martes, abril 10, 2012

Norteña hasta el tope (Diario Milenio/Opinión 10/04/12)

Lo que vino del norte no fue, por supuesto, una literatura uniforme —como los mercaderes de libros la anunciaron y la vendieron— sino varias escrituras vivas, nutridas de lecturas sin fronteras.

Con el adjetivo norteña se designó en la literatura mexicana a la irrupción de un grupo social subalterno en el quehacer cultural de México de finales del siglo XX. Si el grueso de la producción literaria había sido dominada hasta entonces por aquellos ligados tanto cultural como geográficamente con la capital de una nación eminentemente centralista, grupos conformados en su mayoría aunque no únicamente por hombres pertenecientes a los estratos más privilegiados del país, los bárbaros que vinieron del norte fueron desde el inicio una gama bastante amplia de hombres y mujeres vinculados tanto económica como culturalmente a esos amorfos grupos populares que cierta teoría progresista ha calificado de subalternos. Educados en su mayoría en escuelas públicas y careciendo de los legados y conexiones que animaron por tantos años las actividades de sus contrapartes del centro, los norteños trajeron consigo, a cambio, una cierta visión periférica que trastocó los temas y las formas y las prácticas de la tradición dominante de las letras.

Sólo una mirada literal leería lo norteño como una mera referencia localista. Ser del norte, al menos en México, es ser de una región que es tanto una zona geográfica como una relación cultural. Y las raíces de esta aseveración se extienden bastante atrás en el tiempo. Ya desde la época prehispánica, los ojos de la hegemonía Mexica veían el norte, eso que ya no era Mesoamérica sino Aridoamérica, como una zona poblada por “perros sin correa”, es decir, por bárbaros. Que los españoles sólo con dificultad y muy lentamente lograran extender su domino hasta estas áridas regiones, no sólo habla de la resistencia que se llevó a cabo en estos lugares lejanos al centro del poder sino también de la hostilidad de la naturaleza y la poca monta del botín generado por comunidades que nunca construyeron una Tenochtitlán. A las regiones que el poder central no pudo ni dominar ni defender durante las guerras intestinas del siglo XIX, se les denominó y se les perdió también como el norte. Para cuando José Vasconcelos, el famoso Ministro de Educación de la etapa temprana de la posrevolución, se refirió a la frontera norte como el lugar donde terminaba la cultura e iniciaba la cerveza ya se había establecido el valor, o la falta de valor, simbólico asociado a lo norteño.

El rápido crecimiento del así llamado Milagro mexicano sacó a la luz otros valores norteños. Bajo la influencia tanto económica como cultural de los Estados Unidos, la producción industrial y la expansión de centros urbanos como Monterrey pronto solidificaron al menos dos estereotipos regionales: el del norteño como una especie de self-made man adepto al trabajo y la producción, y el del norteño como un individuo franco y directo, es decir, poco refinado, capaz de obviar, o violentaren caso necesario, las jerarquías de clase (nunca las de género) del todo social. En ambos casos, de manera por demás interesante, el norteño es ahorrador, cuando no codo. Más de una ideología capitalista se nutrió de y reforzó a su vez el primero de estos dos estereotipos. Del segundo dieron cuenta actores como Eulalio González Piporro, a menudo en papeles de tipo listo y autodidacta que, gracias al esfuerzo y el carisma, puede salirse con la suya; así como compositores y cantantes, entre los cuales vale la pena recordar a Cuco Sánchez, el Dostoievsky de la canción mexicana, con la célebre “No soy monedita de oro”, aquí en versión queer de Gloria Trevi: Nací norteña hasta el tope/ me gusta decir verdades/ soy piedra que no se alisa/ por más que talles y talles”.

Cuando hacia fines del XX, con el país ya hecho pedazos, los libros de Elmer Mendoza, Eduardo Antonio Parra, Patricia Laurent Kullick, David Toscana, Rosina Conde, Rosario Sanmiguel, Luis Humberto Crosthwaite, y Felipe Montes, entre tantos otros, dejaron atrás las pequeñas editoriales de provincia para publicar en algunas transnacionales del español, no sólo interrumpieron la hegemonía cultural del centro de la República de las Letras sino que también vinieron a contar cosas bastante incómodas sobre el país en su conjunto.

Lo que vino del norte no fue, por supuesto, una literatura uniforme —como los mercaderes de libros la anunciaron y la vendieron— sino varias escrituras vivas, nutridas de lecturas sin fronteras, a veces generadas desde exilios varios, tan diversas en sus métodos como en sus relatos. Lo que tuvieron en común desde el inicio fue lo que estaba ahí desde el inicio: una tradición de resistencia cultural marcada por siglos de relación ambivalente con el centro del país. La competencia entre tradiciones literarias no es abstracta o esencialista. A los que tuvieron que compartir lectores, ventas de libros, becas, premios, viajes, espacios culturales, prestigios y más, todo esto les resultó molesto, por decir lo menos, y así lo señalaron tanto en reseñas como en comentarios de sobremesa. Eso, y una versión inclusiva y convulsiva del país que incluya los acentos distintivos, afiebrados, peculiares de los broncos habitantes de sus orillas, es lo que está en juego mientras las tradiciones hegemónicas del XX se re-organizan.

¿A qué debo el horror? (Diario Milenio/Opinión 09/04/12)

Ser mujer en la Franja de Gaza es vivir acechada por el deshonor: un monstruo más temible que la muerte.

Hay palabras pesadas de por sí, cuya mera mención en términos formales enrarece el ambiente. O será que a unos cuantos así nos lo parece, cuando el grave vocablo flota ya en el aire y nos invade una incomodidad entre intimidatoria y bochornosa, pues tememos que entrar en la clave solemne nos hará ver ridículos e impostados. Algo así me sucede con la palabra honor. Como no sirva para un buen sarcasmo, el honor tiene un aire ceremonioso que nos instala en otro nivel de gravedad, donde cuanto se dice lleva su propio eco retumbante. A todo esto, ninguno coincidimos en el significado de una palabra así de subjetiva, pero en casos como estos es lo que se pretende. Hay palabras que amafian, y de pronto ésta es de ésas.

Abundan quienes citan al honor con las más constructivas intenciones, mas para sopesarlo en su justa medida basta con acudir a su siniestro antónimo. Pues donde no hay honor, hay deshonor: término incomparablemente rico en tonelaje. Si los pollos de granja matan a picotazos a sus iguales nada más porque tienen las plumas oscuras, algo no muy distinto se urgen a realizar quienes asisten al morboso espectáculo del deshonor. Que puede ser cualquiera, si tomamos en cuenta el variopinto espectro de deshonores a la disposición de todos los paletos de este mundo. No sabe uno gran cosa del tema del honor, pero ya entiende que se transforma en horror cada vez que lo llevan a la lavandería.

“Crimen de honor”, llama el código penal en la Franja de Gaza al acto por el cual se lava una vergüenza familiar. Importa poco al juez si es un asesinato despiadado, toda vez que el honor está por delante. Si una mujer es vista por otro hombre distinto a su marido, no sólo éste sino sus demás familiares pueden asesinarla y acogerse después a ese atenuante para estar unos meses en la cárcel (tres años, cuando más) y volver a las calles con la satisfacción del deber cumplido.

Esto último ahora lo sabemos en virtud de la historia recentísima de una mujer de Gaza —“K.K.”, la llama Ana Carbajosa en su escalofriante reportaje para El País— que a los 22 años fue sorprendida por la polícía en compañía de un hombre que no era su primo y marido. Una vez liberada, la mujer regresó a su casa, donde el tío (¿y suegro, quizás?) la obligó a beber de un herbicida hasta hacerla perder la conciencia, tras lo cual la llevó a un hospital, donde arguyó un intento de suicidio. Varias horas más tarde, nada más enterarse de que la envenenada mejoraba, el tío amenazó a doctor y enfermera con una pistola, introdujo el cañón entre los dientes de su sobrina y disparó sin más contemplación.

Para colmo de horrores, cuenta Ana Carbajosa desde Jan Yunis —no exactamente la zona más liberal de Gaza— que en un principio, tras el asesinato, la familia entregó, en lugar del tío, a un hermano enfermo mental para que le imputasen el homicidio. Vista cínicamente, la maniobra implicaba matar un nuevo pájaro con la misma pedrada. Es decir, sacudirse de una segunda vergüenza familiar, sabrá el demonio qué tan estorbosa en un medio propenso al estigma donde la muerte misma no es peor que el deshonor y ser mujer o enfermo mental es vivir al capricho del complejo imperante.

A menudo se nos hace partícipes de lo difícil que ha sido la vida para los honorables pobladores de Gaza desde que viven presos del bloqueo israelí, pero si ya parece complicado meterse en los zapatos del palestino que sobrevive al fuego cruzado entre fanáticos de uno y otro signo, habría que ver quién osa imaginar el infierno que es ser mujer en esas latitudes, y por tanto fatal depositaria y lado flaco del honor familiar: sospechosa de origen y llegado el momento culpable por default.

¿Mas qué puede esperarse del honor, con sus modos pomposos y su moral dos caras y esa manía esdrújula de poner los acentos sobre los abstractos sólo para embriagarnos de su resonancia, sino que se comporte como el gañán mafioso que siempre ha sido, nada más siente el peso del complejo? Por eso me incomoda que lo traigan a cuento, si como acto reflejo tiendo a sacarme algún sarcasmo de la manga y eso irrita la carne siempre viva de sus acólitos. Me gustaría saber, ante tantos honores atentos y rampantes, quién me vende cien gramos de deshorror.

En la resolana con Guillermo Fernández (Diario Milenio/Opinión 03/04/12)

Durante el primer trimestre del 2012, hubo un promedio de 36.8 muertos al día en marzo. Uno de ellos, acaecido el último día del mes, fue Guillermo Fernández, el poeta y traductor tapatío que radicaba en Toluca.

De acuerdo a las estadísticas nacionales, durante marzo del 2012 se registró el número más alto de ejecutados en 10 meses. Según el recuento de Milenio, “el total de ejecuciones en lo que va del sexenio asciende a 50 mil 93, de los cuales 3 mil 138 corresponden al primer trimestre de 2012”. En lo que fue calificado como un “repunte significativo de la violencia”, hubo un promedio de 36.8 muertos al día durante el mes de marzo. Uno de ellos, acaecido el último día el mes, fue Guillermo Fernández, el poeta y traductor tapatío que radicaba en Toluca, la ciudad más alta de la República mexicana, desde hacía una veintena de años. Aunque las condiciones de su deceso todavía no se esclarecen del todo, las escuetas notas periodísticas al respecto hacen hincapié en la violencia del crimen perpetrado de noche, dentro de su propia casa. El sustantivo y el adjetivo: cinta canela. El verbo: maniatado. El punto final: un golpe en la cabeza. ¿Cuántas veces no hemos leído ya descripciones así? Detesto escribir notas sobre amigos y/o maestros recién fallecidos, sobre todo porque escribir sobre uno tendría que comprometerme a escribir sobre todos, pero en esta ocasión lo hago para unir mi voz a la de tantos escritores y amigos que, ya desde el Estado de México como desde otros estados de la República, han demandado el esclarecimiento puntual de los hechos y la impartición de justicia. Yo tampoco deseo que este crimen, este otro crimen, quede impune. Yo tampoco deseo que Guillermo Fernández, ni nadie más, se convierta en otra cifra horrorífica en este país que se nos cae a pedazos, ¿no es cierto, Agripina? Yo también pido justicia.


Qué difícil es escribir esto.


No fui, ni con mucho, una amiga cercana de Guillermo Fernández, pero sí tuve el privilegio, como residente esporádica de esa ciudad en las tierras más altas, de convivir en ocasiones con él. Como bastantes más en la capital de un estado que poca atención le ha puesto a su vida cultural, asistí en algunas ocasiones a los talleres tanto de poesía como de traducción que impartía en la Casa de la Cultura como quien encuentra algo de oxígeno en una zona de aire muy enrarecido. Los que saben lo cruenta que suele ser la vida en ciertas ciudades industriales de la provincia mexicana, deben imaginarse con cierta facilidad el aura de último refugio y el tono de festejo que adquirían esas reuniones. Conservando siempre y a pesar de los años su posición como recién llegado, Guillermo Fernández contribuyó así a mantener y expandir un medio cultural muchas veces maniatado ya por falta de recursos o ya por rencillas internas. Su ironía, su continuo desmarcarse y, sobre todo, su trabajo constante, propiciaron la aproximación de los más rebeldes hacia los vericuetos de la poesía.


Guillermo Fernández fue, en efecto, un apasionado y devoto traductor del italiano. Como cualquiera que haya leído a Italo Calvino o a Eros Alessi en español, yo también le debo mucho a su labor infatigable, disciplinada, cuidadosa, mal pagada. Pero le debo más. Mi amor por el Xinantécatl, ese Nevado de Toluca que desde hace tiempo insisto en visitar al menos una vez al año, es algo que aprendí en las largas travesías que organizaba Guillermo para oír, en una de las cimas del mundo, su música favorita. Gracias a él también adquirí la bendita costumbre de añadir cardamomo a los granos de café. Fue bastante la música que descubrí o redescubrí gracias a sus sugerencias, pero de entre todas recuerdo horas deliciosas discutiendo en detalle la voz de Lucha Reyes, especialmente su manera de enunciar los versos de “La mensa” —esa canción en que una mujer se vuelve lacia, lacia, lacia. Alguna vez en una charla sobre política llegó a la definición exacta del poder: poder es no poder salir a la calle. Recuerdo que de inmediato tuiteé esa máxima. Nos sacábamos de nuestras casillas con facilidad él y yo pero, para qué más que la verdad, nunca dejamos de hablar en esos encuentros en las tierras altas. Alguna vez llegó a mi casa de Metepec sin invitación, cosa que él rara vez hacía, y se sentó a la mesa (en una esquina de la mesa) y se puso a platicar de su vida. Más que en ninguna otra ocasión, Guillermo fue ahí no el hombre de 80 (o casi) sino esos míticos 4 jóvenes de 20. Nunca supe qué era verdad y qué no en ese relato que ahora se me confunde con la resolana de la tarde: el niño que se escapa de su casa a los 9 años, el joven que conoce en persona a Eugenio Montale, el hombre mayor que continuamente descubre que, ante todo, prefiere la soledad y la poesía. Entre una cosa y otra saqué la botella de tequila —hasta donde sé, su bebida favorita. Y lo escuché. Debió haber sido sábado o domingo. Nunca supe por qué hizo aquello; qué lo conminó a tocar a la puerta y, luego, a quedarse. Esa tarde maravillosa y clara, esa tarde que seguramente fue de un sábado de primavera, está toda entera ahora, aquí.


Dentro de esa tarde, bajo su resolana que no cesa, pido como tantos otros que se esclarezcan los hechos y que se haga justicia.


Aquí había unos versitos, maestrín.