el fracaso o la comodidad, o a los que animan intereses más oscuros y complicidades más viejas, se conforman con la mejor parte de un mal trato, adulando a una “democracia” a la que entrecomillan con toda justicia el escandaloso ejercicio de la corrupción y el mal uso de los recursos públicos; los jóvenes, hoy por hoy el verdadero tesoro de esta nación, hacen bien en reclamar la mejor parte del mejor trato posible: un estado de derecho en el que el primer derecho sea cuestionar al Estado y el estado de cosas imperantes.

No es necesario acudir a manuales de radicalidad y ni siquiera leer a Miller para saber, como se decía tantas veces en casa a la menor provocación, que nunca es una buena idea aceptar la peor parte de lo que aparenta ser un buen trato. Mejor aún: propongamos las bases de ese trato que es la relación en la que todos estamos juntos y a la que llamamos, por algo ha de ser, Estado. De eso, y no de otra cosa, se trata vivir en sociedad y tener, claro está, una relación.

De hocico al cielo (Diario Milenio/Opinión 09/07/12)


Teóricamente es él quien no me entiende. Desde muy niño escucho a los demás decir que pertenezco a la única especie inteligente. Hay que ver, sin embargo, las que pasa mi can para hacerme entender lo elemental. Impedido para decir, escribir o precisar sus necesidades, menos aún sus antojos u ocurrencias, no tiene más recurso que la paciencia. Si yo fuera él, ya habría hecho un escándalo. Gruñiría, ladraría, a saber si no acabaría por morder a quien me hiciera lo que yo le hago a él. O en fin, lo que no le hago.

¿Qué habría hecho hace años, por ejemplo, si mis padres se hubieran ausentado por la mañana entera sin tener la bondad de darme el desayuno? ¿Qué tanto diría un niño si se viera encerrado y hambriento y no tuviera acceso al refrigerador? ¿Y un adulto? Por qué eso es lo que es él, un adulto privado de voz y voto. Pero jamás me gruñe, y al contrario. He regresado al fin de un desayuno largo y él me recibe con carreras y saltos. Diría incluso que está demasiado obsequioso. Un minuto más tarde, pongo un pie en la cocina y me topo de frente con su opinión: un gran charco amarillo a las puertas del refri.

La paciencia de Boris merecería un altar. Ha resistido toda suerte de coerciones destinadas a hacerlo recular en esa mala maña de orinar la cocina. Y no es que no le importe, si ya mismo ha corrido a esconderse para eludir probables consecuencias, pero él es firme en ciertos gestos simbólicos. Si lo abandona uno sin dejarle su brunch, o si se ausenta por demasiadas horas, el líquido reclamo aparece en sitio que el can ha decidido habilitar como ventanilla de quejas.

Ya imagino su justa indignación. “¿Cuántas veces me relamí los bigotes en tu mera cara?”, me quejaría yo si fuera él. “¿Qué más tengo que hacer para que entiendas que me retuerzo de hambre?”, me desesperaría. “¿Naciste así de imbécil o te fuiste esmerando en el camino?”, me ensañaría al fin. Sólo que entonces dejaría de ser perro y volvería a ejercer mi humana mezquindad.

Trato de razonar: si Boris accediera a mi exigencia y dejara de autografiarnos la cocina, ¿cómo protestaría contra los abandonos y negligencias? ¿No es verdad, así visto, que ese gesto apestoso parece menos una mera rabieta que un principio de suyo irrenunciable? Llámenle conveniencia, dignidad, derecho, cuestión práctica, el punto es que no hay ser inteligente que soporte o tolere ser silenciado. En eso sí que Boris no negocia. De hecho finge demencia. Si hablara, diría “hazle como quieras”.

Cierto es que, si le explican, sabe hacer excepciones. Puedo volver a casa con el alba y encontrar la cocina perfectamente seca, si es que antes de salir me senté junto a él y le pedí que me tuviera paciencia. Eso puede entenderlo, pero no que lo ignore o lo trate, como suele decirse, a lo pendejo. Podría gruñir, ladrar, corretear y agredir, como a menudo hacemos los autodenominados animales racionales. Pero entonces se buscaría problemas, perdería mi confianza y quién sabe si incluso mi cariño. Pues si el suyo tampoco es negociable, lo probable es que el mío peque de voluble. Uno es toda su vida, ellos sólo son parte de la de uno. Será por eso que les toca ser prudentes.

Sin palabras, menos aún argumentos, Boris ha conquistado numerosos derechos, como el de un menú no sólo nutritivo sino además sabroso, mediante numerosas huelgas de hambre express. Por no hablar del derecho a monopolizar tres cuartas partes de la cabina del coche. O el de ya no quedarse sin comer sólo porque el alcaide es un irresponsable. “Si al fin lo he secuestrado de por vida”, me recrimino al tiempo que caliento el arroz con pollito que habrá de acompañar a sus croquetas, “tendría que tratarlo como se merece”. Y verdad es que a esta última reflexión he llegado conducido por él, que en teoría es el cerebro débil.

Boris pesa 55 kilos y tiene el cráneo más grande que el mío. Hoy que al fin renuncié a la prerrogativa de reprenderlo por mearse delante del refrigerador, entiendo y doy por hecho que tal gesto es no sólo una legítima vía de expresión, sino además demanda una disculpa y la correspondiente reparación del daño. Si seguimos así, tal vez un día Boris termine de educarme y me quite la maña de quejarme con gritos, patadas o sarcasmos cuando es más que bastante con un solo mensaje, expresado con toda civilidad. No es un proceso rápido, eso sí, pero él es muy paciente con los que somos lentos de entendederas.