Debatir es batirse, y
quien se bate en duelo asume que perder es verse muerto, herido o deshonrado.
Afortunadamente, se trata de una pérdida metafórica. Digamos que una muerte debatible. Si al
final del debate he visto a un candidato echar bala a los otros con furia y
puntería, me veré sorprendido y puede que indignado si alguien viene y me dice
que lo vio perder. “¿Hablas en serio?”, dudaré, magnánimo, como dándole una
oportunidad y al propio tiempo haciéndole saber que eso que sugirió es
inverosímil.
“¿Quién ganó, según tú?”,
contraataca uno, como fingiendo que no toma en serio la risita burlona de su
interlocutor. Acto seguido (debería decir acto perplejo) escucho nada menos que el nombre de
quien primero vi caer difunto en vivo y en alta definición, y harto de esa
risita de suficiencia le replico “¡Ay, no mames!” como quien lanza una granada
de mano, pero ya advierto que a su vez se blinda con una nueva salva de
carcajadas. Cierto es que ni siquiera hemos empezado a debatir, pero ya nos
batimos con ánimo balcánico porque damos por hecho que uno de los dos está loco
o idiota, y por supuesto que ése no soy yo. Es probable que no lleguemos a
pelearnos, pero nos cobraremos las risas y las puyas buscando a otro que esté
de acuerdo con nosotros: “¿Quién crees, según Zutano, que ganó el debate?”.
¿Dodgers, Yanquis, Atléticos? ¿Pelé, Maradona, Messi? ¿Federer, Nadal,
Djokovic? ¿Bulls, Celtics, Lakers?
¿Pumas, Chivas, América?
Lo mejor de estas dudas tan debatibles es que cada uno las resuelve a su gusto;
si los otros opinan diferente no harán más que acendrar su convicción. Y si
entre los rivales cuyas características, al menos en teoría, son sólo
positivas, puede llegarse a desacuerdos irreconciliables, ya se ve que en
materia de políticos las posibilidades son infinitas. Es decir que si uno,
ciudadano común, tiene por fuerza algún apéndice trasero susceptible de ser
pisoteado, quien participa del enjuague partidista, y en tanto eso pelea por el
poder, esconderá por fuerza una cola más larga que el velo de una novia nueva
rica.
Puede que sea por eso que la
tentación de asistir a un gran debate puede más que el desánimo imperante. El
espectáculo de los tres candidatos pisándose las colas entre sí, perseguidos
por otro más pequeño que es todo él una cola, puede ser una lucha apasionante
donde no hay distinción entre rudos y técnicos,
pues nadie está de acuerdo en cuál es cual y todos nos reímos del que piensa
distinto. ¿Qué le pasa a ese güey? ¿Qué le picó a esta loca? ¿Cómo se atreven a
mirarme así, cuando es obvio que los necios son ellos?
Es frecuente que en los concursos
de belleza menudeen las inconformidades, en especial entre los familiares de
las perdedoras. Hermanos, padres, novio, amigos, primos: ninguno puede creer
que semejante flaca patizamba le ganara a la Chapis, quien ya desde niñita pintaba para Miss Universe. Por
su parte, la tribu de la ganadora respira con alivio bienhechor porque están
bien seguros de que se hizo justicia, cómo iba esa pelada cachetona a ser más
linda que la top-model de
la familia. Y lo cierto es que todos tienen razón, de acuerdo a lo que vieron,
pues también es verdad que cada uno vio el concurso que quiso. ¿Qué clase de
traidor haría otra cosa? ¿Conoce alguien a una madre imparcial?
Para bien de estas líneas, quien
las escribe se halla bien lejos de verse encariñado con ninguno de los 3.1
candidatos a la presidencia. Es más, no tengo idea de quién ganó el debate.
¿Gana el más agresivo, el más taimado, el más disimulado, el más ecuánime...?
Puede que lo haya visto sólo por no perderme un eventual knock-out en el
último asalto. Desde entonces asisto a tantos debates en torno a aquel debate
que ya entendí el concepto: a falta de visitas a la lona, el veredicto se hace
configurable al gusto del usuario. Si todavía hubiera caballerosidad, a la
pregunta de quién ganó el debate debería seguir una sola respuesta: ¡Quien usted guste, no faltaba
más!
Para suerte de todos, ninguno de los candidatos a Miss President resulta coronado al final de un debate, como tampoco vamos a un hospital psiquiátrico por diferir en nuestros veredictos. Se trata de acabar todos contentos, aunque ya sospechando que dos tercios del mundo perdieron la razón. Ven visiones, reviven a los muertos. Y por si fuera poco se carcajean de mí. Pobrecitos, necesitan ayuda.
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