martes, marzo 06, 2012

La lengua farisea (Diario Milenio/Opinión 05/03/12)

Reglamentar el uso del lenguaje para evitar la discriminación es como combatir la miseria declarando a los pobres oficialmente ricos.

Alguna vez, en el curso de cierta sobremesa exaltada, peleaba con mi madre por el uso decente del español. Según yo, esa manía de llamar “negritos” a los negros —hasta hoy socorrida por legiones de blancos simpatizantes—, cual si necesitasen de la piedad de nadie, delataba un racismo deleznable. ¿O acaso aceptaríamos que hablaran de nosotros como “blanquitos”?, le reclamaba, entre la indignación y la ironía. Para ella, sin embargo, el respetuoso ahorro del diminutivo le parecía una gros era muestra de insensibilidad, pues desde la niñez quiso diferenciarse de los kukuxclanecas que empleaban la palabra negro despectivamente. No había sido ella quien la corrompió.

Negrito… Por más que a mi furor igualitario le pareciera inmundo ese diminutivo, al delicado oído de mi mamá sonaba detestable el sustantivo a secas, luego de tantas veces de oír a los imbéciles darle uso de adjetivo estigmatizador. Teníamos, además, un amigo negrísimo de Nueva York, compañero de escuela de mi padre, al que ni él ni ella se habrían atrevido a llamar “negro”. ¿Pero cómo, si lo estimaban tanto? ¡Qué vergüenza!, exclamé, cargado de razones, y acto seguido abandoné mi lugar en la mesa y di la media vuelta teatralmente, como esos diputados que dejan sus curules en señal de indignada protesta, para sorna de mis progenitores, que ni con chochos habrían accedido a someterse a mi yugo lingüístico. Nomás eso faltaba.

¿Emplea uno el español para hacerse entender, o vale más para hacerse querer? ¿Y qué tal respetar, admirar, inmunizar, reverenciar, o por qué no, para hacerse votar? En su sesudo informe para El País(Sexismo lingüístico y visibilidad de la mujer), Ignacio Bosque cita un libro de José A. Martínez (El lenguaje de género y el género lingüístico) donde aparece una de esas providenciales expresiones que lo llevan a uno a preguntarse cómo pudo hasta hoy expresarse sin ellas: el despotismo ético.

Se entiende que sea grande la tentación de subirnos al púlpito, si desde ahí somos invulnerables, pero no menos grande es el esperpento de esos curas freelance que intentan imponer a los otros la tiranía de sus melindres morales. ¿O es que debí escribir “los otros y las otras”, según quienes pretenden reglamentar el uso de la lengua de acuerdo a mandamientos y manuales gazmoños, redundantes y pueblerinos? Ya sé que en su opinión acabo de insultar a millones de habitantes de pueblos, pero he aquí que escribo estas palabras en mi casa en Tetelpan, que es un pueblo encerrado en la ciudad donde ahora mismo se celebra una feria. Buena me la estarían haciendo los curas de la lengua si para no ofenderme a mí mismo debiera renunciar a un término con semejante peso específico: pueblerino. No el que vien del pueblo, sino aquel moralista que pretende inmiscuirse en la vida y costumbres de los otros para imponer la ley de su sacerdocio. Perdón, pero no tengo la costumbre de persignarme antes y después de hablar.

Ya sea con auxilio de la pluma o la lengua, uno suele expresarse presa de la ansiedad, de modo que a menudo y sin así quererlo delata sentimientos y emociones que le muestran de cuerpo entero delante de los otros. Y esto a los mojigatos no les gusta, si sufren duermevela por el qué dirán y tienen tantos esqueletos ocultos que viven a la caza de eufemismos, como quien busca plumas que adornen su careta. ¿Es de verdad extraño que los déspotas éticos pretendan imponer una lengua en esencia ornamental, de manera que niños y adultos hablemos como cónsules y no digamos nada que no sea ya esperado?

Por su naturaleza exagerada, la ridiculez no conoce los límites. Supongo que es el caso de quienes recomiendan no hablar siquiera de “los reyes de España”, sino el rey y la reina. Cierto es que, a partir de la legalización del matrimonio gay, se hace probable el caso de que ambos reyes fueran del mismo sexo. Hasta hoy, sin embargo, tal perspectiva parece distante, y como no se escriba una historia de ciencia ficción, difícilmente cabe la indicación de que a “la reina” sigue siendo una mujer. Cuesta, por lo demás, creer que la hipocresía sea el mejor remedio contra la discriminación, cuando no hace sino cerrar la herida con la infección adentro.

Si yo fuera mujer, les agradecería a mis redentores que no me dieran por acomplejada, pues tal vez tendría un genio muy parecido al de mi mamá, y como ya lo he dicho ella no soportaba los despotismos éticos. Nomás eso faltaba.

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