martes, mayo 22, 2012

El maestro y su martini (Diario Milenio/Opinión 21/05/12)


Las primeras tres veces que lo vi, debí hacerlo en cuclillas, y no obstante consciente de mi buena fortuna porque al menos estaba delante de aquel hombre que hablaba como actor a una audiencia que parecía en trance. Me recuerdo ahí, de pinta, explicando a una guapa compañera y secuaz por qué una sola conferencia de Carlos Fuentes tenía que valer por al menos 50 clases como la que (bostezo) transcurría a esa misma hora sin nosotros. ¿O es que a alguna otra clase habríamos asistido sonrientes y en cuclillas, cual si el hombre que hablaba no fuese ya escritor sino hipnotista?

“Te vas a morir de hambre…”, suele ser la advertencia que recibe quien a temprana edad amenaza con dedicar su vida a hacer novelas. Allá enfrente, no obstante, había un novelista sarcástico, dramático, musical, socarrón o elocuente, según se lo exigiera la trama del discurso, que amén de estar bien lejos de morirse de hambre por haber decidido ser lo que era, contaba de la noche en que cenó en París junto a Maria Callas y le habló como a un mito encarnado. ¿Cómo no constatar en aquel narrador apasionado que canturreaba un aria de La Traviata e imitaba una voz de bruja vieja con tal de electrizar la realidad y dar a la ficción un vuelo enloquecido, que vivir para y de escribir novelas era, más que posible, necesario?

“Novelista sin novela”, llamó alguna vez Fuentes a un polemista infortunado, y no pude evitar que el epíteto me rompiera instantáneamente el corazón. Que es lo que debe hacer un acicate, si se espera que cumpla con su misión. Durante años, llevé esa espina enterrada como quien se ha tatuado un alacrán y sabe que no puede morirse sin honrar cierto viejo compromiso. Cuando al fin la primera novela estuvo lista, me dije con alivio emocionado que nunca más sería un novelista sin novela y fue como si el mismo autor del acicate viniera a liberarme de su alcance.

Narrar es dar por hecha la buena estrella, y fue así que narrando conocí la generosidad reincidente del que hasta entonces era maestro en la distancia, y con ella uno de esos afectos que crece en los adentros del discípulo, disfrazado de simple admiración. Habituado a beberme sus palabras, una vez frente a él restringí cuanto pude las mías, que en tales circunstancias me parecían poco interesantes, como no fuera para, de descuido en descuido, interrogarlo. ¿Con qué pluma escribía? ¿En qué papel? ¿A qué horas? Supongo que entendía que esas dudas eran menos casuales de lo que aparentaban: lo recuerdo sonriendo complacido ante mi boca abierta cuando citó la carta que le escribió Camus, y un instante más tarde subrayando con mirada de pícaro que éste de novelista es el mejor oficio del mundo.

“¿Te gusta mucho el tenis? ¿Vas al torneo de Wimbledon?”, me disparó una vez, no bien me vio llegar a una cena directo de un partido de Roger Federer, cargado de papeles con cifras y estadísticas. Ya con el acicate en su lugar, cubierto de vergüenza narrativa, le respondí que nunca había estado en Wimbledon. Fue por eso que tres años más tarde, ya en Londres, a mitad del torneo, le llamé por teléfono. Tenía que decirle que mi presencia allí era en parte su responsabilidad, con suerte nos veríamos un rato, si él y Silvia estaban en la ciudad.

Cuando llegué a la cita, las nueve de la noche, Nadal jugaba el cuarto set contra Del Potro y Carlos Fuentes aguardaba ya frente una mesa del restaurante La Famiglia. “Silvia está en una entrevista con Antonio Skármeta, ya no tardan”, sonrió, alzó los hombros y llenó mi copa de vino. Venía del bar del hotel Mandarin Oriental, donde amén de probar “el mejor martini de la ciudad” le gustaba sentarse a observar a la concurrencia, aun si más de uno lo tomaba por loco (esto último lo decía divertido, como si confesara una fechoría).

No sabría contar de qué tanto hablaríamos, a lo largo de aquella espera insospechada, pero al cabo de un par de intensas horas tenía la sensación de haber contado mi vida entera y conocido tantos pequeños episodios de la suya que aquel narrador mítico a quien solía mirar en cuclillas me resultaba como nunca entrañable. Desde entonces hasta hoy lo miro siempre ahí, martini en mano, observando a hurtadillas en un bar londinense, con los ojos voraces de quien no se perdona una distracción y una sutil sonrisa socarrona. Es Carlos, mi maestro, ¿cómo iba a confundirlo?

No hay comentarios.: