Años antes de desaparecer en el aire,
Amelia, usted escribió una carta que, de haber sido respetados sus deseos, yo
no debí leer el 24 de julio del 2012, justo 115 años después de su nacimiento,
en Achison, Kansas. Hablo de la famosa carta que usted escribió e hizo llegar a
su prometido la mañana misma de su matrimonio. “No interfiramos en el trabajo o
la diversión del otro”, le pedía en el cuarto párrafo de esta carta breve pero
explosiva, “ni dejemos que el mundo vea nuestras alegrías o nuestros desacuerdos”.
Heme aquí, Amelia, todos estos años después, interfiriendo. Heme aquí,
justificando mi interferencia de la manera más alevosa y, acaso, la más
desfachatada, al decir que lo hago nada más de gusto. Por gusto. Nunca he
dejado de hacer las cosas nada más que por eso.
A veces es bueno desaparecer en el
aire, Amelia. A veces es bueno ahorrarse la constatación de que las cosas no
solo no cambiaron sino de que se pusieron, ¿cómo decirlo?, peor. Mire usted.
Luego de las luchas feministas de los 70, años en que las ideas que se
transparentan en su carta de la reticencia matrimonial fueron diseminadas y
discutidas a lo largo y ancho del globo, las cosas regresaron a un impasse más
bien conservador. Hay ciclos sociales, se entiende, ciertos ritmos de
liberación y represión que cubren lo que damos en llamar “las épocas”. ¿Se
habría imaginado usted, con su apego al trabajo propio y la libertad del aire,
que hacia fines del XX e inicios del XXI sus reclamos ante el carácter
medieval, sino es que totalmente ficticio, de cualquier tipo de fidelidad de
pareja, serían tan válidos como en 1931?
Tal vez debería empezar por
explicarle que, dominados por un discurso terapéutico que abarca tanto el
terreno del cuerpo como de la mente, las sociedades contemporáneas hablan cada
vez con mayor frecuencia de la vida en pareja como de un trabajo, es decir, de
un trabajo deseable. Lejos de los arengas que
exaltaban la pasión, el amor loco, o la experimentación emocional y/o sexual,
el mainstream ha argumentado ya por años que las relaciones estables, ya de
orden hetero u homosexual, se construyen con base en la fidelidad y el respeto
y, luego entonces, producen la evidencia de mayor éxito: su duración. Se trata
de lo que los sociólogos de la familia han denominado como la pareja filial
(acompañantes) o, que en términos económicos, se conoce como la sociedad
anónima. La exaltación a la familia nuclear de los 50s ha dado lugar a la
exaltación a la pareja de dos, y los valores subyacentes, aunque edulcorados
con ciertos términos prestados del New Age, en realidad siguen siendo más o
menos los mismos. Hay lugares para lo femenino y lo masculino; existe la
preponderancia de lo emocional sobre la creatividad personal; se valora la
continuidad sobre lo discontinuo. Pocos de los documentos sobre las vidas
privadas de mi época aceptarían abiertamente lo obvio: “…si fuéramos honestos
podríamos evitar los problemas que pudieran surgir si llegáramos a
interesáramos profundamente (o de manera momentánea) en alguien más”. La
delicadeza en su uso del subjuntivo, Amelia, me subyuga.
Redactada en 1931, para más señas a
inicios de febrero, su carta es, aún 81 años después, uno de esos documentos
frescos y críticos que no dejan de articularse felizmente con distintos
tiempos. “Querido GPP”, empezaba usted, amable y hermética a un tiempo. “Hay
cosas que deben quedar por escrito —cosas de las que hemos hablado ya— la
mayoría de ellas”. Después de cinco rechazos, GPP debió haber estado al tanto
que usted, Amelia, le tenía cierta aversión al matrimonio. No la movían, eso
hasta a mí me queda claro en esta lectura indiscreta de su misiva, cuestiones
de las así llamadas sentimentales (la posibilidad de un eventual fracaso, la
existencia o no del amor, el hecho de que el fueron-felices-para-siempre
pudiera ser un espejismo, o cierta incapacidad ante el compromiso) sino, sobre
todo, las consideraciones respecto al riesgo en que ponía el futuro de su
trabajo (“que es lo más importante para mí”) con una decisión como ésta. Alerta
y honesta consigo mismo y con su época, usted no podía dejar de ver que
casarse, o que vivir con otro, más específicamente en pareja, toma un tiempo
que, bien mirado, se le quita a otros proyectos de tipo personal que pueden
tener igual o más relevancia que el trabajo de vivir con otro. ¡Bienvenida a mi
época!
Pero no solo era eso, ¿verdad,
Amelia? Estaba esa otra cosa. Esa necesidad, aceptada y asumida en su caso, de
que siempre hace falta otro lugar: ese refugio privado y personal y propio; ese
espacio intransferible. El lugar a donde uno va, en las felices ocasiones en
que esto es posible, de la mano de nadie más. Usted lo dijo así: “Voy a tener
que conservar un lugar donde pueda ser yo misma de vez en cuando porque no
puedo garantizar que en todo momento pueda soportar el confinamiento de una
jaula por muy atractiva que sea”.
Debí haber empezado esta carta con el
“Querida Amelia Earhardt” que tantas veces adornó la correspondencia de sus
fans, querida piloto de artefactos voladores no identificados. Debí haber
anotado, sin más: “Yo también soy de las que desaparece en el aire”. Y, ahora
mismo, debería concluir estas notas con el consabido “Queda de usted”. Pero no
quedo de usted, Amelia. Sé que sabrá entenderlo. Quedo, eso sí, de la emoción
de saber que esto que escapa al discurso de la época —que esta exploración
lúdica y amorosa con el uno mismo en relación a los otros al que a veces denominamos
como “vida alternativa”— tiene una genealogía locuaz y, con toda seguridad, un
futuro insensato. ¡Los cielos que nos falta por surcar!
Es verano, Amelia, y llueve.
P.D. Aunque la persona que
transcribió su carta hizo caso omiso del error mecanográfico que transforma lo
“medieval” en “midaevil” cuando califica al código de fidelidad que domina las
relaciones de pareja, yo prefiero ese otro término suyo tan personal y tan
azarosamente acertado que nos aproxima a lo diabólico (evil) cuando se trata de
fingir, de conformidad a las ideas conservadoras del momento, con lo que no se
es. m
El
original de la carta se puede consultar aquí: http://www.lettersofnote.com/2010/04/you-must-know-again-my-reluctance-to.html
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