domingo, enero 01, 2012

El proletario epicúreo (Diario Milenio/Opinión 26/12/11)

No sería un fotógrafo, sino un cocinero, quien retratara al hoy difunto líder Kim Jong-il como un glotón excéntrico y caprichoso

1 Un espía en la cocina

La verosimilitud también tiene un límite: cuesta trabajo creer aquello que se anuncia demasiado común, y en tanto ello parece sacado de la manga. Es el caso de Kenji Fujimoto, nombre que pide a gritos ser descreído. Y sin embargo tiene que haber centenares de tipos que se llaman así, de modo que buscar a uno entre tantos sería un trabajo ingrato y quizás infinito. O al menos eso espera el cocinero japonés “Kenji Fujimoto”, autor del bestseller que lo condenó a vivir desde entonces escondido de los esbirros de su antiguo patrón, el virtual emperador Kim Jong-il. Más de diez años trabajando como chef del sátrapa coreano pueden delatar menos al hombre público que al sibarita íntimo, toda vez que el habilidoso Fujimoto era miembro esencial de su selecta corte. Alimentado según la dieta prescrita y diseñada por un equipo de doscientas personas entregadas a ese solo objetivo, Kim Jong-il tenía en su cocinero personal a un facilitador entregado a mimar su exquisito hedonismo, cruzando para ello mares y continentes en busca de materias primas y manjares sin límite para su proletario apetito.

Carne de puerco de Dinamarca, caviar de Irán y Uzbekistán, mango de Tailandia, melones del noroeste de China, mariscos de Japón, cerveza de Praga, papayas de Malasia: Fujimoto viajaba por el mundo, armado de un falso pasaporte dominicano, según a su patrón se le ocurrían nuevos esnobismos gastronómicos. Dueño de un paladar que a decir de su chef era asombrosamente discriminante, el mayor gerifalte norcoreano solía cumplirse súbitos caprichillos imperiales, como invertir tres mil dólares en mandar a su cocinero a un famoso almacén de Tokio por doscientos pastelitos cuyo precio total apenas rebasaba los doscientos cincuenta. Nada tan raro en quien antes había enviado a un emisario de Pyongyang a Beijing con la misión secreta de llevarle a su líder una Big Mac. Con un sueldo de cinco mil dólares mensuales y una vida colmada de privilegios, Fujimotohabitaba nada menos que el edén norcoreano: esa zona entre mítica y mística donde los ciudadanos –por entonces, diezmados a causa de una hambruna que se llevó más de un millón de vidas– imaginan a su líder desplegando atributos divinos para librarlos de todo mal (ahí donde la distancia entre líder y Dios resulta a simple vista inapreciable).

2. Calabozo al aire libre

A lo largo de sesenta y tres años, la dinastía Kim ha controlado la información con el rigor del más celoso de los celadores. Sólo así se comprende que hasta la fecha ignoren noticias como la llegada del hombre a la luna o la prosperidad de sus paisanos del sur, si según diariamente se les informa todo el resto del mundo sufre peores penurias que ellos. Es decir, diariamente a toda hora, si digieren la misma propaganda dondequiera que estén –radio, cine, tv, medios impresos: nadie ahí se destaca ni recibe algún crédito, como no sea el líder todopoderoso– e incluso las familias campesinas son obligadas a tener el día entero prendida una bocina que repite la propaganda estatal como una letanía interminable: lecciones invaluables para quienes ya saben que la sobrevivencia consiste en repetirlas como pericos, so pena de ser estigmatizado por el régimen como aliado indeciso o enemigo frontal: candidatos a una cadena de infortunios que bien puede acabar en el Kwan-li-so. Es decir, cualquiera de los diez campos de concentración donde malvive –y esto es amabilísimo eufemismo– un cuarto de millón de caídos en desgracia no necesariamente por una razón, si todas las razones son una y esa es el culto al líder, dondequiera que esté.

En un país que pasa las noches a oscuras, literalmente muerto por la total carencia de electricidad, parecería superfluo que el gobierno se gaste cien millones de dólares en la edificación del mausoleo de Kim Il-Sung. Ahora bien, no se trata de hacer los clásicos ahorros mal entendidos. Cuando se ha desplegado una misma ficción a lo largo de tantas décadas infames, no es mala idea exagerar un poco la verosimilitud. Cien millones de dólares tienen que ser morralla comparados con el tamaño de la fe que necesita el pueblo para seguir creyendo en la grandeza de su líder, cuyo cumpleaños es una fiesta nacional equivalente a la Navidad. Ya sea que se le ame histriónicamente o se le odie en lo más hondo del alma –actitudes extrañamente compatibles– nadie quiere tener un enemigo de esas dimensiones.

3. Sashimi a la King Kong-il

Según su cocinero, el líder Kim Jong-il no tenía mayor empacho en verse aventajado durante una carrera de jet-skis, pero igual no tardaba en ganar la revancha con un nuevo modelo más potente que todos los de su corte. Podía ser incluso un patriarca justo, cuando menos en su círculo íntimo, donde muy rara vez se le veía rabiar y todo funcionaba para complacerlo. Si otros sátrapas criaron hijos monstruosos y abusivos, Kim Jong-il trajo al mundo a otro bon vivant para reemplazarlo, a saber si no el único golfista de su país, hoy alabado por su propia prensa como “Pilar espiritual y faro de esperanza”. Es decir, todo listo para que el sibarita veinteañero Kim Jong-un encabece la única monarquía teocrática literalmente más papista que el Papa.

Tal parece que nadie sino el falso Fujimoto consiguió retratar a Kim Jong-un –a los once años, en mitad de los noventa– pero sería difícil superar el retrato que logra de su goloso padre a través de una anécdota simple y siniestra, donde cuenta que Kim Jong-il gustaba de un sashimi en tal medida fresco que el pez aún se moviera mientras él masticaba, objetivo que el cocinero cumplimentaba sentado a su diestra, cortando rebanadas de peces aún vivos a los que respetaba los órganos vitales mientras el líder máximo de la República Popular Democrática de Corea las saboreaba con enorme deleite. Un glotón devorándose un pez vivo a rebanadas, en medio de millones de infelices que viven como niños presidiarios y ni siquiera agonizando por el hambre se cansan de alabarlo a la vista de propios y extraños, pues no conocen otra fórmula para la sobrevivencia. Sé que no es verosímil, pero a veces la desventura ajena complementa la buena sazón.

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