martes, octubre 23, 2012

Palurdos y orgullosos (Diario Milenio/Opinión 22/10/12)


“Ese lugar me agrede con su cultura”, replicó muy orondo mi amigo el paleto cuando intenté citarlo en una librería. “La Historia ha demostrado”, respondí, haciendo acopio de mala leche, “que la ignorancia es mucho más agresiva”, y acto seguido me colgó el teléfono. No volvimos a hablarnos, desde aquella mañana. Y tampoco es que el tema fuera nuevo, si ya en los años niños competíamos por diferenciarnos, cada uno montado en su macho y resueltos a no ceder un palmo, así fuera preciso defender necedades y hacerse abanderar por ellas.
Todos tenemos amigos palurdos, pero igual pretendemos no advertirlo. Habrá otros, a su vez, que así nos consideren y bien lo disimulen por simpatía, aprecio o mera discreción. Una cosa, no obstante, es sufrir el flagelo de la ignorancia, y otra muy diferente defenderla cual bien inalienable. “Ya bastante trabaja mi cabeza en la oficina para seguir pensando después”, alardeaba mi entonces amigo para justificar su animadversión no solo a la lectura, sino al mero ejercicio lúdico del coco. Cierto es que lo decía también por provocarme: alguien tan ocupado como él no iba a extraviarse en ocios improductivos. Vamos, que el mero acto de abrir un libro delante mío habría equivalido a tirar la toalla. Si quería ganar en ese duelo zonzo, tenía que aferrarse a la ignorancia como un beato a su libro sagrado.
Lo que mi amigo al fin deseaba demostrar era cuán bien podía vérselas con la vida sin una sola línea de José Luis Borgues. Metido en sus zapatos, habría tenido que darle la razón. No va a venirse abajo la civilización occidental si a uno o más ingenieros industriales no se les da la gana leer novelas. Alarmante sería que no entendieran de logaritmos. O que a quien esto escribe nomás no se le diera la ortografía. ¿Y no hay miles de gringos que residen por décadas en otro país y nunca se molestan en aprender su idioma? Tiene uno el derecho, por más que otros lo miren como privación zafia, a ignorar para siempre todo cuanto no tiene-que-saber.
¿Qué decir de un doctor que da la espalda a los adelantos de la ciencia médica en nombre de una oscura conveniencia gremial? ¿Qué tal un abogado al que le viene guanga la información en torno a leyes y enmiendas? ¿Y un profesor que no quiere estudiar, aun si su trabajo es educar? ¿Quién quiere padecer las atenciones de semejantes pros?
Hace falta un cerebro calenturiento para imaginar a un piquete de cardiólogos marchando por las calles para exigir menores requisitos de higiene. Uno asume, apelando no más que al elemental respeto por la vida, que ni el mayor empeño parece demasiado con tal de protegerla. Lo cual suena muy bien, aun si la realidad no suele ser tan escrupulosa. Cuando menos —y temo que ya es mucho— el negligente lo es con disimulo y daría lo que fuera por no ser exhibido como tal. Si no entendió la ética hipocrática, dominará siquiera la práctica hipocrítica.
Tampoco sería fácil imaginar legiones de maestros protestando porque no quieren estudiar, si no fuera ya parte del paisaje. Resultaría elitista, argumentan, exigir a los profesores en funciones que se actualicen y presenten exámenes. ¿No es elitista, entonces, que los miles de niños a los que en vida instruye cada maestro mal preparado sean quienes hereden esas limitaciones? Más que mero elitismo, parecería un acto criminal. ¿O no es la misma vida que los doctores cuidan ésa que queda en manos de los maestros, el traído y llevado Porvenir?
Ya entrado imaginando, puedo mirar a párpados cerrados el Zócalo repleto de maestros que exigen recibir toda suerte de cursos y recursos para actualizarse y profesionalizarse. El derecho primero, la obligación después. Aun así, su profesionalismo se manifiesta en una urbanidad no menos obligada que ejemplar. ¿Cómo más iba a ser, si su oficio consiste en enseñar a partir del ejemplo? ¿Quién habría imaginado a los profesionales de la educación transformados en vándalos en el nombre de extremos privilegios cuya factura, al cabo faraónica, pagarán los pequeños afectados a lo largo del resto de sus vidas? ¿Y a esa estafa le llaman educación gratuita?
Así las cosas, no es de extrañar que exista un movimiento de estudiantes normalistas montados en su macho por no estudiar inglés ni informática. Todavía no acaban de aprender a enseñar y ya están condenando a miles de discípulos a compartir sus límites, pagar por sus prejuicios y perfilarse como los analfabetas del futuro. Cierto que mucha gente tiene derecho a ser un palurda y orgullosa, pero un maestro ignorante no puede ser mejor que un médico indolente. Pobre de aquél que caiga entre sus garras.

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