Los Ángeles, California.
Es la una de la tarde y usted camina por Hollywood Boulevard, sin el mínimo
ánimo de quebrantar las leyes vigentes. Mira a los policías a lo lejos con la
misma atención que le merecen los turistas que miden sus zapatos con las pisadas
de las estrellas de cine. Son parte del paisaje, pero nada más que eso. Tal vez
en otros años, cuando usted escondía o consumía sustancias prohibidas, la
presencia de aquellos uniformes le habría parecido no solamente incómoda sino
espeluznante. Pero hoy le dan igual, porque está demasiado entretenido
fumándose una pipa de cannabis sativa, tan campante.
Ya pasó una semana desde que
usted llegó a aquel consultorio de Venice Beach, donde hubo de llenar un par de
puntillosos cuestionarios en torno al historial de su salud y más tarde
prestarse a ser objeto de un examen médico. Una vez que el doctor soltó el estetoscopio,
usted le habló de estrés, ansiedad y otras calamidades cotidianas, de manera
que no hubo inconveniente en declararle apto para tratarse con terapia
canábica, como tantos pacientes y ciudadanos que acuden a ese mismo consultorio
aquejados incluso por males como el cáncer o el VIH: algo más llevaderos y
menos inquietantes bajo el influjo bienhechor de esa hierba que en otras
latitudes todavía es objeto de guerras truculentas y leyes imbéciles.
“Este certificado te da derecho a
consumir la medicación en la vía pública, aunque a un mínimo de mil pies de
distancia de escuelas, hospitales, parques públicos y atracciones infantiles;
no puedes manejar un automóvil bajo el efecto de la medicación, y si la
transportaras necesitas llevarla en la cajuela”, recitó ante sus ojos —los de
usted, azorados todavía— el administrador, con una suerte de solemnidad
burocrática que desapareció tan pronto terminó con las advertencias. “¡Que
tengas un buen día!”, sonrió al fin, con los ojos saltando entre usted y la playa.
Similar a un diploma rimbombante,
el papel constataba que usted puede comprar mariguana en las tiendas
autorizadas para el efecto y consumirla en todo el estado de California, al
amparo de las leyes vigentes.
Ya con el documento en su poder
—¿hace cuánto que no le daban un diploma?— usted llamó a las puertas de la
discreta tienda, diez cuadras más allá, donde se expende la medicación en toda
suerte de variedades y presentaciones. Nada que no haya hecho cualquier
paciente que dejó el consultorio y en camino a su casa pasó por la farmacia;
nada que ver, no obstante, con las dosis extremas de paranoia que acostumbran
rodear al contacto entre traficante y vicioso, en esas sucursales del infierno
donde el comercio de la medicación está en manos de la delincuencia, por
cortesía de otras leyes asimismo vigentes, si bien nunca imperantes; leyes
prohibicionistas las que ven en el consumidor a un vicioso y ceden su cuidado a
los maleantes.
Justo es decir, para sorpresa de
los desinformados, que desde que volvió de Venice Beach, armado de una bolsa de
papel de estraza que contenía dos botecitos de plástico propiamente foliados y
etiquetados, cada uno con cinco gramos cannabis sativa, usted ha sido un ciudadano
irreprochable. No se ha metido en la vida de nadie, y menos ha asaltado, robado
ni agredido. Por eso, cuando pasa junto a los policías, se atreve a sonreírles
y soltar un saludo pasajero que tal vez, por qué no, les permita saber de su
aliento a petate quemado. Unos pasos más tarde, la sola reflexión en el verbo
“atreverse” le obliga a hacer un alto entre el gentío. No quiere ni pensar en
el precio de semejante osadía bajo el imperio de leyes distintas. Y no quiere
pensar porque ya se está riendo, incontrolablemente.
¿Qué es tan gracioso? Todo. Nada.
No sabe. No le importa. Usted es no más que uno de tantos ciudadanos que tienen
el derecho a carcajearse sin motivo alguno en plena vía pública, con la
conciencia limpia porque no tiene nada que esconder, ni ha dado al interés y la
salud públicos motivo alguno de alarma o desconfianza. Usted es un paciente
bajo control médico y un ciudadano al día con sus trámites, cuyo expediente
está a la vista de las autoridades. Sin en otras latitudes, todavía rehenes de
ese prohibicionismo que ha servido mejor para fabricar y enriquecer maleantes
que otorgar protección a la salud de nadie, esta hierba provoca de repente más
lágrimas que risas, aquí sus carcajadas sólo son infracciones en quien no se
somete al control médico. De modo que por mí ni se preocupe. Si lo miro con
cierta extrañeza, debe de ser por esta admiración según la cual usted viene
directamente del futuro, y por eso se ríe de nosotros. ¿Ya vio a los policías?
Se están riendo, por cierto. Puede que también traigan sus diplomas.
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