Para
Karen, Oriana, Ari, Juan Carlos,
Erika, Lucrecia, Ana, Marina y Gaby
Erika, Lucrecia, Ana, Marina y Gaby
En Cartas a Alice cuando empezó a leer a Jane Austen,
la novela epistolar que la neozelandesa Fay Weldon publicara en 1984, le
recomienda a una sobrina con aspiraciones de convertirse en escritora (la Alice
del título) que se lo pensara muy bien antes de dar sus manuscritos a leer a
ojos ajenos. A final de cuentas, así iba el argumento, la única palabra que
realmente contaba era la del editor —quien decidiría si apostaba o no por un
texto por razones que bien podían ser literarias o de otro tipo. Todo lo demás,
decía la autora y tía, no pasaba de ser o bienintencionado intercambio de ideas
o inútil parloteo entre conocidos.
Es un tanto paradójico repetir
las palabras de Feldon justo cuando comienza un taller, pero lo hago de todas
maneras. No es del todo descabellado recordarnos a todos los participantes que,
cualquier cosa que acabemos por decir en las largas y muy personales sesiones,
poco o nada podrá contra la última palabra: un contrato con una editorial. Mi
intención no es invalidar el intercambio de ideas, sino invitarnos a poner los
pies sobre la tierra: lo que estamos haciendo ahí, todos juntos alrededor de
una mesa, es comentar de manera detallada y consciente, de manera rigurosa y
civil, ciertas interpretaciones de lectura. Nada más. Pero tampoco nada menos.
La verdadera estrella de un
taller literario no es la escritura sino la lectura. Volver explícito el papel
del lector, su función como generador de texto, es tal vez el elemento más
relevante y productivo de un taller. No es del todo raro que los que escriben
suelen no ver claramente la serie de decisiones que han tomado respecto y con
el lenguaje para producir una experiencia única en el lector. Ya sea porque se
inscriben en tradiciones literarias con apariencia de ser universales o únicas,
o ya porque denominan como inspiración u oficio al arduo trabajo de decisión
que conlleva todo proceso creativo, el escritor suele escribir automáticamente.
Lo que un taller hace es, a menudo, enseñar al escritor a ver críticamente lo
que hace mientras toma decisiones en el proceso de escritura.
Por eso es que en la mayoría de
los talleres de escritura que funcionan no sólo se omite la voz del autor del
texto en turno sino también cualquier posibilidad del lector de preguntar
directamente al autor sobre sus intenciones o, en su caso, sobre su acierto o
no como lector. En lo que concierne al verbo tallerear, el autor no está
presente o, incluso, es una función vacía, mientras se comenta su texto. Un
buen lema en estos asuntos es que, si no está en el texto, no existe. Otro buen
lema es: no hay mala lectura o lectura equivocada del texto. Independientemente
del autor o, tal vez con mayor precisión, más allá de ella, la soberanía le
pertenece de entrada al lector que revisa, para volverlas explícitas, las
reglas con las que un texto funciona o no.
Por eso es que suelo iniciar mis
talleres recordándonos a todos que no estamos ahí para decir si algo nos gusta
o no —asunto del todo personal, sino es que hasta metafísico, que de poco o
nada sirve a la escritora. Si algo nos gusta o no, o nos provoca tal o cual
reacción, lo mejor es, sin duda, volver al pasaje en cuestión y, a través del
comentario puntual, hacer visibles tanto para lectores y escritores la serie de
decisiones respecto al lenguaje que funcionan ese escrito. ¿Es una puntuación
entrecortada que en mucho reproduce las emociones de la trama? ¿Es la
repetición de ciertos sonidos que, encadenados con cierto patrón, producen un
ritmo especial de lectura? ¿Es una ausencia total de adjetivos que, al desnudar
al sustantivo, coloca al lector frente a frente con los aspectos más sólidos
del mundo? ¿Es la repetición de un “que” informándonos que estamos escuchando
algo indirectamente, con la voz baja del rumor o el chisme? Antes de utilizar
cualquier juicio de valor (esto es magnífico o débil o espantoso), siempre es
necesario aclarar qué en el lenguaje produce ese efecto en el lector.
Los egos de los escritores y los
aspirantes a convertirse en escritores son legendarios. Tal vez no haya
ejercicio más relevante para ambos en este sentido como re-escribir los textos
que se ofrecen para su revisión y comentario. Después de todo ¿qué lectura es
más radical y cuidadosa que la escritura misma? Limitar los comentarios del
taller a las escrituras intervenidas, y descartar la de los textos
“originales”, nos recuerda que toda escritura es, en realidad, una escritura
intervenida. También nos recuerda que, seamos conscientes de ello o no, siempre
escribimos en colaboración con otros. La escritura no es una práctica aislada
sino una tarea comunal. Comentar la intervención como si fuera “el original”,
tratar de descubrir las reglas de ambos procesos escriturales sin tener del
todo claro qué pertenece a quién, suele recordarnos también que nuestro colega,
el que se sienta a mi lado como mi próximo y mi prójimo, es ante todo un lector
—de libros, sí, pero también de seres, procesos, almas.
No es extraño que los talleres de
este tipo produzcan comunidades equilibradas y lúdicas, deseosas de
experimentar más, y no menos, con todas las herramientas a la mano, o de
inventar, si el caso lo requiriera así, las que están un poco más allá de esa
mano, no del todo visibles aún pero sí ya divisables desde la algarabía del que
descubre y, por descubrir, explora y, por explorar, se pierde. Tengo la
impresión de que es entonces, y sólo entonces, que estamos por fin escribiendo.
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