martes, julio 10, 2012

La mejor parte del mejor trato (Diario Milenio/Opinión 10/07/12)


Tengo la impresión de que fue en un libro de Henry Miller que leí por primera vez una frase que se comentaba mucho en casa: no aceptes nunca la mejor parte de un mal trato. Eso, con sus variantes respectivas y sus norteños acentos, decía mi padre o pregonaba mi madre a la menor provocación, en cualquier sobremesa. Ninguno, que yo supiera, había leído a Miller, pero se trataba de cuestionar el oropel con que vienen a veces los triunfos fáciles, las derrotas disfrazadas. El famoso gato por liebre. ¿Andar con el hombre que te trata bien pero al que no amas?, eso era ejemplo de la mejor parte de un pésimo trato. ¿Aceptar una beca jugosa en una universidad a la que no te llevaba ni el interés crítico ni el corazón?, mal trato absolutamente. ¿Aceptar el oropel de una democracia a la que la alientan, y esto de raíz, la corrupción y la impunidad?, el peor de los tratos posibles, en efecto.

Como siempre he creído, junto con tantos críticos de cepa, que, justo como el capital, el Estado es una relación (Marx dixit) y no una serie de instituciones establecidas e inamovibles, me parece obvio que a cada iniciativa, ya sea popular o del Estado, le corresponda una reacción viva y, de ser posible, intensa y apasionada. Así se arma el diálogo tenso, volátil, crítico que nos define como partícipes de una relación social. En efecto, para contestar la pregunta de FB: todos estamos en una relación con ese otro que son los otros. En efecto, nuestra situación es, luego entonces y de suyo, complicada. El así llamado orden establecido, que a muchos les parece la regla y no la excepción, a mí me ha parecido, luego de años de revisar y explorar la historia nacional desde abajo, es decir, desde las experiencias de los menos favorecidos por el estado imperante de las cosas, la excepción y no la regla. Si uno lee la historia de México desde sus puntos más débiles —el de los locos, ejemplo— es fácil darse cuenta de algo que ya decía Benjamin hace muchos años: la historia es un estado de emergencia constante. El conflicto es la regla. La lucha, de clases y más, es la regla.

Digo todo esto porque, como tantos otros, sigo con expectación y, sí, con gusto, las actividades que organizan los jóvenes en México durante estos tensos y muy discutidos días poselectorales. Me queda claro que, a esos furibundos jóvenes mexicanos no les disgusta tanto el resultado de la elección (el triunfo del candidato del PRI y de Televisa) como el proceso a través del cual se gestó un proceso electoral inequitativo y plagado de trampas desde años atrás. Están enojados, pues, y con justa razón. Como ellos no crecieron bajo el yugo de un régimen para el cual no contaban los ciudadanos, ni mucho menos sus votos (en las elecciones federales de 1976, para no ir más lejos, el único candidato era el candidato oficial: López Portillo: http://es.wikipedia.org/wiki/Elecciones_federales_de_México_de_1976), les parece evidente, por no decir que justo, que en un ejercicio de verdadera democracia se recuenten los votos, cosa que se ha hecho ya. Así, en largas jornadas —cuyas huellas, como migajas, van dejando en Twitter— llenan las calles en manifestaciones multitudinaria recuperando así, de esa forma festiva y vociferante, el espacio público. Y yo prefiero eso mil veces al dominio que han ejercido sobre el mismo, y siguen ejerciendo de manera más visible en ciertas zonas del norte del país, el narco y la guerra calderonista que sólo ha dejado cabezas y manos y sangre regados por todos lados.

No sólo pongo atención a las expresiones de desacuerdo más visibles y más colectivas de los jóvenes mexicanos de hoy. También leo, con igual expectación y más gusto, a los que empiezan a organizar colectivos de lectura con base en las bibliotecas gratuitas que ellos mismos han vuelto accesibles a través de #bibliotuit. Me entero de las que organizan talleres de dibujo o escritura en lugares que están más allá de Cuautitlán (EHuertadixit). Estoy de acuerdo con los que insisten una y otra vez, otra vez y una (de otra manera no sería insistir) en que todo verdadero cambio inicia en el coto privado de nuestras decisiones más íntimas. Y me parece, porque creo que el Estado es una relación y no una serie de instituciones establecidas e inamovibles, que ese es el tipo de sociedad que nos merecemos: alerta, crítica, dinámica, propositiva. Esto apenas empieza, eso se dice, y ojalá sea así.

Mientras que los adultos acostumbrados a obedecer, o ya para siempre derrotados por el fracaso o la comodidad, o a los que animan intereses más oscuros y complicidades más viejas, se conforman con la mejor parte de un mal trato, adulando a una “democracia” a la que entrecomillan con toda justicia el escandaloso ejercicio de la corrupción y el mal uso de los recursos públicos; los jóvenes, hoy por hoy el verdadero tesoro de esta nación, hacen bien en reclamar la mejor parte del mejor trato posible: un estado de derecho en el que el primer derecho sea cuestionar al Estado y el estado de cosas imperantes.

No es necesario acudir a manuales de radicalidad y ni siquiera leer a Miller para saber, como se decía tantas veces en casa a la menor provocación, que nunca es una buena idea aceptar la peor parte de lo que aparenta ser un buen trato. Mejor aún: propongamos las bases de ese trato que es la relación en la que todos estamos juntos y a la que llamamos, por algo ha de ser, Estado. De eso, y no de otra cosa, se trata vivir en sociedad y tener, claro está, una relación.

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