miércoles, marzo 28, 2012

Repensar los encuentros literarios (Diario Milenio/Opinión 27/03/12)

La columnista da cuenta de un encuentro celebrado en Monterrey, dedicado a realzar el ejercicio literario en el marco de una estética interdisciplinaria.

Los encuentros literarios se convierten con apabulladora frecuencia en largos rituales en que los escritores invitados leen en voz alta trabajos publicados, a veces con bastante anterioridad, para espectadores que muchas veces se conforman o se resignan con la corroboración de lo ya conocido. Como buscan atraer a públicos masivos, los organizadores suelen invitar a escritores aprobados por el mercado, es decir, escritores que “venden”, sin importar mucho la conexión específica con la comunidad o las búsquedas estéticas que podrían o no unirlos entre ellos. Pocas veces, aunque hay que reconocer que van aumentando en número, se organizan talleres a través de los cuales pudiera extenderse el diálogo productivo entre el escritor invitado y los escritores locales. En casi ningún caso, y aquí habría que mencionar la peculiaridad de la feria de libro del Guadalajara, los escritores son invitados a visitar escuelas locales o a establecer conversaciones en corto con grupos de jóvenes, o con clubes de lectura, del lugar. Así, independientemente de lo que muestran los números que los organizadores muestran con orgullo, el legado concreto de los encuentros literarios para las comunidades dentro de las cuales se realizan dista mucho de alcanzar su potencial.

Llevado a cabo entre el 21 y el 23 de marzo del 2012, en la ciudad de Monterrey, Nuevo Léon —una de las urbes más golpeadas por la violencia del narco— “Los límites del lenguaje: la degramaticalidad increíble”, fue un encuentro singular desde muchos puntos de vista. Financiado por Conarte y la Casa de la Cultura de Nuevo León, y curado por la escritora Minerva Reynosa, “Los límites del lenguaje” respondió a una estética interdisciplinaria que buscaba explícitamente “realzar la importancia del ejercicio literario en la coyuntura con otras artes, otros discursos”. Así, convocados no con base en el número de ventas, sino en una perspectiva estética común, entendida ésta en los términos más amplios posibles, se esperaba que los escritores “entraran en un diálogo crítico”. Todo eso, y más, sucedió, en efecto, en la Sultana del Norte por al menos tres días.

Como lo demostraron las salas llenas durante estas jornadas, son muchos los objetivos que se logran cuando a un evento de este tipo lo guía una búsqueda estética. Como estas exploraciones suelen llevarse a cabo en distintas regiones entre gente de diversa edad y de géneros variados, no fue de ninguna manera sorpresivo aparecieran entre los invitados tanto especialistas en poesía digital de los Estados Unidos, como Loss Pequeño Glazier, que da clases en el muy prestigioso Electronic Poetry Center de Cunny Buffalo; y jóvenes practicantes de la poesía indígena y, luego entonces, de la traducción, en este caso desde el zoque y el tzotzil, como Enriqueta Lunes y Mikeas Sánchez. ¿Y hace cuánto que en un encuentro de escritores se oía el español, el inglés, y el zoque en un mismo foro?

Tal vez la parte más emocionante del programa fue la presentación de trabajos inéditos o, en su caso, de piezas poco difundidas, así como de obras que, debido a su naturaleza performancera, eran también irrepetibles y únicas. El colectivo Benerva (formado por Benjamin Moreno y Minerva Reynosa) dio a conocer una pieza digital que, valiéndose de programas que modificaban tanto las imágenes como los sonidos de las palabras, rompía literalmente las grafías y las enunciaciones de un poema para ofrecer al espectador una experiencia en efecto limítrofe del lenguaje. Marco Antonio Huerta, poeta conceptual de Tamaulipas, utilizó el vocabulario de ciertos discursos públicos —encontrados tanto en periódicos como en la sección amarilla de los directorios telefónicos— para componer textos relacionados con el aquí y ahora de otro estado mexicano herido por la violencia ligada al narcotráfico. Efraín Velasco, poeta de Oaxaca, invitó a la audiencia a hacer bizcos para poder apreciar las piezas que combinaban imágenes y textos a la manera de las imágenes estereoscópicas de antaño. No puedo mencionarlos a todos en este corto espacio, pero válgame decir que el “a ver en qué anda este cuate ahora” es tal vez la mejor tarjeta de presentación para una serie de trabajos que se quieren vivos, en proceso, perpetuamente inacabados. Inconformes con fórmulas heredadas, ajenos a cualquier deber ser, y rigurosos con las preguntas generadas por sus propias búsquedas, estos trabajos son, más que el futuro de la literatura mexicana, su presente más palpitante y, también, el más jocoso.

Tal vez el nutrido grupo de asistentes a estos eventos también se debiera a que, justo antes de dar inicio las jornadas del encuentro, tres de los escritores invitados impartieron un número equivalente de talleres. Otro de los escritores, de hecho, dio una plática en una escuela de diseño. Las preguntas que los jóvenes hacían durante esas sesiones, y las charlas con las que continuaban las mismas en los pasillos, dejaba en claro que el interés por los temas era algo más que pasajero.

Aunque acotada por la violencia, hubo en este encuentro, como en todo que se precie de serlo, convivencia y comida y bebida. Pero pocas veces he visto a tantos escritores chismear tan poco sobre el medio y hablar tanto, y tan apasionadamente, sobre su trabajo —el que acababan de hacer, el que estaba por venir. Así da gusto dejar la comodidad de la casa propia para pasearse con dificultad o azoro, da lo mismo, por los pasillos de tantas otras casas que, gracias a encuentros como éste, ya no son casas ajenas.

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