Las primeras tres veces
que lo vi, debí hacerlo en cuclillas, y no obstante consciente de mi buena
fortuna porque al menos estaba delante de aquel hombre que hablaba como actor a
una audiencia que parecía en trance. Me recuerdo ahí, de pinta, explicando a una
guapa compañera y secuaz por qué una sola conferencia de Carlos Fuentes tenía
que valer por al menos 50 clases como la que (bostezo) transcurría a esa misma
hora sin nosotros. ¿O es que a alguna otra clase habríamos asistido sonrientes
y en cuclillas, cual si el hombre que hablaba no fuese ya escritor sino
hipnotista?
“Te vas a morir de hambre…”,
suele ser la advertencia que recibe quien a temprana edad amenaza con dedicar
su vida a hacer novelas. Allá enfrente, no obstante, había un novelista
sarcástico, dramático, musical, socarrón o elocuente, según se lo exigiera la
trama del discurso, que amén de estar bien lejos de morirse de hambre por haber
decidido ser lo que era, contaba de la noche en que cenó en París junto a Maria
Callas y le habló como a un mito encarnado. ¿Cómo no constatar en aquel
narrador apasionado que canturreaba un aria de La Traviata e
imitaba una voz de bruja vieja con tal de electrizar la realidad y dar a la
ficción un vuelo enloquecido, que vivir para y de escribir novelas era, más que
posible, necesario?
“Novelista sin novela”, llamó
alguna vez Fuentes a un polemista infortunado, y no pude evitar que el epíteto
me rompiera instantáneamente el corazón. Que es lo que debe hacer un acicate,
si se espera que cumpla con su misión. Durante años, llevé esa espina enterrada
como quien se ha tatuado un alacrán y sabe que no puede morirse sin honrar
cierto viejo compromiso. Cuando al fin la primera novela estuvo lista, me dije
con alivio emocionado que nunca más sería un novelista sin novela y fue como si el mismo autor del acicate
viniera a liberarme de su alcance.
Narrar es dar por hecha la buena
estrella, y fue así que narrando conocí la generosidad reincidente del que
hasta entonces era maestro en la distancia, y con ella uno de esos afectos que
crece en los adentros del discípulo, disfrazado de simple admiración. Habituado
a beberme sus palabras, una vez frente a él restringí cuanto pude las mías, que
en tales circunstancias me parecían poco interesantes, como no fuera para, de
descuido en descuido, interrogarlo. ¿Con qué pluma escribía? ¿En qué papel? ¿A
qué horas? Supongo que entendía que esas dudas eran menos casuales de lo que
aparentaban: lo recuerdo sonriendo complacido ante mi boca abierta cuando citó
la carta que le escribió Camus, y un instante más tarde subrayando con mirada
de pícaro que éste de novelista es el mejor oficio del mundo.
“¿Te gusta mucho el tenis? ¿Vas
al torneo de Wimbledon?”, me disparó una vez, no bien me vio llegar a una cena
directo de un partido de Roger Federer, cargado de papeles con cifras y
estadísticas. Ya con el acicate en su lugar, cubierto de vergüenza narrativa,
le respondí que nunca había estado en Wimbledon. Fue por eso que tres años más
tarde, ya en Londres, a mitad del torneo, le llamé por teléfono. Tenía que
decirle que mi presencia allí era en parte su responsabilidad, con suerte nos
veríamos un rato, si él y Silvia estaban en la ciudad.
Cuando llegué a la cita, las
nueve de la noche, Nadal jugaba el cuarto set contra Del Potro y Carlos Fuentes
aguardaba ya frente una mesa del restaurante La Famiglia. “Silvia está en una
entrevista con Antonio Skármeta, ya no tardan”, sonrió, alzó los hombros y
llenó mi copa de vino. Venía del bar del hotel Mandarin Oriental, donde amén de
probar “el mejor martini de la ciudad” le gustaba sentarse a observar a la
concurrencia, aun si más de uno lo tomaba por loco (esto último lo decía
divertido, como si confesara una fechoría).
No sabría contar de qué tanto
hablaríamos, a lo largo de aquella espera insospechada, pero al cabo de un par
de intensas horas tenía la sensación de haber contado mi vida entera y conocido
tantos pequeños episodios de la suya que aquel narrador mítico a quien solía
mirar en cuclillas me resultaba como nunca entrañable. Desde entonces hasta hoy
lo miro siempre ahí, martini en mano, observando a hurtadillas en un bar
londinense, con los ojos voraces de quien no se perdona una distracción y una
sutil sonrisa socarrona. Es Carlos, mi maestro, ¿cómo iba a confundirlo?
No hay comentarios.:
Publicar un comentario