lunes, septiembre 03, 2012

La novela descompuesta (Diario Milenio/Opinión 03/09/12)


Compartir un problema suele ser, nos dicen, el primer paso para resolverlo. Dejar el territorio de la monomanía y abrirse a la opinión de los demás ha de darle confianza al rehén del entuerto y mostrarle caminos, salidas, ventanas luminosas que en su ensimismamiento no conseguía ver. ¿Pero qué pasa si el problema es en tal modo hondo y churrigueresco que sólo abre su sésamo delante de los ojos del titular, y de hecho repele las intrusiones como lo haría un halcón al cuidado del nido? ¿Y qué sucede si, además de intrincado, el problema supone un flujo díscolo y placentero de temores, recuerdos, luces, sombras, ocurrencias, hallazgos, anagnórisis? En resumen, ¿qué pasa si me gusta mi conflicto y no me da la gana compartirlo?
Si escribir es meterse en problemas, la idea de sentarse a hacer una novela parece una calamidad irresoluble para quien ya lo intenta y siente naufragar a sus constantes en un mar de variables indecibles. Se empieza remedando a la realidad y acaba uno peleando por sustituirla. Un proceso muy fértil en lo que toca a monstruos y demonios, entre otros ejemplares de la fauna íntima a los que es necesario domeñar y amaestrar, o en su caso lanzarse a tasajear, según diga el instinto. Sería un gran alivio para el gladiador enfrentarse a las fauces del león hambreado con siete centuriones de refuerzo, pero debe entender que coliseo y rastro no son la misma cosa. Compartir el problema sería renunciar a la épica, y en tanto ello a la lucha. Rendirse ante sí mismo y esperar la clemencia de los presentes.
No he olvidado el alivio que sentí al momento de atravesar las puertas de mi primer taller literario. Algo así, imaginé, experimentarían los asistentes a una terapia colectiva. “No estás solo”, les dirían los otros, uno a uno y de tantas maneras que ya sólo por eso pensarían que, como se dice ahí, resolvieron la mitad del problema. ¿Qué parte del problema, es decir la novela en proceso, se resuelve al momento de sumarse a un taller de novela? Stalin opinaba que la muerte resuelve todos los problemas: si eso es verdad, los tres talleres literarios de los que fugazmente formé parte resolvieron el total del entuerto, pues su sola lectura en voz alta me llevó a acuchillar al malhadado embrión y enterrarlo con todo y expectativas. La novela que había entrado descompuesta salía del taller convertida en chatarra.
Si he de dar mi opinión, en lo que toca a resultados concretos creo nada más que en los talleres de hojalatería y pintura. Vamos, si me dijeran que una cierta novela fue escrita íntegramente bajo la vigilancia de un taller literario, poco o nada se me antojaría leerla. Llámenme puritano, pero esa obscenidad del tramar colectivo me escandaliza tanto como aquellas escenas donde no es ya un torero, sino una pandilla de ellos quienes azuzan a la fiera acorralada. Verdad es que en algunos asuntos abstractos —como el afilamiento del detector de mierda y el consejo de sentarse a escribir nada más levantarse de la cama— la asistencia a esos tres santuarios del titubeo valió su peso en oro, tanto como la decisión de no volver.
Entra uno en el aprieto de escribir igual que va y tropieza con el amor. Ni las manos metemos, y una vez que sangramos a medio pavimento y entendemos que nadie va a venir a salvarnos, lo que toca es tragarse el miedo y el orgullo y resolver a solas el desafío. Enfrentar al amor, encarar la novela, ¿qué más salida queda? Tocan huevos, se dice en estos casos. Para escribir cabalmente una historia no basta con pensarla y deducirla; es preciso, además, enfermarse de ella. Odiarla, acariciarla, descartarla, perderla, correr a rescatarla y respirar de pronto con el alivio de un enamorado cuando suena el teléfono y es ella la que llama. Si alguien ha de enterarse, mejor que sea un amigo y no una asamblea. Toda novela es en sí misteriosa y no le gusta que hurguen bajo sus faldas.
Quiero decir, al fin, que quien se ve metido en el entuerto de contar una historia necesita sin duda de un taller, pero éste debe ser lo suficientemente grande y auspicioso para pasar en él 24 horas diarias. ¿Hay algún novelista que no sepa que su taller es el mundo entero y funciona inclusive mientras duerme? Alguna vez conduje un taller literario y al final me quedó la impresión de ejercer como espurio terapeuta. ¿Sirven, pues, los talleres literarios? Seguramente sí, pero algunos no servimos para ellos.

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