martes, febrero 07, 2012

El daño no es de ayer-(Sexenio-Puebla 01/02/12)

Nuevamente Ignacio Padilla vuelve a ser noticia o mejor dicho, ya se está volviendo costumbre oír su nombre al lado de algún premio literario.

Recientemente ha salido a la luz su más reciente novela: El daño no es de ayer, la cual viene acompañada del premio La Otra Orilla 2011; convocado por la editorial Norma y la Asociación para la Promoción de las Artes de Cali. El jurado de este premio estuvo conformado por el argentino Horacio Vázquez-Rial, el colombiano Juan Gossaín y el español Pere Sureda. Tristemente esta novela es la última -de corte literario- que se publica bajo este sello, por ende este es el último premio que se otorga, quedándose tan sólo en 7 ediciones.

Finalista entre 468 obras recibida, El daño no es de ayer marca el regreso de Ignacio Padilla al género de la novela, pues por un tiempo se dedicó a la publicación de ensayos, cuentos y cuentos infantiles.

Con una prosa fluida y una estructura que juega y busca confundir, Padilla cuenta la historia de un veterano del Frente del Pacífico que se dedica a ser reportero, quien viaja a un pueblo desértico –casi el infierno-: San Damián, donde un cura le cuenta la historia de los gigantescos hermanos Ramson y su enorme perro negro, los cuales fueron devorados por un Rolls-Royce sepultado en la arena. Ahí, nuestro narrador se encuentra cerca del pueblo con el comisario Srb, quien persigue a un mutilador de meñiques mientras le cuenta le romance entre una solterona espiritista y un ingeniero militar que soñaba con inventar un motor perpetuo capaz de desafiar los designios del creador. Cada historia es parte de una Historia, donde las conspiraciones de sociedades secretas por controlar el mundo, así como la sensación de pertenecer a un algo que cambiara o transformara lo conocido, al igual que esa extraña sensación de sentirse vigilado y/o perseguido; tienen cabida en esta novela donde el autor logra mezclar de forma irreverente la fantasía, el western y lo policiaco y/o detectivesco.

Al igual que en La gruta del toscano, Padilla inyecta en esta novela una fuerte carga de humor para contar una historia simple en apariencia, pero que en profundidad es una amplia crítica a la situación actual: la pérdida de la espiritualidad y la falta de credibilidad en el otro. De igual forma, es una burla a la extraña moda que existe en el mundo literario de publicar historias sobre conspiraciones que buscan dominar el mundo.

El daño de ayer es una novela juguetona, arriesgada que atrapa, seduce y divierte; que busca perder al lector en su búsqueda por encontrar la coherencia del texto. Pues, quizá, para encontrar la verdad es necesario perderse.

Jerarquías convulsionadas (Diario Milenio/Opinión 07/02/12)

Existen en la historia de la humanidad ejemplos de escritores que construyeron una obra basada en una visión descarnada de las mismas jerarquías que sustentaban su hacer

Detesto citar a Bolaño. Me había prometido ya hace años nunca traer a colación su nombre, entre otras cosas porque todo mundo lo estaba, y lo está, citando todo el tiempo. Pero aprovechando que lo voy a citar en extenso aprovecho para decir que el futuro de la literatura latinoamericana habría sido otro si le hubiéramos puesto más atención a Amberes, un libro, para utilizar la terminología sevillana de Bolaño, de “ruptura” que se “sumerge con los ojos abiertos” en las aguas del mundo, y menos a Los detectives salvajes, que terminó, y aquí sigo utilizando su propia terminología, vendiendo tanto. Vaya. Lo dije ya. Ahora a la cuestión del asunto. ¿De dónde viene la nueva literatura latinoamericana?, se preguntaba Bolaño en aquel célebre texto con el que participara en la reunión de Sevilla, su última. Y se contestaba así: “Venimos de la clase media o de un proletariado más o menos asentado o de familias de narcotraficantes de segunda línea que ya no desean más los balazos sino respetabilidad”. Luego, de manera por demás interesante, y a decir verdad, bastante paradójica tomando en cuenta que Bolaño siempre quiso presentarse a sí mismo como el epítome del escritor callejero, si no es que pendenciero, aseguraba, citando a Pere Gimferrer que “antaño los escritores provenían de la clase alta o de la aristocracia y al optar por la literatura optaban, al menos durante un tiempo que podía durar toda la vida o cuatro o cinco años, por el escándalo social, por la destrucción de los valores aprendidos, por la mofa y la crítica permanentes”.

Deténganme si soy la única a la que este argumento le parece sospechoso proviniendo como proviene de un escritor que nunca tuvo reparo en volver explícitas y pronunciarse en contra de cuestiones de clase, que no las de género, tanto en su obra creativa como crítica. ¿Pero estaba de verdad diciendo Bolaño que sólo los escritores aristocráticos, los que, digámoslo así, tienen asegurado su modo de vida por medios extra-literarios (herencias, contactos, asesorías) y se mueven con ligereza en los ámbitos más altos de nuestra escala social, tienen acceso al paraíso de la crítica contra el establishment y, en general, y luego entonces, a la Verdadera Literatura? Hay una cierta lógica en esto: ciertamente, los que tienen la vida asegurada pueden darse el lujo de jugar rudo. Existen en la historia de la humanidad ejemplos, en efecto, de escritores que, contrario a las expectativas de su clase de origen, construyeron una obra basada en una visión descarnada de las mismas jerarquías que sustentaban su hacer. En psicología, a esa condición se le designa con el nombre de Síndrome de Estocolmo: “una reacción psíquica en la cual la víctima de un secuestro, o persona retenida contra su propia voluntad, desarrolla una relación de complicidad con quien la ha secuestrado” (no que yo sepa mucho de psicología, y que me perdone Franzen, pero estoy conectada a internet mientras escribo esto y he aquí que la definición proviene de Wikipedia). En una cierta época histórica a algunos de estos síndromestocolmistas (o intelectuales orgánicos, para decirlo a la Gramsci) se les conoció también como poetas malditos, el halo de intensa perversidad adolescente alrededor de sus pipitas de opio. La cuestión, sin embargo, y no me dejen mentir al respecto, es que también abundan los ejemplos de escritores (o ciudadanos varios) aristócratas para quienes la permanencia de las jerarquías que los constituyen no sólo son ineludibles, sino también deseables, cuando no del todo transparentes. Quiero decir: también abundan en la historia los ejemplos de los escritores aristócratas que, en un afán de conservar el estado de las cosas que los benefician, se alzan con una vehemencia singular en defensa del status quo que, en el ámbito de la escritura, lo constituyó más o menos hasta fines del XX, Lo Literario, dicho sea esto con voz grave y en mayúscula. La cuestión, también es, para añadirle al sin embargo, que pocos como los que no tienen nada que perder para jugar rudo, ¿no es cierto?


Me distraigo. Me desvío. Pero regreso a la argumentación con otra pregunta: ¿Entonces todos los escritores producto de la clase media o de un proletariado apenas en disfraz (que somos casi todos, en esto Bolaño tenía razón) estamos condenados a una búsqueda fatal e infructuosa de eso que él llama “respetabilidad” pero que en realidad se traduce en el mismo artículo como el acto de “vender bien”? Habrá que reconocer que, en las no muy lejanas épocas de auge de lo literario como factor hegemónico en la formación de cánones, el acceso a la literatura contribuyó sin duda a procesos de movilidad social de las clases trabajadoras y de los estratos medios tanto en términos materiales como simbólicos (más simbólicos que materiales, a decir verdad). La educación pública, cuando existía en su apogeo, participó de manera fundamental en este proceso. Y ahí está el caso de la UNAM para ejemplificarlo con creces. Es decir, sí hay, cómo no, evidencia de que ciertos grupos sociales han aumentado su posibilidades de movilidad gracias al capital cultural que alguna vez tuvo la literatura. Y, ciertamente, como lo decía no hace mucho un amigo a quién sólo cito de memoria: es difícil que alguien cuyo salario depende de mantener el estado de las cosas, critique tal estado de las cosas. Las intrincadas y muy largas relaciones de ciertos grupos literarios con el poder político constituyen, para no ir más lejos o al menos en México, buenos ejemplos al respecto. ¿Pero quiere eso decir que todos los escritores proletarios y/o de la clase media nunca podrán alzar la voz ni jugar rudo entre las arenas movedizas de las escrituras contemporáneas? Habría que revisar el origen social de los escritores experimentales, de los tuitescritores, de los escritores de los así llamados sub-géneros, de todos los que, en fin, han construido un lazo crítico con Lo Literario, para contestar con veracidad esta pregunta.

Se me acaba el espacio. Veamos. No creo, como parece haberlo argumentado Bolaño en su conferencia “Sevilla me mata”, que una posición de clase específica, ya sea de arriba o de abajo, garantice capacidad crítica alguna. Sí creo que, aunque ligada de maneras complejas a cuestiones de temperamento y/o de cuna, ese tipo de decisión, porque es una decisión tanto estética como política, constituye sobre todo una toma de posición frente y con respecto a un cierto estado de las cosas (literarias y no). No es raro, pues, que cuando ese estado de las cosas se ve convulsionado por la incorporación agresiva de un nuevo elemento, como lo constituye en nuestros tiempos la tecnología digital, se genere esa ola neoconservadora entre los que, temiendo perderlo todo, es decir, temiendo perder los privilegios de su inserción específica en una cierta jerarquía, se lanzan en una defensa a ultranza de Lo Literario. Así es como Lo Literario se convierte en mainstream. Y así es, en tanto tal, como producto de la ansiedad social que produce una jerarquía convulsionada, como también puede y/o debe ser cuestionado. Porque si no es para cuestionarlo todo, ¿entonces para qué escribir?

lunes, febrero 06, 2012

Oficio de "franelero" (Diario Milenio/Opinión 06/02/12)

El franelero es aquel cobrador que nos recuerda que la vía pública es algo menos pública de lo que supondría la opinión pública

1. De la gorra a la franela

Antiguamente carecían de rostro. Varios, los más confiables, usaban gorra y uniforme caqui, a partir de lo cual podía saberse que aquel desconocido era un viene-viene. Esto es, un orientador de estacionamiento, cuyas funciones solían extenderse a la consiguiente vigilancia del vehículo. Un trabajo sufrido y con frecuencia ingrato, expuesto a toda suerte de peligros, chantajes e indignidades, para colmo sujeto a las propinas voluntarias y en tanto ello pariente de la mendicidad. Con los años, no obstante, la proliferación del malandrinaje hizo de cada esquina un feudo apetecible para más de una especie de la fauna urbana, especialmente aquellas entrenadas en la toma y defensa feroz del territorio. Fue así que donde había un viene-viene apareció de pronto el franelero: mezcla de lavacoches, acomodador, cuidador, cobrador, administrador, gestor e interventor de la transa cotidiana.

Si el viene-viene debía soportar el menosprecio de su clientela, el franelero sabe de memoria cuántos pesos y centavos vale su territorio, tanto así que día a día tiene que defenderlo con uñas y dientes, haciendo malabares sobre la línea fronteriza —fina, en su situación— entre el subempleo y el hampa. Si al viene-viene nadie se molestaba en verlo, el franelero está en la mira de todos. Policías, vecinos, comerciantes, visitas, delincuentes: de cada uno de ellos tiene algo el franelero. Si el viene-viene vivía de propinas ratoneras, el franelero impone sus tarifas y exige el pago por adelantado. ¿O es que los patrulleros, de los cuales depende para seguir haciendo lo suyo, le ofrecen crédito en las cuotas diarias? Es la calle, al final. No existen garantías, ni vale en su dominio más papel que el que uno esté dispuesto a desempeñar. De ahí que el franelero tienda a ser arbitrario y terminante, cuando no atrabiliario y bravucón, cada vez que un prospecto de cliente cuestiona su dudoso derecho a expropiar y explotar la vía pública. ¿Y quién es tan gaznápiro de abandonar su coche al arbitrio de un enemigo potencial a quien recién ha declarado la guerra?

2. Carne de sospecha


Hay al menos dos clases de
franelero: el propio y el extraño. Uno leal, amigable y eventualmente providencial; el otro desafiante, chantajista, mandón. Uno con nombre y el otro sin madre. Todo depende, a veces, del humor que traigamos al momento de vernos por primera vez. Por las buenas, el franelero me ofrece sus cuidados; de otro modo, me vende protección. ¿Contra qué? En rigor, contra nada. En el peor de los casos, contra él mismo. Y en última instancia, contra mi paranoia. Si al regresar encuentro que a mi carro le falta un par de llantas, me recriminaré por la idiotez de no haberme entendido con el franelero; y si le había pagado y aún así me robaron, me quedará el consuelo de echar mierda sin mucho salpicarme porque he sido una víctima, pero no un pichicato. Ahora bien, esto de la extorsión callejera tiende a herir los principios de ciertas personas, por causas tan diversas como el orgullo, los preceptos morales o la defensa de un estado de derecho cuyo imperio se antoja difícil de probar, dadas las circunstancias. Ponérsele flamenco al franelero por cuestión de principios: he ahí una gesta cívica improductiva.

Quienes no trabajamos en la calle solemos ignorar la cuadrícula estricta de sus espacios y el entramado de leyes no escritas que permiten la convivencia pacífica entre competidores tan encarnizados como policías, ladrones, vendedores, asaltantes, pordioseros, cargadores, boleros, pirujas y lenones, por citar unos cuantos. Asumimos, a veces, con un candor indigno de nuestra condición de citadinos, que si desaparece un franelero no llegará algún otro a reemplazarlo. ¿O es que los policías van a dar por perdida esa rentita? ¿Qué harían los vecinos sin ese franelero al que bien o mal han terminado por adoptar y es una suerte de conserje de banqueta? ¿Quién les dice que el próximo no será demasiado codicioso, tanto así que le dé por unir fuerzas con sabrá el diablo qué banda de hampones? Y esa es otra calamidad del oficio: nadie mejor que el vándalo de la franela para encajar en el papel de sospechoso.

3. El salario del chantaje


Podría aventurarse que una ciudad es o pretende ser civilizada cuando sus calles carecen de dueño, o al menos aparentan no tenerlo. Francamente, no logro imaginar a un
franelero apareciendo en una de esas novelas de Henning Mankell donde los policías hacen su trabajo pensando en agradar a sus patrones, los contribuyentes. Aquí, en cambio, los guardianes del orden ven a los ciudadanos como contribuyentes ambulantes, pero como no tienen tiempo para atender los asuntos administrativos de tamaña cartera de clientes, dejan ese quehacer en las manos de sus ejecutivos, los franeleros. De ese modo no tienen que desgastarse dando cara y razones a sus extorsionados, ni arriesgarse a ser vistos o filmados en mitad del cochupo incriminante; venden la protección a distancia, sin compromiso ni más garantía que la pura palabra de su representante en la banqueta, que para eso se pasa el día entero negociando la conciencia tranquila de su clientela.

Son nomás veinte pesos. Son cuarenta pesitos. Son cincuenta, por toda la noche. Esta última tarifa, por cierto, debería parecernos especialmente atractiva, pues su sola mención insinúa que la noche es muy larga y su transcurso puede resultar incierto. Un espejo de menos, un rayón de más, un cristalazo a media madrugada: todo puede pasar, más todavía si el propietario del vehículo en riesgo no acaba de entender el tema del tributo, y mucho peor si ocurre que el falso franelero se dedica al asalto, el secuestro o la extorsión. Por más, pues, que se teman, desprecien o aborrezcan, hay una sociedad indisoluble entre automovilista y franelero, una vez asumido que la vía pública es propiedad privada y alguien tiene que ir a poner la cara para cobrar la renta, con todo y su tajada. Alguien que no se deje intimidar y a su vez intimide, si es posible. Alguien que sepa conquistar, imponer e invadir tanto como ceder, negociar y ayudar. Un protector que no sea policía y un maleante que no sea delincuente. Franelero: qué oficio complicado.