lunes, enero 23, 2012

Para ponerse más guapos (Diario Milenio/Opinión 23/01/12)

No en balde la belleza es desdeñosa, con tantos candidatos a vender su alma al diablo por abaratarla

1. Quién tuviera súper cola

Oneal Ron Morris nunca fue propiamente un doctor, pero puede alegar que la vida le puso en ese camino, una vez que se sometió a la cirugía que lo convertiría en mujer y estimó que quizá no fuera aquél un truco tan difícil. Si se empeñaba un poco y aguzaba el ingenio, ella también podía cobrar un dineral por injertar nuevas protuberancias allí donde la madre naturaleza no había dejado sino insuficiencias. Y si no un dineral, un dinerito, pues en este negocio los prospectos de paciente no se caracterizan por su paciencia. Menos aún si de esa codiciada cirugía dependen sus futuros ingresos económicos. Para desgracia de legiones de aspirantes, no hay en el mundo institución financiera que preste su dinero tomando por aval la inminencia de un trasero jugoso, unas tetas rampantes o un perfil de impecable galanura, y es en virtud de esta limitación que gente como Oneal Ron Morris encuentra su ventana de oportunidad.

En ausencia de los conocimientos médicos más elementales, la “doctora” Morris encontró que unas cuantas inyecciones bastaban para hacer de cuerpos esmirriados prodigios curvilíneos, aun si la jeringa contenía materiales de tan dudosa viabilidad clínica como el pegamento para plástico, el sellador de ventanas y un producto llamado SuperCola, disueltos en aceite mineral. Cierto es que la aplicación de las inyecciones dejaba heridas grandes y dolorosas, de manera que Morris resolvía el entuerto aplicando un remedo de pomada milagrosa, conocido en refacionarias y tlapalerías como Fix-a-flat, y a todo esto muy útil para parchar las llantas ponchadas sin tener que ir a la vulcanizadora. Por setecientos dólares —una ganga, de acuerdo a los estándares reinantes— la paciente podía regresar a su casa en la creencia de haber hecho un negociazo. Y luego, nada más llegaban los dolores y el cuerpo comenzaba a deformarse, la “doctora” explicaba a sus víctimas que todo era cuestión de seguir inyectándose, para que la sustancia se asentara y propiciara la recuperación.

2. Territorio merolico

No es fácil esquivar esa publicidad morbosa y a menudo embustera que se vale de contrastar fotografías —donde se ve la pinta del cliente antes y después del tratamiento— para ofrecer así pruebas en teoría fehacientes de su efectividad. Uno se ve imantado hacia el anuncio chusco donde, en el curso de un lapso determinado, el gordo se hizo flaco, el flaco se hizo fuerte, la calva se hizo mata, la fea embelleció, las arrugas se fueron e incluso la más plana se despertó buenísima. Para que ese milagro se nos haga verdad, no es preciso sino hacernos clientes. ¿Y quién no quiere verse mejor de aquí a tres meses, o años, o décadas, cuando bien sabido es que la tendencia corre en sentido opuesto? Como los cirujanos de pacotilla, quienes así pretenden vendernos la belleza ofrecen el paquete por un precio en extremo razonable, y a menudo también nos hacen conscientes de los costos que un tratamiento similar importaría en una clínica de lujo, reforzando de paso esa idea extravagante según la cual los ricos son dichosos derrochando el dinero y no conocen la tacañería.

Uno de los obstáculos fatales en la ruta del pobre hacia la opulencia es la idea que de ésta suele imperar. Pues si el modelo de familia acaudalada parte de los riquillos de pacotilla de los que está repleta la televisión, y el camino hacia ella está pavimentado por los infomerciales, el optimismo que de ahí resulte vivirá condenado a la superstición. ¿Quién, sin embargo, puede restar encanto y magnetismo a las palabras mágicas, como sería el caso de gratis, ahorro y regalo? Antiguamente, los merolicos vivían camellando por plazas y avenidas, donde un flujo verbal incontestable les permitía endilgar a decenas de incautos las dudosas virtudes de un producto increíblemente barato. Hoy, ese mismo truco sirve para engañar a miles o millones a través de un video donde la mercancía va bajando de precio hasta llegar a menos del diez por ciento de su valor propuesto, y encima de eso incluir tantospilones que uno debe sentirse profundamente estúpido si deja ir esa gran oportunidad. “Llame ahora”, aconsejan, acaso porque un rato de reflexión invitaría al incauto a sospechar que el producto prodigio no necesariamente ofrece más ventajas que inyectarse tres tubos de kola-loka en las tepalcuanas.

3. Galanura y baratura

Para quienes “no piensan gastar una fortuna” en un bonito anillo de compromiso, se ofrece todavía en la televisión americana una flamante réplica de la sortija que el príncipe Guillermo puso en el dedo de su hoy esposa, Kate Middleton, al increíble precio de 16 dólares. Ciertamente no son zafiros y diamantes, pero el hecho es que la feliz propietaria podrá decir que la princesa y ella usan el mismo anillo, mientras su novio goza de la prerrogativa de encontrarse más listo que el príncipe, toda vez que se ha ahorrado un dineral tan grande que muy probablemente jamás lo verá junto. La ecuación es, de nuevo, tan simple y fraudulenta como la fórmula de la supernalguina: por el precio de tres míseras hamburguesas, más los correspondientes gastos de envío, toda hija de vecino podrá verse al espejo como legítima princesa.

Quienes alguna vez trabajamos en la redacción de folletos y catálogos en los que se ofrecían productos de belleza a precios ínfimos, sabemos que tenemos ganado el infierno. Desdeñada a menudo por “superflua”, la belleza inducida suele ser tan costosa como las joyas que a menudo la adornan, y con seguridad es más ambicionada. Cómo, explicar, si no, los extremos que alcanzan la oferta y la demanda en estos menesteres. Si unos dan cualquier cosa —nunca mucho, eso sí— por cambiar de apariencia, otros recurrirán a cualquier impostura por ponerse al alcance de ese presupuesto. El resultado es un triste desfile de crédulos deformes, de los que algunos cuantos consiguen un lugar en la página roja mediante un par de fotos encontradas: la flaquita de ayer, el adefesio de hoy, cuyo único pecado consistió en creer que la belleza, presumida como es, podía darse el lujo de abaratarse.

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