martes, julio 10, 2012

De hocico al cielo (Diario Milenio/Opinión 09/07/12)


Teóricamente es él quien no me entiende. Desde muy niño escucho a los demás decir que pertenezco a la única especie inteligente. Hay que ver, sin embargo, las que pasa mi can para hacerme entender lo elemental. Impedido para decir, escribir o precisar sus necesidades, menos aún sus antojos u ocurrencias, no tiene más recurso que la paciencia. Si yo fuera él, ya habría hecho un escándalo. Gruñiría, ladraría, a saber si no acabaría por morder a quien me hiciera lo que yo le hago a él. O en fin, lo que no le hago.

¿Qué habría hecho hace años, por ejemplo, si mis padres se hubieran ausentado por la mañana entera sin tener la bondad de darme el desayuno? ¿Qué tanto diría un niño si se viera encerrado y hambriento y no tuviera acceso al refrigerador? ¿Y un adulto? Por qué eso es lo que es él, un adulto privado de voz y voto. Pero jamás me gruñe, y al contrario. He regresado al fin de un desayuno largo y él me recibe con carreras y saltos. Diría incluso que está demasiado obsequioso. Un minuto más tarde, pongo un pie en la cocina y me topo de frente con su opinión: un gran charco amarillo a las puertas del refri.

La paciencia de Boris merecería un altar. Ha resistido toda suerte de coerciones destinadas a hacerlo recular en esa mala maña de orinar la cocina. Y no es que no le importe, si ya mismo ha corrido a esconderse para eludir probables consecuencias, pero él es firme en ciertos gestos simbólicos. Si lo abandona uno sin dejarle su brunch, o si se ausenta por demasiadas horas, el líquido reclamo aparece en sitio que el can ha decidido habilitar como ventanilla de quejas.

Ya imagino su justa indignación. “¿Cuántas veces me relamí los bigotes en tu mera cara?”, me quejaría yo si fuera él. “¿Qué más tengo que hacer para que entiendas que me retuerzo de hambre?”, me desesperaría. “¿Naciste así de imbécil o te fuiste esmerando en el camino?”, me ensañaría al fin. Sólo que entonces dejaría de ser perro y volvería a ejercer mi humana mezquindad.

Trato de razonar: si Boris accediera a mi exigencia y dejara de autografiarnos la cocina, ¿cómo protestaría contra los abandonos y negligencias? ¿No es verdad, así visto, que ese gesto apestoso parece menos una mera rabieta que un principio de suyo irrenunciable? Llámenle conveniencia, dignidad, derecho, cuestión práctica, el punto es que no hay ser inteligente que soporte o tolere ser silenciado. En eso sí que Boris no negocia. De hecho finge demencia. Si hablara, diría “hazle como quieras”.

Cierto es que, si le explican, sabe hacer excepciones. Puedo volver a casa con el alba y encontrar la cocina perfectamente seca, si es que antes de salir me senté junto a él y le pedí que me tuviera paciencia. Eso puede entenderlo, pero no que lo ignore o lo trate, como suele decirse, a lo pendejo. Podría gruñir, ladrar, corretear y agredir, como a menudo hacemos los autodenominados animales racionales. Pero entonces se buscaría problemas, perdería mi confianza y quién sabe si incluso mi cariño. Pues si el suyo tampoco es negociable, lo probable es que el mío peque de voluble. Uno es toda su vida, ellos sólo son parte de la de uno. Será por eso que les toca ser prudentes.

Sin palabras, menos aún argumentos, Boris ha conquistado numerosos derechos, como el de un menú no sólo nutritivo sino además sabroso, mediante numerosas huelgas de hambre express. Por no hablar del derecho a monopolizar tres cuartas partes de la cabina del coche. O el de ya no quedarse sin comer sólo porque el alcaide es un irresponsable. “Si al fin lo he secuestrado de por vida”, me recrimino al tiempo que caliento el arroz con pollito que habrá de acompañar a sus croquetas, “tendría que tratarlo como se merece”. Y verdad es que a esta última reflexión he llegado conducido por él, que en teoría es el cerebro débil.

Boris pesa 55 kilos y tiene el cráneo más grande que el mío. Hoy que al fin renuncié a la prerrogativa de reprenderlo por mearse delante del refrigerador, entiendo y doy por hecho que tal gesto es no sólo una legítima vía de expresión, sino además demanda una disculpa y la correspondiente reparación del daño. Si seguimos así, tal vez un día Boris termine de educarme y me quite la maña de quejarme con gritos, patadas o sarcasmos cuando es más que bastante con un solo mensaje, expresado con toda civilidad. No es un proceso rápido, eso sí, pero él es muy paciente con los que somos lentos de entendederas.

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