México:
creo en mí.
Jaime López
Jaime López
Y bien: llegamos
al mañana. Lo imaginamos tanto que parecerá raro de cualquier manera. Sobre
todo si nadie se tomó la molestia de imaginar con calma el ayer. Cree uno que
lo recuerda solamente porque ya lo vivió, o porque algo leyó, o quizá le han
contado. ¿Qué va a pasar si a partir de mañana —es decir, desde hoy— no hacemos
mejor cosa que volver a la zona más turbia del ayer? A veces, el temor al
porvenir se alimenta de la escasa confianza que cada uno tiene en sí mismo.
Nada muy diferente al miedo de los años escolares, cuando aquel bravucón
amenazaba con partirte la cara y no te imaginabas capaz de impedírselo.
Un par de días atrás, caí por
accidente en una hemeroteca. Encima de un atril había treinta ejemplares
encuadernados del hoy difunto El Heraldo de México, fechados del principio al fin de
junio de 2000. Un pasado no exactamente remoto al que uno juraría recordar con
total vividez, y sin embargo arcaico, a juzgar por las páginas de aquel
periódico que tal vez como pocos retrata aquellos tiempos cuya vuelta hoy se
teme igual que a un huracán. Un pasado, no obstante, a estas alturas
inimaginable.
No recuerdo haber leído alguna
vez dos líneas de El Heraldo con
tamaña fruición. Solía éste ser un diario tendencioso y ultramontano, entre
cuyos fervientes opinadores bien podía disputarse la medalla al Paleto del Año,
y en aquellos momentos —vísperas inmediatas de la elección que echó al PRI de
Los Pinos— subyacía en sus páginas la histeria galopante de quien se mira cerca
de su extinción. Un frenesí, no obstante, atemperado por el servilismo en boga.
Causa gran extrañeza y un poquito de horror ubicarse de vuelta en aquel pacto
tácito de sometimiento, donde un gran candidato irremediable reinaba entre una
gran masa de eunucos.
Cuesta trabajo
creer que un editorialista empleara la palabra “mongol” para tachar de torpe a
un adversario, pero eso es todavía poca cosa si se compara con los editoriales
de diversos periódicos a principios de los años ochenta, cuando los escribanos
competían por prodigar elogios enmielados a la hija cantante del presidente en
turno, e incluso agradecían y se congratulaban de que esa voz a todas luces
angelical nos regalara con aquellas canciones sin duda inmerecidas por los
simples mortales. ¿Y quién sería el valiente que osara criticar sus canturreos,
o siquiera la música de acompañamiento, allí donde imperaba la lambisconería
preventiva, cuando no trepadora?
Hace meses que se
habla de un pasado que muy pocos recuerdan o quieren recordar, de manera que es
fácil deformarlo, atenuarlo o maquillarlo para que luzca tal como a uno le
convenga. Basta, no obstante, un periódico viejo para advertir lo lejos que
está ese México de costumbres tiránicas al que una mayoría susurrante reconocía
en privado como una cleptocracia nada disimulada. Han pasado doce años desde
que le partimos la cara al bravucón, ¿cuántos más deberán transcurrir antes de
que acabemos de perderle el miedo?
Con odiosa
frecuencia se discute si el nuevo PRI es el mismo que el antiguo, cuando lo
único claro es que el país es otro; tanto así que el pasado se nos ha vuelto ya
inimaginable. De hecho, los ciudadanos —que no “el pueblo”: esa entelequia
siempre redituable— hemos aventajado a los partidos al extremo de hacerlos ver
caducos y ridículos como sus lemas, íconos y encomios. Todo lo cual es aún más
evidente si en lugar de extraviarse en futurismos hojea uno un par de
periódicos viejos. ¿Cómo creen los miedosos del presente que podríamos retornar
al pasado, colgarnos el cencerro y callarnos la boca, cual si tocara el turno
de ser de nuevo menores de edad?
Es muy fácil
decir que los otros —nunca uno— están anclados en el siglo pasado, si se trata
de dar peso y substancia a un argumento por sí mismo ingrávido, porque al fin
la pereza de los más garantiza su aceptación implícita. No hay juicio más
seguro que aquél que todos quieren escuchar, aunque de nada sirva ya en la
práctica. ¿Viene la dictadura? ¿Nos van a silenciar? ¿Y eso quién, cómo, dónde
va a conseguirlo? Nunca he confiado mucho en el poder, pero al cabo uno aprende
a confiar en sí mismo. Aquellos a los que antes se temía son quien hoy día nos
temen, y hacen bien. Vale más que se esmeren, pues no somos iguales a ese
pasado que sobrevive en las hemerotecas, por si alguien siente el morbo y
quisiera enterarse.
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