martes, mayo 01, 2012

¡Abajo nosotros! (Diario Milenio/Opinión 30/04/12)


Eran las once de la mañana de un lunes inusual cuando Andrés Carrión Álvarez llegó a la Plaza Antonio Maceo, armado de una botella de agua y algunos caramelos, resuelto a perpetrar el atentado. Varias horas más tarde, Benedicto XVI oficiaría una misa para la población de Santiago de Cuba, recién limpia de todos esos disidentes de iniciativa pronta y boca floja que permanecerían oportunamente guardados mientras durase la visita papal. ¿Todos, dije? ¿Cómo puede saberse, ahí donde subsisten índices truculentos de orejas y dedos por metro cuadrado y rara vez se sabe de un alambre sin pájaros, quién repite consignas por convicción, quién por puro interés, quién nada más por miedo? Imposible evitar que aquella tarde, a finales de marzo pasado, en la cabeza del osado Carrión pesara más la realidad que el miedo.

Veinte minutos antes de las seis de la tarde, agotados el agua y los caramelos, un hombre que nunca antes se había distinguido como disidente saltó una de las vallas de seguridad, corrió hasta verse al frente del altar y gritó a pulmón pleno “¡Abajo el comunismo! ¡Abajo la dictadura! ¡Libertad para el pueblo de Cuba!”. Reducido en no más de diez segundos por los raudos agentes de seguridad, el gritón agalludo fue sacado hacia el backstage, donde ya lo aguardaban dos tipos indignados y entusiastas, listos para cobrarle a golpes la osadía...

Si han de prestarse oídos a la narración del corresponsal de RCN Colombia, Andrés Carrión “fue golpeado por algunos de los presentes, algunos de los habitantes comunes y corrientes que no estaban de acuerdo con esa arenga que gritó”. La imagen, sin embargo, cuenta otra historia. Ya fuera que el corresponsal de RCN se viera intimidado por los supervisores locales o se inclinase por autolimitarse, en la pantalla vemos que quien con más enjundia castiga al disidente no es cualquier ciudadano, sino un camillero de la Cruz Roja, que está allí destacado para socorrer a quien se ofrezca, en un área de por sí inaccesible a los “habitantes comunes y corrientes”. Y he aquí que el camillero no se conforma con abofetear a Carrión, pues aún corre tras él y se permite sorrajarle en la espalda un camillazo. La escena sería cómica, si no fuera patética: un camillero vestido de blanco, la cruz roja en el pecho, apaleando a un usuario de la libre expresión, sujeto e impedido de responder.

Andrés Carrión salió del calabozo veinte días más tarde. Ya era una celebridad universal, de modo que en la cárcel no hubo quien le pegara. Lo dejaron salir con varias condiciones, como las de no dar una sola entrevista ni reunirse con miembros de la disidencia. Bastante sorprendido estaba con el hecho de haber sobrevivido a su temeridad para dejarse ya intimidar por la amenaza de un nuevo encierro. Si bien nadie en la plaza lo había secundado, era tarde para meter reversa. Arrestado de nuevo y liberado pocas horas después, no ha parado Carrión de disfrutar el raro privilegio de no temer más a los apparatchiks, y es por eso que sabemos su historia. Si otros en torno suyo hablan con señas y medias palabras, él ya no tiene nada que ocultar. Su trabajo es sacarle canas verdes al poder.

Cierto es que la frase “abajo el comunismo” no está del todo sola. Otros, hasta el día de hoy con mejor suerte, no lo piensan dos veces cuando miran pasar a las damas de blanco y se lanzan en grupo a gritarles injurias. Una de ellas, por cierto, en boga últimamente y sin duda anterior al grito de Carrión. No se trata de una consigna aislada, ni quizás espontánea, si se sabe que en esos actos de repudio, burdamente orquestados desde el poder, la frase salta en boca de uno y otro exaltado repudiador: “¡Abajo los derechos humanos!”. O lo que es lo mismo: ¡Abajo yo!

El camillero no lo dice en el video, pero en sus golpes no hay lugar a duda. El infeliz está que escupe bilis contra esa mariconería de los derechos humanos, tanto que ya se lanza a hacer de la camilla un arma contundente y le da igual que todos puedan verlo. Hoy se cuenta que el camillero fue despedido días después, acaso consternado por haber hecho a sus santos patrones el muy flaco favor de salpicarles el altar histórico. Y es que la suerte suele ser ingrata para esos oficiosos que renuncian al yo en nombre de un nosotros que no los incluye.

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