martes, marzo 13, 2012

El otro rostro de Juárez-(Sexenio-Puebla 07/03/12)

El próximo jueves 8 de marzo a las 18:00 horas en el Museo Regional Casa de Alfeñique (4 Ote. #416 Centro Histórico) se vestirá de gala al recibir a Eduardo Antonio Parra para presentar su novela Juárez. El rostro de piedra; lo acompañaran Mario Alberto Mejía y Luis Felipe Lomelí. Por eso es que me permito reproducir la reseña que hice de esta novela en el extinto diario El Columnista.

Eduardo Antonio Parra se inscribe en esta avalancha de escritores mexicanos que han optado por novelar a los próceres de nuestra mítica Historia. Sin duda, Antonio ha escogido a uno de los insignes más importantes para la nación mexicana: Juárez ni más, ni menos. Juárez, el prestigioso liberal; Juárez, el personaje más representativo de la masonería en México y quizá en Latinoamérica; Juárez, el gran reformista; Juárez, el que en México le dio a la Iglesia lo que es de la Iglesia y al gobierno lo que le pertenece; Juárez, el que está en todo el país ya como nombre de escuela, ya como designación de alguna calle o como “el rostro de piedra” que se erige en alguna plaza de cada ciudad y a la que cada 21 de marzo se le deja una ofrenda floral. Hablar de Benito Pablo Juárez García es una ardua y complicada tarea, pues aparentemente –según Monsiváis- ya se ha dicho todo acerca del personaje plasmado en los billetes de veinte pesos. Sin embargo, Antonio con esta novela demuestra lo contrario.

Eduardo logra mezclar con gran perfección dos estilos literarios, por decirlo de una forma: el realista y el actual. Recurre a las descripciones detalladas, a veces asfixiantes (propias del realismo); pero juega con los tiempos para romper con la linealidad, logrando así una novela redonda en la cual va retratando a aquél Juárez que luchó a muerte contra Santa Anna; que derrotó a Miramón en la Guerra de Reforma y a Habsburgo en la Guerra de Intervención; pero también habla del Benito que conforme transcurren los años y los logros en el poder, se va volviendo más ambicioso y se reniega a perder o ceder tal, porque Juárez en vida se sabía héroe y se sentía indispensable para el país.

Juárez es la novela de un héroe lleno de claroscuros, de un humano que actúa bajo la razón, el amor, el patriotismo, la humildad, la sencillez; pero también bajo los efectos de la envidia, la soberbia, la egolatría. Aquí también se plasma la vida de un Benito que llega al poder fortalecido y apoyado siempre por Margarita, su esposa, y sus amigos liberales como: Melchor Ocampo, Guillermo Prieto, Miguel Lerdo de Tejada, Sebastián Lerdo de Tejada; entre otros, pero poco a poco la guerra, la vida y la búsqueda por permanecer en el poder -hasta que encuentre alguien capaz de manejar el país o la muerte se lo lleve-, le van arrebatando a cada una de sus fortalezas hasta volverse un ente débil o al menos una frontera fácil de pasar.

A lo largo de cuatrocientas cuarenta páginas el lector se acercará a un Pablo que caminará por situaciones adversas de las cuales saldrá triunfante y verá cómo un hombre tan lleno de certezas y seguridades en el inicio de su carrera política, al final de su vida se la vive en la duda y el desacierto, víctima de su propia historia que él y nadie más trazó.

Juárez. El rostro de piedra es publicada por Grijalbo en su colección de novela histórica y a diferencia de muchas otras novelas que recientemente proliferan, ésta sí aporta algo nuevo en la forma de mirar a Juárez.

Las lecturas fáciles (Diario Milenio/Opinión 13/03/12)

Asumir que todos los lectores prefieren siempre la familiaridad y el refugio de una lectura fácil es lo mismo que ha conducido a tantos matrimonios a la ruina. La falta de riesgo y de asombro suele conducir sin mucho problema de por medio a la rutina.

Siempre me ha parecido por lo menos paradójico que para promocionar un libro con frecuencia se diga de él que se lee con una facilidad tal que “casi parece que no se le está leyendo”. Nótese aquí que la posibilidad de hacer circular un libro que no se lee es una cosa buena, por cierto. La lectura, debe sobreentenderse, es una actividad engorrosa, si no es que absurda, que mejor habría de ser sustituida por un proceso de ósmosis o telepatía capaz de transmitir el contenido del texto sin tener que detenerse en el bagazo de las palabras. Ese desecho. Que a un mercenario del mercado esto le parezca positivo no tiene mucho de inusual, puesto que a ellos les interesa vender, de preferencia de la manera más rápida posible, un producto, y no necesariamente fomentar esa relación crítica con el mundo que a menudo se logra a través de la lectura de libros. De hecho, a juzgar por el énfasis que suele ponerse sobre palabras tales como “absorbente, fascinante, fácil de leer” en tanto carnadas para atraer al lector denominado como promedio o, de plano, mayoritario, todo parecería indicar que el objetivo último de los mercaderes de libros es ofrecer un libro sin la molesta presencia de palabras en sus páginas. Se trataría de un libro vacío, literalmente. Sería, para no ir muy lejos, un libro sin lenguaje.

Antes de llegar a ese nirvana de las lecturas fáciles, tal vez no sería mala idea del todo detenernos unos minutos en las inmediaciones de la palabra facilidad. ¿Qué decimos cuando elogiamos un libro porque su lectura fue fácil, es decir, rápida y sin complicaciones y, de preferencia, placentera? Algo nos resulta fácil porque, por principio de cuentas, nos es familiar. Moverse por un territorio conocido, siempre reconociendo (y no sólo conociendo) los alrededores, suele ser cosa fácil. Formar parte de una situación en la que sabemos exactamente qué hacer y, además, sabemos qué se espera de nosotros, parecería ser el epítome de la facilidad. Saber las reglas. Confirmar el estado de las cosas. Proseguir sin obstáculos. Llegar al final. Todas esas son también etapas de la lectura fácil.

A veces, ciertamente, se antoja leer un libro así.

Lo contrario de una lectura fácil es una lectura interesante, no una difícil. No todos los libros se mueven en territorio familiar y, algunos, de hecho, hacen todo lo posible por llevarse a la lectora a sitios inimaginables. El moto de estos libros es el riesgo o el asombro. O ambos. Sospechando del poder único de la anécdota, los libros de lectura interesante ponen en juego varios elementos del lenguaje a la vez. Lejos de juegos herméticos impuestos desde afuera, un libro interesante invita la participación activa, o cuando menos a la sospecha adictiva, del lector. Una descodificación o una adivinanza, da lo mismo. Sin respetar las reglas aristotélicas (o de cualquier otro tipo) del relato, ciertos libros aspiran, de hecho, a ser leídos. De ahí el énfasis puesto en la materialidad misma de las palabras —sus texturas, ritmos, sonidos, presencias, sintaxis. Un libro que aspira a ser leído produce, por necesidad también, su propia teoría de la lectura y su propio, e insustituible, manual de la misma.

A veces, ciertamente, se antoja leer un libro así.

Asumir que todos los lectores prefieren siempre la familiaridad y el refugio de una lectura fácil es lo mismo que ha conducido a tantos matrimonios a la ruina. La falta de riesgo y de asombro suele conducir sin mucho problema de por medio a la rutina. Y de la rutina al aburrimiento el trecho no es muy largo, eso se sabe. ¿Será mucho pedir que imaginemos un mundo en el que a los lectores les interese, de hecho, leer palabras en un libro? Tengo la impresión de que, si a alguien le interesa leer, terminará por interesarle leer otra cosa. Otro reto. Otro juego.

Si la función del lector dentro o con respecto al texto consiste en estar siempre a punto de irse, optar por estrategias de lectura fácil o de lectura interesante es estar promoviendo relaciones de suyo específicas no sólo con el libro en cuestión, sino también, acaso sobre todo, con el mundo a su alrededor. Una lectura que invita a la consideración de las texturas varias de las palabras no es una estrategia difícil (o poética) de la escritura, sino una invitación a poner una atención similar en las texturas varias que configuran el mundo como acto vivido y también, cómo no, como cosa por vivir. A diferencia de las lecturas fáciles que se cumplen con el libro y con éste se cierran, confirmando todo alrededor de sí mismas, las lecturas interesantes viven abiertas hacia lo que las rodea, en una profunda interacción que pasa por el uso del lenguaje. Ese desecho. Y ese deshecho. Y ese hecho.

Eso que nos hincha el pecho (Diario Milenio/Opinión 13/03/12)

Qué tan baratos son ciertos orgullos que hasta de su ignorancia se envanecen?

Algunos no entendemos por qué son divertidos los reality shows. De hecho, nos negamos a entenderlo, tanto así que jamás hemos visto uno durante más de tres minutos seguidos. Es como si un recóndito sentido del orgullo nos impidiera darnos la oportunidad de juzgar a partir de la experiencia (y entonces arriesgarnos, ¡horror!, a que nos interese y se convierta en vicio). ¿Y no es verdad que a veces, cuando nos lo preguntan, respondemos con un dejo de orgullo que jamás hemos visto uno de esos programas, ni los veremos?

Conocí a aquel noruego en una fiesta. Su trabajo, me dijo, consistía en producir un reality show. Unos tragos más tarde, me presentó a otro amigo de ocasión. “Es de Guadalajara”, me hizo saber, y no bien descubrió que nos simpatizábamos, procedió a sugerirnos que dijéramos lo que no nos gustaba de la ciudad del otro. A menos, por supuesto, que alguno fuera muy sensible a ese respecto. Que de seguro lo éramos, pero reconocerlo en ese momento equivalía a darse por acomplejado: otro de esos deslices que el orgullo no suele permitirse.

Tratamos, al principio, de hacer críticas ñoñas e insignificantes a nuestras dos ciudades, pero el noruego no mordió el anzuelo. “¡No me digan que es todo lo que se les ocurre!”, se burló, divertido, al tanto ya de que aquel acicate sería suficiente para echarnos a andar y disfrutar callado del palenque. Ya no recuerdo qué tanto dijimos, o será que el pudor bloquea la memoria, pues ninguno supimos digerir las observaciones del otro con la calma que habíamos prometido, de modo que muy pronto nos vimos enzarzados en un torneo de orgullos gaznápiros y quebradizos, para deleite del amigo noruego. Nada más advertimos sus carcajadas, volteamos a mirarnos y soltamos la risa junto a él, que en un par de minutos había conseguido meternos en su reality show.

“Arrogancia, vanidad, exceso de estimación propia, que a veces es disimulable por nacer de causas nobles y virtuosas.” He ahí la definición de orgullo que brinda el diccionario: no hay que ser académico para entender con cuánta sutileza se insinúa que el orgullo es idiota de origen, aunque a veces también disimulable. No mucho, claro está, pues se trata de un sentimiento escandaloso que de por sí abomina de la discreción. Y es seguro que crece cuando nace de “causas nobles y virtuosas”, pues cómo no sentirse orgullosísimo de encontrarse uno mismo sobrado de tan nobles atributos. Ya entrados en palabras, no estaría de sobra que el diccionario nos recordara que no por ser estúpido deja el orgullo de ser tramposo. Pues al final el estúpido es uno, qué duda cabe.

Supongo que el orgullo sólo es noble cuando se experimenta vicariamente. El orgullo del hijo, la madre, el amigo, la hermana, los amantes, incluso los fanáticos, es una suerte de suficiencia exultante que se hace perdonar porque logra encarnarse en un ser admirado y querido, aunque nada parece más chocante que toparse con una de esas tribus petulantes para quienes no existe rival capaz de superarlos en sentido alguno. Pues todo engreimiento, aun cuando pretende ser discreto, tiende al expansionismo y el pisoteo. Familiar, citadino, corporativo o patriotero, el orgullo es aquel intruso bienvenido que nos pide aventón y un minuto más tarde ya quiere manejar. Y lo peor es que uno se lo permite, halagado por sus zalamerías.

“¿De qué estás orgulloso?”, pregunta la sonriente periodista y ya el entrevistado, si por azar conserva los pies sobre la tierra, se mira en una trampa peliaguda. No hay tentación más pronta que soltarse largando burradas delatoras, como si la pregunta hubiera sido: “¿Cómo haces para verte tan guapo, corazón?” Y tampoco cae bien el circo de impostada humildad al que no pocos listos suelen acudir, para salir del trance y de paso adornarse ante los otros. Finalmente, nadie que se proponga tener nuestro respeto va mostrarnos su vanidad desnuda.

Vuelvo al inicio presa de sonrojo: pocos orgullos hay tan tristes y patéticos como el que se envanece de sus carencias. “Yo jamás abro un libro”, eructa uno, y el otro contraataca jactándose de nunca ver televisión. Lo curioso es que tienen opiniones sobre el tema que juran desconocer, cual si esa garantía virginal les confiriese alguna autoridad. ¿Cuesta mucho decir “sé poco de ese tema”, o incluso “no sé nada”? Es la mejor salida, en realidad, pero el orgullo idiota se interpone, al mando de un ejército de complejos entre henchidos, hinchados y ardorosos: ay de quien ose mirarlos de frente.