lunes, febrero 20, 2012

El secuaz invisible (Diario Milenio/Opinión 20/02/12)

Plagiando a Juana Inés, valdría decir que el negro literario es sólo aquél quepeca por la paga y encuentra en la penumbra su absolución.

1. Fantasmas de alquiler

Por más que hago el esfuerzo, no logro imaginar a un escritor profesional carranceándose párrafos de internet. De hecho, la mera idea delata cierta falta de imaginación en quienes investigan, acusan o sospechan. Entre la multitud de lectores rabiosos que parecen turnarse para lanzar denuestos alplagiario notorio —el cuerpo del delito, en estos casos, suele echarse a perder en plena vía pública— reina un curioso exceso de candor, quién sabe si resabio de pudor, que les impide ver un centímetro más allá de sus narices. O tal vez sea el puro aroma de la sangre, que de por sí despierta urgencias y apetitos descuidados. Seguramente hay más de un papanatas ávido de copiar y pegar textos ajenos para hacerlos pasar por propios, pero tal no es conducta propia de un narrador, cuyo mayor haber es la capacidad de hallar gato encerrado inclusive donde nunca lo hubo, y cuyo auténtico pecado mortal consistiría en ser un ingenuazo. Pícaro de por sí, el que escribe ficción necesita ocultar sus entramados como si de un gran crimen se tratase. Antes de ejercitar la imaginación hasta verle al tramposo las manos en la masa, un lector suspicaz debería preguntarse si la evidencia da para sostener la tesis del plagiario solitario. Con la pena, señores: aquí sobra un fantasma.

Entre los antiguos romanos, ilustra el diccionario, el verbo plagiar significaba “comprar a un hombre libre sabiendo que lo era y retenerlo en servidumbre”, o bien “utilizar un siervo ajeno como si fuera propio”. Quienes alguna vez hemos sido plagiados de este modo conocemos de cerca la experiencia. Si el acto de escribir es en sí mismo un rito liberador, hacerlo por dinero para que otro plante su firma al calce produce en el autor una abyecta impresión de servidumbre, más la sospecha de ya ser una puta sin siquiera haber hecho rechinar un catre. “¿Ya me entiendes lo que quiero decir?”, se esmera en explicar el cliente y patrón, asumiendo que su dinero alcanza para silenciar a los demonios del secreto escribano (siempre tan elocuentes). Hacer uso y abuso de la palabra escrita para expresar lo que otro quiere decir equivale a cortarse las alas para llenar un florero de plumas. ¿O es que alguien va muy lejos con alas prestadas?

2. Yo no fui, fue mi negro

Hace falta, por cierto, una concha tamaño caguama para firmar aquello que otro redactó, y de paso una dosis de osadía rayana en indolencia supina. Por más que quien contrata al negro literario se piense redimido por el pago puntual de la suma ofrecida, ello no le libera de quedar fatalmente a su merced. Si el negro se equivoca, el error quedará acreditado a nombre del conchudo que da la cara en busca de la gloria. Y si resulta que es fantasma irresponsable, o perezoso, o quizá resentido y revanchista, poco o nada le temblará la mano a la hora de hacerse con líneas ajenas para confeccionar el pastiche. Tan sólo imaginemos la clase de ordalía criminal que podría desatarse si por veinticuatro horas nos fuera dado a todos delinquir a placer, sin pagar consecuencias ni dejar huella alguna: tal es la garantía de que goza el secuaz invisible.

No sé qué tanto alivio produzca en los lectores despechados encontrar que un supuesto plagiario es en la realidad un narrador negrero: contrasentido extraño que remite a otra clase de impostura. Aún así, parece preferible padecer decepción que ojeriza. Nunca sabremos cuánto de lo que hemos leído proviene de esta clase de componenda, y es probable que no queramos enterarnos, pues si el plagio supone exceso de candor, el empleo del negro literario tiene facha de fraude maquinado y su incidencia es todo menos escasa. Que un orador se valga de estos artilugios no parece mayor felonía, y a veces al contrario: se agradece que quienes toman la pública palabra dispongan cuando menos de un asesor capaz de adecentar su verba, toda vez que no son especialistas en asociar sujetos, verbos y complementos. Tampoco es excesivo que los autores de libros técnicos reciban varias manos de corrección extrema. El arte narrativo, sin embargo, está lejos de conceder esas licencias. Uno, como lector, traba amistad anónima y distante con aquellos autores que han sabido llevarle de paseo por sus íntimos vericuetos mentales. ¿Cómo entonces no va a decirse traicionado nada más enterarse de que ha leído maquila vil?

3. Los que pagan por pecar

Cínicamente visto, el respeto por el cerumen del lector es un tema de mutua conveniencia, dado que no es sólo uno sino sabrá el demonio cuántos los lectores del texto. Demasiados, en todo caso, para esperar que ni uno de ellos advierta que está siendo tratado a lo pendejo. Es decir, con descuido y desdén. ¿Cómo va uno a aceptar que allí donde la forma y el contenido son parte indivisible de una misma cosa pueda haber un autor intelectual y otro material? ¿Qué clase de escritor se limita a tramar los asuntos del qué y deja en manos de otro, cuando no de un equipo, la materia del cómo? Llámenme puritano, pero todo este entuerto de la escritura sin escritura y el equipo de negros que maquilan best sellers suena como a una orgía de probetas en un banco de semen. Vamos, que los antojos ajenos no calientan. ¿Y para qué escribe uno, si no para hacer todo cuanto se le antoja?

Verdad es que no todos los negros son por necesidad maquiladores, ni todos sus clientes los usan para todo. Algunos cumplen estrictamente como investigadores, otros sólo se encargan de los escritos menos importantes y aún así son escrupulosamente corregidos. Pero están en lo oscuro, y no pueden salir porque el cliente y patrón los necesita ahí, en la penumbra que salvaguarda su ego, cuando no el grueso de sus regalías. Y ahí está el gran peligro del negro literario: sencillamente sabe demasiado. Cualquier día se despierta con hambre de venganza o sed de crédito. A lo mejor es que soy un cobarde, o que me faltan miras, o que me sobra orgullo, pero si mi carrera pendiese del silencio de un secuaz invisible, viviría cautivo de la paranoia propia de la clientela de un sicario en apuros. Los fantasmas no hablan, juran los optimistas. Me temo que por pura superstición.

La infusión (Diario Milenio/Opinión 14/02/12)

Una mujer se agazapaba, en cuclillas, en una esquina del cuarto donde guardaba unos pocos víveres enlatados y las escobas. La mujer, sorprendida, sólo atinó a alzar el rostro.

El ruido me distrajo. Era algo pequeño. Algo como un rasguñar apenas. Un roce terco. Dejé la libreta de las cuentas sobre la superficie de formaica de la mesa y seguí, a tientas, el hilo del sonido. Me asomé por las ventanas sólo para comprobar que la aldea seguía oscura y callada a esa hora. Abrí la puerta y, en efecto, no había nadie esperando asilo o respuesta. Ya nervioso, puse a hervir agua en un cuenco de peltre pensando que pronto prepararía un té. Me volví a sentar a la mesa. Cuando me calmé, inmóvil como una estatua, el ruido volvió a aparecer. Esta vez supe, por instinto, de dónde venía. Era la alacena, sin duda. Dos zancadas. La ansiedad. Antes de darle vuelta a la perilla imaginé una rata gigantesca.

—¿Pero quién eres tú? —le pregunté a la mujer que se agazapaba, en cuclillas, en una esquina del cuarto donde guardaba unos pocos víveres enlatados y las escobas. La mujer, sorprendida, sólo atinó a alzar el rostro. La boca abierta. Pedazos de nueces entre los labios. Esa manera de indicar que no estaba en realidad en ningún lado y que no sabía, además, quién era o qué iba a ser. ¿Qué se mira en realidad cuando se mira así, por largo rato?

—Pero si hace mucho frío aquí —dije, jalándola del brazo. Ella se resistió al inicio pero, tan pronto como se dio cuenta de que no le haría daño, se dejó llevar hasta la cocina. El agua hervía ya. Dándole la espalda, preparé la infusión. El agua cayó sobre el cedazo donde se arremolinaban algunas hierbas. El aroma. Los ojos súbitamente cerrados.

Empecé a hablarle en ese momento sin saber bien a bien por qué. Supongo que todos los que se nos aproximan son, al inicio, apenas un ruido molesto dentro de un cuarto cerrado. De espalda hacia ella, algún comentario hice sobre las figuras que formaba el humo que brotaban de la taza de té.

—Mira —le dije, al darme la vuelta. Esa fue la primera vez que la vi sonreír. Jalé una de las sillas y la invité a sentarse. Le ofrecí algo de pan, algo de mantequilla, un poco de sal. Le expliqué que no contaba con mucho más. Que me había distraído. Que una vez más se me había olvidado ir a los almacenes colectivos por mi dotación de víveres. Abrí la puerta de la alacena donde la había encontrado y dije, para constatar algo que ella ya sabía: está vacío. Mi ir y venir por la habitación terminó por darle risa. Se cubrió la boca con la mano derecha y reacomodó luego, con algo de pudor, la pañoleta con la que mantenía los cabellos largos y lacios en su lugar.

—¿Quieres bañarte? —le pregunté, no sé por qué. Tenía la cara manchada de algo que bien podría ser mugre o tiempo. Su ropa olía mal. Pero en realidad le ofrecí el baño por otra cosa. Ella me miró fijamente, sin entender. Hice señas: las manos sobre mi cabeza, a manera de agua; las manos sobre mi torso, como si con jabón; las manos alrededor de los antebrazos, como abraza una toalla. Como nada daba resultado, la invité a incorporarse de la silla y, luego, la llevé del codo al baño . Abrí el grifo. Dije: ¿Ves?

Ella veía, en efecto. Ella veía todo. Me pidió que saliera con un par de señas y me regresé a la cocina para esperarla junto a la infusión de hierbas.

Las figuras del humo son, a veces, cuerpos.

Imaginé lo que pasaría después. Iba a irse y a regresar, muchas veces. Esa era, y lo adiviné desde el momento mismo en que el ruido de su boca interrumpió las sumas y las restas con las que intentaba llevar la cuenta de la distribución de los granos en la aldea en tiempos de sequía, su única manera de quedarse. Aparecería de la nada y a la nada se iría con una regularidad que llegaría a denominar como pasmosa. Aprendería mi lengua y yo la suya con el paso de los días. Con el paso de los días, de hecho, elaboraríamos palabras y formas peculiares de describir las cosas. Un alfabeto propio. Una gramática intransferible y única. Cuando un pájaro se quedara observando nuestra interacción a través de las ventanas, ese pájaro confirmaría sus sospechas: la gente es rara. ¡Pero qué extrañas son, repetiría a su manera, esas criaturas de dos piernas y cabeza, esas criaturas con bocas y manos! Cuando alguien por casualidad escuchara nuestras conversaciones en voz baja, esas conversaciones que nos causarían una risa desbordada y loca, se iría cabizbajo sin haber entendido apenas dos o tres vocablos. Hablaríamos así por mucho tiempo, alrededor de la mesa que se habría transformado en una planicie, en el rectángulo tibio infinito atroz de la cama, bajo los dinteles majestuosos de las puertas. Conocería, a su lado, una extraña forma de la felicidad. Me contaría algo del lugar de dónde venía, de sus amigos, de su familia. Me describiría, por ejemplo, la flora y la fauna. Usaría muchas veces la palabra “agreste”. Crearíamos ciudades y nombres de ciudades y mapas para que los nombres pudieran acoplarse a las ciudades. Dividiríamos el tiempo en antaño y hogaño. Con el tiempo, con ese mismo tiempo dividido en dos mitades exactas, aprenderíamos, incluso, a callar, espiándonos apenas con el rabillo del ojo, las yemas de los dedos, el aliento.

Y luego, una tarde por ejemplo, una tarde de invierno, para ser más exactos, lo notaríamos. Esto: la despedida. Esto: la lenta triste única manera de despegarse del lenguaje y de las cosas y de las manos.

Y recordaría yo esa noche entonces, esta otra noche invernal en que el ruido de su boca me había distraído de las cuentas de la sequía, obligándome a dar las zancadas necesarias para abrir la puerta de una alacena desierta. Y la abriría de nueva cuenta, esa puerta, esta alacena vacía, convenciéndome incluso de que la iba a encontrar ahí por primera vez, acuclillada en la esquina, mordisqueando nueces.

Y la vería, sí, una vez más. En efecto. Y ella alzaría el rostro, incomprensible. Y yo, aturdido por su aparición, abrumado de inmediato por su presencia, la invitaría a ir a otro cuarto, a ese cuarto con agua y vapor y espejos, nada más para descansar un poco, para alargar un poco lo que iba a pasar, para respirar un poco como antes.

Y me dirigiría entonces de regreso a mi mesa, a mi pequeña taza té, a mi manera de imaginar lo triste, en verdad, que todo esto iba a ser. Lo largo. Lo inútil. Lo pleno.