lunes, febrero 27, 2012

Papá, me habló el payaso (Diario Milenio/Opinión 27/02/12)

Esa vieja tendencia a culpar al editor por no callar a tiempo al colaborador delata el feudalismo emocional de los nostálgicos del gorilato.

1. La opinión del ganado


Por motivos acaso inconfesables, a la gente le encantan los libelos. Aparecerse en una redacción con una carta ardiente de indignación, un artículo escrito con picahielo, una denuncia en forma de reportaje o la siempre gustada reseña carnicera, suele garantizarle al portador la gratitud de un público afecto al espectáculo patibulario. Aquella tarde, llegué hasta el escritorio del jefe de redacción blandiendo el que sería el último de mis escritos a publicarse en aquella revista. Pero no era un artículo, sino una carta, ya no sé si indignada o furibunda, porque he olvidado al fin su contenido, pero recuerdo bien que equivalía a una declaración de enemistad hacia otro colaborador de la publicación. Tampoco olvido el entusiasmo cantarín que la idea del pleito despertó en el jefazo de redacción —a la sazón amigo de los dos—, tanto que se esmeró en añadirle una cabeza más o menos picante y enviarla de inmediato a la redacción. No era gran cosa el texto, pero había sido escrito con un incorruptible asco juvenil (cuyo rastro de sangre, ya se sabe, nunca escapa al olfato de un periodista que se respete).

No tardó el afectado en responder, sólo que en vez de hacerlo por carta se lanzó a reclamar a quien consideró responsable mayor de la publicación. Esto es, no el remitente sino sus editores. Como solía decirse en la preparatoria, el ofendido colaborador quería hablar con el dueño del burdel, no con las putas. Y he aquí que nuestro jefe de redacción estaba de algún modo de acuerdo en esa concepción ganadera del periodismo, ya que en vez de explicarle que había publicado aquella carta en atención a su deber profesional, le juró que yo mismo la había capturado, imprimido y pegosteado sobre el original mecánico, aprovechándome de su ausencia y mi amistad con los formadores. De otro modo, tenía que entenderse, jamás la habría publicado. Pues si yo era un sujeto artero, despreciable y abyecto, él era un buen amigo antes que un periodista.

2. Pandilleros amigos

La amistad: en su sagrado nombre cualquier abuso parece aceptable. De un amigo se espera todo lo positivo; de un enemigo, justo al contrario. Lo cierto, sin embargo, es que ninguno de ellos es tan poderoso. Y tampoco es que vivan sólo para quererte o detestarte, ni que carezcan de algo mejor en qué pensar (y eso tiene que ser lo más difícil de perdonarles). Pero la amistad peca de golosa, de ahí que con frecuencia se indigeste de sus propias expectativas; más todavía cuando se la entiende como un pacto mafioso (y pocas son las veces en las que esto no ocurre). Pasma enterarse que entre los políticos es usual escuchar peticiones del tipo Yo quiero ser tu amigo. Es decir, “te propongo proceder a unir fuerzas en el nombre de la amistad cuyo trámite inicio por este medio”. A partir de ese punto uno podrá esperar todo lo bueno del otro. Más todavía, quien busque hacerle daño a éste se las tendrá que ver con aquél, y viceversa. Un verdadero amigo, en tal sentido, es aquel que te presta su jardín para enterrar el cuerpo de tu enemigo.

La enemistad sectaria puede entenderse entre competidores tan encarnizados que cualquier gesto amable hacia el otro lado sería sospechoso de quintacolumnismo, aunque no deja de ser abusivo, y de paso enfermizo, que el sueldo de un empleado incluya su lealtad inquebrantable a las fobias del patrón y su clan. En otros casos, como el de los gobiernos y mafias gremiales cuyos trabajadores tienen que convertirse en militantes e hinchas de un proyecto político exclusivo a cambio de la paga sufragada por todos, cabe hablar de pandillerismo subsidiado. Pocos de estos extremos mafiosos, sin embargo, huelen tan mal como en el periodismo (donde, carroña al fin, el cuerpo del delito suele descomponerse a la vista de todos). Si el mejor periodista es aquel que se atreve a desafiar sus propios intereses, hay que ver la bazofia que sale de las teclas de quien cuida los suyos y los de sus aliados con el celo de un hincha genuflexo. Y sin embargo abundan quienes así lo esperan, aunque no sean amigos. Si acaso un editor se niega a censurarme, todo cuanto publique con mi firma al calce le será acreditado como si de sus manos hubiese salido.

3. Arrebáñeseme ahí


Es de por sí asombroso que esta noción ovina de la lealtad sobreviva en los tiempos de internet, cuando la información no necesita de un editor para tornarse pública y notoria, aunque no sea tan raro que dados arcaísmos provengan de los personajes más inverosímiles, como sería el caso del pintoresco Rafael Correa, que en fecha muy reciente ha confesado entender la relación entre los editores de un periódico y su equipo de colaboradores como la del “dueño del circo” y sus “payasitos”. Es decir que de acuerdo a la idea que tiene de nosotros el mandamás ecuatoriano, ahora mismo me empeño en provocar las risas público a machincuepa limpia, según el guión estricto de mis editores: ya bastante trabajo les costó entrenarme como a un chimpancé. Como quien dice, si me la jalo aquí será por culpa suya.

Hay que ver el desprecio aristocrático que se esconde tras el entendimiento de que un buen editor es por necesidad un buen pastor. “Quiero hablar con la bacinica, no con el contenido”, solíamos decir en la primaria para hacer entender al entrometido que le faltaba rango para dirigírsenos. Tratar de payasito a quien firma un artículo y de dueño del circo a quien se compromete a publicarlo, es antes la conducta de un señor feudal que la de un gobernante que se dice de izquierda. Entre tantos borregos, se entenderá que el tipo sólo quiera entenderse con los demás pastores. ¿Y uno cómo le explica a ese tartufo alado que no conoce más ni mejor pastor que aquel que se presenta con cilantro, cebolla y limón? En todo caso, sé algo sobre payasos y desde niño reconozco a los involuntarios. Afortunadamente no soy editor: ellos sí que padecen sus payasadas.

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