martes, abril 10, 2012

¿A qué debo el horror? (Diario Milenio/Opinión 09/04/12)

Ser mujer en la Franja de Gaza es vivir acechada por el deshonor: un monstruo más temible que la muerte.

Hay palabras pesadas de por sí, cuya mera mención en términos formales enrarece el ambiente. O será que a unos cuantos así nos lo parece, cuando el grave vocablo flota ya en el aire y nos invade una incomodidad entre intimidatoria y bochornosa, pues tememos que entrar en la clave solemne nos hará ver ridículos e impostados. Algo así me sucede con la palabra honor. Como no sirva para un buen sarcasmo, el honor tiene un aire ceremonioso que nos instala en otro nivel de gravedad, donde cuanto se dice lleva su propio eco retumbante. A todo esto, ninguno coincidimos en el significado de una palabra así de subjetiva, pero en casos como estos es lo que se pretende. Hay palabras que amafian, y de pronto ésta es de ésas.

Abundan quienes citan al honor con las más constructivas intenciones, mas para sopesarlo en su justa medida basta con acudir a su siniestro antónimo. Pues donde no hay honor, hay deshonor: término incomparablemente rico en tonelaje. Si los pollos de granja matan a picotazos a sus iguales nada más porque tienen las plumas oscuras, algo no muy distinto se urgen a realizar quienes asisten al morboso espectáculo del deshonor. Que puede ser cualquiera, si tomamos en cuenta el variopinto espectro de deshonores a la disposición de todos los paletos de este mundo. No sabe uno gran cosa del tema del honor, pero ya entiende que se transforma en horror cada vez que lo llevan a la lavandería.

“Crimen de honor”, llama el código penal en la Franja de Gaza al acto por el cual se lava una vergüenza familiar. Importa poco al juez si es un asesinato despiadado, toda vez que el honor está por delante. Si una mujer es vista por otro hombre distinto a su marido, no sólo éste sino sus demás familiares pueden asesinarla y acogerse después a ese atenuante para estar unos meses en la cárcel (tres años, cuando más) y volver a las calles con la satisfacción del deber cumplido.

Esto último ahora lo sabemos en virtud de la historia recentísima de una mujer de Gaza —“K.K.”, la llama Ana Carbajosa en su escalofriante reportaje para El País— que a los 22 años fue sorprendida por la polícía en compañía de un hombre que no era su primo y marido. Una vez liberada, la mujer regresó a su casa, donde el tío (¿y suegro, quizás?) la obligó a beber de un herbicida hasta hacerla perder la conciencia, tras lo cual la llevó a un hospital, donde arguyó un intento de suicidio. Varias horas más tarde, nada más enterarse de que la envenenada mejoraba, el tío amenazó a doctor y enfermera con una pistola, introdujo el cañón entre los dientes de su sobrina y disparó sin más contemplación.

Para colmo de horrores, cuenta Ana Carbajosa desde Jan Yunis —no exactamente la zona más liberal de Gaza— que en un principio, tras el asesinato, la familia entregó, en lugar del tío, a un hermano enfermo mental para que le imputasen el homicidio. Vista cínicamente, la maniobra implicaba matar un nuevo pájaro con la misma pedrada. Es decir, sacudirse de una segunda vergüenza familiar, sabrá el demonio qué tan estorbosa en un medio propenso al estigma donde la muerte misma no es peor que el deshonor y ser mujer o enfermo mental es vivir al capricho del complejo imperante.

A menudo se nos hace partícipes de lo difícil que ha sido la vida para los honorables pobladores de Gaza desde que viven presos del bloqueo israelí, pero si ya parece complicado meterse en los zapatos del palestino que sobrevive al fuego cruzado entre fanáticos de uno y otro signo, habría que ver quién osa imaginar el infierno que es ser mujer en esas latitudes, y por tanto fatal depositaria y lado flaco del honor familiar: sospechosa de origen y llegado el momento culpable por default.

¿Mas qué puede esperarse del honor, con sus modos pomposos y su moral dos caras y esa manía esdrújula de poner los acentos sobre los abstractos sólo para embriagarnos de su resonancia, sino que se comporte como el gañán mafioso que siempre ha sido, nada más siente el peso del complejo? Por eso me incomoda que lo traigan a cuento, si como acto reflejo tiendo a sacarme algún sarcasmo de la manga y eso irrita la carne siempre viva de sus acólitos. Me gustaría saber, ante tantos honores atentos y rampantes, quién me vende cien gramos de deshorror.

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