miércoles, octubre 24, 2012

Necropolítica y escritura (Diario Milenio/Opinión 23/10/12)


No son pocos los escritores que introducen con gracia, con cierta facilidad, la figura de la muerte al analizar las relaciones de la escritura con los contextos en que ésta se produce. Lo dice la narradora experimental norteamericana Camilla Roy: “En cierto sentido, el escritor siempre está ya muerto, en lo concerniente al lector”.1 Lo dice Helene Cixous: “Cada uno de nosotros de manera individual y libremente debemos hacer el trabajo que consiste en repensar lo que es tu muerte y mi muerte, ambas inseparables. La escritura se origina en esa relación”.2Lo dice Margeret Atwood en su libro de ensayos sobre la práctica de la escritura titulado, aptamente, Negotiating with the Dead. Basten estos entre tantos otros ejemplos para demostrar que no solo existe una relación estrecha entre el lenguaje escrito y la muerte, sino que, además, se trata de una relación reconocida, ya de manera poética o de manera práctica, por escritores de la más variada índole. Lo que para muchos es una metáfora a la vez iluminadora y terrorífica, se ha convertido para otros, sin embargo, en realidad cotidiana. México es un país en el que, dependiendo de las fuentes, han muerto entre 60 y 80 mil ciudadanos en un sexenio al que pocos dudan en llamar el de la guerra calderonista. ¿Qué significa escribir hoy en ese contexto? ¿Qué tipo de retos enfrenta el ejercicio de la escritura en un medio donde la precareidad del trabajo y la muerte horrísona constituyen la materia de todos los días? ¿Cuáles son los diálogos estéticos y éticos a los que nos avienta el hecho de escribir rodeados de muertos? ¿Si la escritura se pretende crítica del estado de las cosas cómo, desde y con la escritura, es posible desarticular la gramática del poder depredador del neoliberalismo exacerbado y sus mortales máquinas de guerra?
En los Estados contemporáneos, tal como lo argumenta Achille Mbembe en “Necropolítica”, el artículo que publicó en Public Culture en 2003, “la última expresión de la soberanía reside en el poder y la capacidad de dictar quién puede vivir y quién debe morir”. “Ejercer la soberanía”, añade, “es ejercer el control sobre la mortalidad y definir a la vida como una manifestación de ese poder”. Si alguna vez la categoría de biopoder, acuñada por Michel Foucault, nos ayudó a entender “el dominio de la vida sobre el cual el poder ha tomado el control”; Mbembe contrapone el concepto de necropoder, es decir, “el dominio de la muerte sobre el cual el poder ha tomado el control” para entender la compleja red que se teje entre la violencia y existencia en vastos territorios del orbe. México, sin duda, uno de ellos.
Las máquinas de guerra actuales no pretenden, como las de la era moderna, establecer estados de emergencia y generar conflictos bélicos con el fin de dominar territorios. En un contexto de movilidad global y más en frecuencia con nociones nomádicas del espacio en tanto entidad desterritorializada o en segmentos, las máquinas de guerra de la necropolítica reconocen que “ni las operaciones militares ni el ejercicio del ‘derecho a matar’ son ya el monopolio de los Estados; y el ‘ejército regular’ ya no es, por tanto, la única forma de llevar a cabo estas funciones”. Tal como lo ha ejemplificado el narcotráfico en México, ya sea en una relación de autonomía o de incorporación con respecto al Estado, estas máquinas de guerra toman prestados elementos de los ejércitos regulares pero también añaden sus propios miembros. Ante todo, la máquina de guerra adquiere múltiples funciones, desde la organización política hasta la de las operaciones mercantiles. De hecho, el Estado, en estas circunstancias, puede convertirse en una máquina de guerra en sí mismo.
Enfrentados a las estructuras y quehaceres de lo que fue el Estado moderno, gran parte de las escrituras de la resistencia de la segunda mitad del siglo XX trabajaron en un sentido o en otro con el lema adorniano: “la resistencia del poema —léase: escritura— individual contra el campo cultural de la comodificación capitalista en el que el lenguaje ha llegado a ser meramente instrumental”. La denuncia indirecta, la sintáctica distorsionada, la constante crítica a la referencialidad, la relativización de la posición del yo lírico, la búsqueda de la derrota de las expectativas del lector fueron, entre otras pero todas ellas, estrategias que ciertas escrituras críticas —conocidas como modernismos o vanguardias ya en Estados Unidos o en América Latina— ejercieron para escapar de la comodificación del capital. Las estrategias del poder de la necropolítica han vuelto obsoletas, sino es que han reintegrado, muchas de estas alternativas. El Estado contemporáneo, a decir de Agamben, además y sobre todo desubjetiviza, es decir, saca del lenguaje al sujeto, transformándolo de un hablante en un viviente. El concepto de horrorismo ayuda a Cavarero a elaborar una argumentación similar. De ahí la creciente relevancia crítica que han adquirido ciertos procesos escriturales dialógicos, es decir, aquellos en los que la autoridad de la autoría es desplazada hacia el lector que apropia/desapropia el material del mundo que es el otro. Lejos del paternalista “dar voz” de ciertas subjetividades imperiales o del ingenuo colocarse en los zapatos de otros, se trata de procesos que traen a esos zapatos y esos otros a la materialidad de un texto que es, en este sentido, siempre un texto fraguado con alguien más. Un texto, por decirlo así, con-ficcionado.
Decía Katy Acker que “[...]cada que hablamos acerca de la narrativa, acerca de las estructuras narrativas, estamos hablando del poder político. No hay torres de marfil. El deseo de jugar, de hacer que las estructuras literarias se entrometan y participen de zonas desconocidas o incognoscibles, aquellas caracterizadas por el azar y la muerte y la falta de lenguaje, es el deseo de vivir en un mundo que es peligroso e ilimitado. Jugar, pues, tanto con la esctructura como con contenido, denota un deseo por vivir en el asombro.”3
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1 Roy, Camilla. “Introduction.” Biting the Error, p. 8.

2 Cixous, Helene. “The School of the Dead.” Three Steps on the Ladder of Writing. New York: Columbia University Press, 1993, p. 12.
3 Katy Acker, “The Killers”, Biting the Error, 18.

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