miércoles, junio 20, 2012

19 de Junio de 2012-Día 14 (Diario de espera)


Extraño este martes, me paré para ir al trabajo y justo cuando estaba por salir de la casa, me entra una llamada para informarme que tenía día de descanso. Lo cual me llenó de gusto, pero me causó mucha preocupación, pues se me olvidan frecuentemente mucho las cosas. He andado muy disperso.

Terminé de arreglarme y tomé camino a Aurrera para poder comprarme comida y bebida para el día, pues debido a mi infección aún no puedo comer todo tipo de comida.

Ya en casa aproveché para poner orden en el cuarto y ponerme a leer un rato.

El día transcurrió con calma, sin mucha modificación.

Al llegar la noche, mi hermana y yo nos alistamos para ver el debate de los candidatos a la presidencia organizado por el movimiento #YoSoy132. Un debate plural, completamente parcial y donde se lograron mostrar las debilidades de los 3 candidatos asistentes, así como la capacidad de los estudiantes para organizar un debate con un formato más amplio y un poco más complejo que el realizado por el IFE. Sólo hubo unos errores en la transmisión, pues fue a través de internet y la señala llego a fallar mucho. Sin embargo, este debate ha sido una gran aportación para México en pro de un cambio en la mentalidad del mexicano.

Por fin, después de un largo rato, pude conversar con Dulce. Es bueno saber que sigue bien, cansada, llena de trabajo; pero feliz. Me llena de alegría saber de ella, pero más enterarme que todo sigue un curso positivo. La plática fue corta, pero lo necesaria para darle mucho sentido a este martes tan nublado e intermitentemente lluvioso.

Extraño abrazarla, debajo de algún portal del centro, mientras pasa la lluvia.

El verbo tallerear (Diario Milenio/Opinión 19/06/12)


Para Karen, Oriana, Ari, Juan Carlos,
Erika, Lucrecia, Ana, Marina y Gaby

En Cartas a Alice cuando empezó a leer a Jane Austen, la novela epistolar que la neozelandesa Fay Weldon publicara en 1984, le recomienda a una sobrina con aspiraciones de convertirse en escritora (la Alice del título) que se lo pensara muy bien antes de dar sus manuscritos a leer a ojos ajenos. A final de cuentas, así iba el argumento, la única palabra que realmente contaba era la del editor —quien decidiría si apostaba o no por un texto por razones que bien podían ser literarias o de otro tipo. Todo lo demás, decía la autora y tía, no pasaba de ser o bienintencionado intercambio de ideas o inútil parloteo entre conocidos.
Es un tanto paradójico repetir las palabras de Feldon justo cuando comienza un taller, pero lo hago de todas maneras. No es del todo descabellado recordarnos a todos los participantes que, cualquier cosa que acabemos por decir en las largas y muy personales sesiones, poco o nada podrá contra la última palabra: un contrato con una editorial. Mi intención no es invalidar el intercambio de ideas, sino invitarnos a poner los pies sobre la tierra: lo que estamos haciendo ahí, todos juntos alrededor de una mesa, es comentar de manera detallada y consciente, de manera rigurosa y civil, ciertas interpretaciones de lectura. Nada más. Pero tampoco nada menos.

La verdadera estrella de un taller literario no es la escritura sino la lectura. Volver explícito el papel del lector, su función como generador de texto, es tal vez el elemento más relevante y productivo de un taller. No es del todo raro que los que escriben suelen no ver claramente la serie de decisiones que han tomado respecto y con el lenguaje para producir una experiencia única en el lector. Ya sea porque se inscriben en tradiciones literarias con apariencia de ser universales o únicas, o ya porque denominan como inspiración u oficio al arduo trabajo de decisión que conlleva todo proceso creativo, el escritor suele escribir automáticamente. Lo que un taller hace es, a menudo, enseñar al escritor a ver críticamente lo que hace mientras toma decisiones en el proceso de escritura.

Por eso es que en la mayoría de los talleres de escritura que funcionan no sólo se omite la voz del autor del texto en turno sino también cualquier posibilidad del lector de preguntar directamente al autor sobre sus intenciones o, en su caso, sobre su acierto o no como lector. En lo que concierne al verbo tallerear, el autor no está presente o, incluso, es una función vacía, mientras se comenta su texto. Un buen lema en estos asuntos es que, si no está en el texto, no existe. Otro buen lema es: no hay mala lectura o lectura equivocada del texto. Independientemente del autor o, tal vez con mayor precisión, más allá de ella, la soberanía le pertenece de entrada al lector que revisa, para volverlas explícitas, las reglas con las que un texto funciona o no.

Por eso es que suelo iniciar mis talleres recordándonos a todos que no estamos ahí para decir si algo nos gusta o no —asunto del todo personal, sino es que hasta metafísico, que de poco o nada sirve a la escritora. Si algo nos gusta o no, o nos provoca tal o cual reacción, lo mejor es, sin duda, volver al pasaje en cuestión y, a través del comentario puntual, hacer visibles tanto para lectores y escritores la serie de decisiones respecto al lenguaje que funcionan ese escrito. ¿Es una puntuación entrecortada que en mucho reproduce las emociones de la trama? ¿Es la repetición de ciertos sonidos que, encadenados con cierto patrón, producen un ritmo especial de lectura? ¿Es una ausencia total de adjetivos que, al desnudar al sustantivo, coloca al lector frente a frente con los aspectos más sólidos del mundo? ¿Es la repetición de un “que” informándonos que estamos escuchando algo indirectamente, con la voz baja del rumor o el chisme? Antes de utilizar cualquier juicio de valor (esto es magnífico o débil o espantoso), siempre es necesario aclarar qué en el lenguaje produce ese efecto en el lector.

Los egos de los escritores y los aspirantes a convertirse en escritores son legendarios. Tal vez no haya ejercicio más relevante para ambos en este sentido como re-escribir los textos que se ofrecen para su revisión y comentario. Después de todo ¿qué lectura es más radical y cuidadosa que la escritura misma? Limitar los comentarios del taller a las escrituras intervenidas, y descartar la de los textos “originales”, nos recuerda que toda escritura es, en realidad, una escritura intervenida. También nos recuerda que, seamos conscientes de ello o no, siempre escribimos en colaboración con otros. La escritura no es una práctica aislada sino una tarea comunal. Comentar la intervención como si fuera “el original”, tratar de descubrir las reglas de ambos procesos escriturales sin tener del todo claro qué pertenece a quién, suele recordarnos también que nuestro colega, el que se sienta a mi lado como mi próximo y mi prójimo, es ante todo un lector —de libros, sí, pero también de seres, procesos, almas.

No es extraño que los talleres de este tipo produzcan comunidades equilibradas y lúdicas, deseosas de experimentar más, y no menos, con todas las herramientas a la mano, o de inventar, si el caso lo requiriera así, las que están un poco más allá de esa mano, no del todo visibles aún pero sí ya divisables desde la algarabía del que descubre y, por descubrir, explora y, por explorar, se pierde. Tengo la impresión de que es entonces, y sólo entonces, que estamos por fin escribiendo.

martes, junio 19, 2012

18 de Junio de 2012-Día 13 (Diario de espera)


Segundo día de malestar. Poco hice que no fuera que descansar. Hoy el dolor fue menor que ayer, supongo las medicinas han hecho lo suyo. A diferencias de otros días, pude tener más conversación con Dulce. Está bien, cansada de su viaje a NY, pero contenta.

La mañana me la pasé descansando, esperando sentirme un poco mejor. Sin mucho ánimo. Ya entrada la tardecita, me puse un poco más activo, aunque no mucho.

Realmente ha sido un día tranquilo y esperando que el reposo me haya servido.

Mañana de regreso al trabajo. No ánima mucho, pero espero ya la enfermedad esté fuera de mí.

17 de Junio de 2012-Día 12 (Diario de espera)


Hoy apuntaba a ser un buen día, sin embargo no lo fue para mí.

Desde que ando con Dulce, he ido poco a poco convirtiéndome en un ser más familiar. Quería celebrar el día de Padre con mi familia, pero amanecí con una extraña infección estomacal. No sé qué me lo provocó. Todo el día estuve en cama, ni pude responderle a tiempo a Dulce, que me mantenía al tanto de su día en NY.

Sólo un rato por la tarde pude pasarla con ellos viendo un par de películas

16 de Junio de 2012-Día 11 (Diario de espera)


Este sábado se ha respirado distinto.

La mañana en el museo fue aletargada, aunque con olor a hot-cakes. Entre Ángeles, Luis Fernando, Don Melquiades y quien esto escribe, nos organizamos para prepararnos unos hot-cakes con el afán de desayunar. Sin embargo, se convirtieron casi en comida. Esto permitió que la rutina sabatina, aburrida, se tornara un poco diferente. Una mañana por cierto, lluviosa.

A las cinco de la tarde junto con mis padres, mi hermana y mi prima Gema tomamos rumbo al estadio Hermanos Serdán, para asistir al cierre estatal en Puebla de AMLO, ahí nos encontramos con mi tío Rubén, al igual que saludé a muchas amistades del ámbito cultural y académico. Mientras empezaba el mitin, Gerardo Oviedo me pidió le ayudará haciendo la crónica del previo al mensaje de López Obrador. Fue una experiencia nueva y divertida. Asistieron por lo menos unas 45 mil personas. Fue increíble ser testigo de ese evento que nunca me hubiera imaginado en Puebla. La mezcla de todo tipo de clases económicas era impresionante, nos hicimos uno, nos confundimos. Ver esto me da esperanza de un posible cambio, sin embargo el miedo ahí está.

Por la noche, fuimos a dejar a Gema con mi madrina Licha, pues ahí se encontraban –como cada 8 días- sus papás. Mis papás extrañamente pasaron a saludar y a convivir un rato. Compartimos unos refrescos y unos molotes.

Cerró bien el día.

Preguntaron por ti, Dulce. Les platiqué dónde andabas y todos me mandaron saludos para ti y aplaudieron que hayas aprovechado la oportunidad. Y que esperan, como yo, verte pronto para saber cómo te fue en tu viaje. Hoy no pudimos platicar mucho, yo iba a andar ocupado y tú rumbo a NY.

Los locos son los otros (Diario Milenio/Opinión 18/0/12)


Debatir es batirse, y quien se bate en duelo asume que perder es verse muerto, herido o deshonrado. Afortunadamente, se trata de una pérdida metafórica. Digamos que una muerte debatible. Si al final del debate he visto a un candidato echar bala a los otros con furia y puntería, me veré sorprendido y puede que indignado si alguien viene y me dice que lo vio perder. “¿Hablas en serio?”, dudaré, magnánimo, como dándole una oportunidad y al propio tiempo haciéndole saber que eso que sugirió es inverosímil.

“¿Quién ganó, según tú?”, contraataca uno, como fingiendo que no toma en serio la risita burlona de su interlocutor. Acto seguido (debería decir acto perplejo) escucho nada menos que el nombre de quien primero vi caer difunto en vivo y en alta definición, y harto de esa risita de suficiencia le replico “¡Ay, no mames!” como quien lanza una granada de mano, pero ya advierto que a su vez se blinda con una nueva salva de carcajadas. Cierto es que ni siquiera hemos empezado a debatir, pero ya nos batimos con ánimo balcánico porque damos por hecho que uno de los dos está loco o idiota, y por supuesto que ése no soy yo. Es probable que no lleguemos a pelearnos, pero nos cobraremos las risas y las puyas buscando a otro que esté de acuerdo con nosotros: “¿Quién crees, según Zutano, que ganó el debate?”.

¿Dodgers, Yanquis, Atléticos? ¿Pelé, Maradona, Messi? ¿Federer, Nadal, Djokovic? ¿Bulls, Celtics, Lakers? ¿Pumas, Chivas, América? Lo mejor de estas dudas tan debatibles es que cada uno las resuelve a su gusto; si los otros opinan diferente no harán más que acendrar su convicción. Y si entre los rivales cuyas características, al menos en teoría, son sólo positivas, puede llegarse a desacuerdos irreconciliables, ya se ve que en materia de políticos las posibilidades son infinitas. Es decir que si uno, ciudadano común, tiene por fuerza algún apéndice trasero susceptible de ser pisoteado, quien participa del enjuague partidista, y en tanto eso pelea por el poder, esconderá por fuerza una cola más larga que el velo de una novia nueva rica.

Puede que sea por eso que la tentación de asistir a un gran debate puede más que el desánimo imperante. El espectáculo de los tres candidatos pisándose las colas entre sí, perseguidos por otro más pequeño que es todo él una cola, puede ser una lucha apasionante donde no hay distinción entre rudos y técnicos, pues nadie está de acuerdo en cuál es cual y todos nos reímos del que piensa distinto. ¿Qué le pasa a ese güey? ¿Qué le picó a esta loca? ¿Cómo se atreven a mirarme así, cuando es obvio que los necios son ellos?

Es frecuente que en los concursos de belleza menudeen las inconformidades, en especial entre los familiares de las perdedoras. Hermanos, padres, novio, amigos, primos: ninguno puede creer que semejante flaca patizamba le ganara a la Chapis, quien ya desde niñita pintaba para Miss Universe. Por su parte, la tribu de la ganadora respira con alivio bienhechor porque están bien seguros de que se hizo justicia, cómo iba esa pelada cachetona a ser más linda que la top-model de la familia. Y lo cierto es que todos tienen razón, de acuerdo a lo que vieron, pues también es verdad que cada uno vio el concurso que quiso. ¿Qué clase de traidor haría otra cosa? ¿Conoce alguien a una madre imparcial?

Para bien de estas líneas, quien las escribe se halla bien lejos de verse encariñado con ninguno de los 3.1 candidatos a la presidencia. Es más, no tengo idea de quién ganó el debate. ¿Gana el más agresivo, el más taimado, el más disimulado, el más ecuánime...? Puede que lo haya visto sólo por no perderme un eventual knock-out en el último asalto. Desde entonces asisto a tantos debates en torno a aquel debate que ya entendí el concepto: a falta de visitas a la lona, el veredicto se hace configurable al gusto del usuario. Si todavía hubiera caballerosidad, a la pregunta de quién ganó el debate debería seguir una sola respuesta: ¡Quien usted guste, no faltaba más!

Para suerte de todos, ninguno de los candidatos a Miss President resulta coronado al final de un debate, como tampoco vamos a un hospital psiquiátrico por diferir en nuestros veredictos. Se trata de acabar todos contentos, aunque ya sospechando que dos tercios del mundo perdieron la razón. Ven visiones, reviven a los muertos. Y por si fuera poco se carcajean de mí. Pobrecitos, necesitan ayuda.