martes, enero 31, 2012

Contra la calidad literaria (Diario Milenio/Opinión 31/01/12)

La literatura es el nombre que se la ha dado a una cierta forma de escritura que se publicó en papel y que se constituyó en elemento hegemónico para la formación de cánones.


Pretender discernir la así llamada calidad literaria de un texto digital utilizando las normas y rituales que emergieron históricamente para analizar textos impresos en papel es como pedirle al chico salvaje e intenso que sea tu novio, con la secreta y malévola intención de que pronto se convierta en el señor de la casa. O viceversa. Tanto forma como contenido constituyen una unidad dinámica, definida por una serie de interdependencias mutuas, de ahí que el medio o soporte en que se escribe un texto importe, y mucho. No digo nada nuevo cuando digo que ningún texto brota de la nada. Por más genial que sea su autor, la elaboración de un texto involucra la participación del cuerpo y de la serie de tecnologías —del rudimentario cincel al ordenador contemporáneo, pasando por el multifacético lápiz— que hacen posible la existencia concreta de la escritura. Esas tecnologías y esos cuerpos son ciertamente históricos, productos sin duda de contextos volátiles y jerárquicos en los que la escritura ha jugado papeles distintos. No es del todo sorpresivo que una época de cambios radicales, como la que vivimos ahora en pos de la revolución digital, ocasione ansiedad y desconfianza entre los voceros del status quo. Es la voz de esta ola de neoconservadores la que se alza cada vez que se esgrime, como si fuera esencial y no histórico, natural y no contingente, el escabroso asunto de la calidad de lo literario.


Tal como lo argumenta John Gillory en Cultural Capital: The Problem of Literary Canon Formation, la literatura en cuanto tal surgió hacia finales del siglo XVIII para darle nombre al capital cultural de la burguesía. Con el término “literario” se describía, así, una forma de escritura históricamente determinada y culturalmente significativa. Aunque a lo largo del XIX y por la mayor parte del XX la categoría de lo literario fungió como un principio organizativo dominante en la formación del canon, su poder hegemónico decayó hacia fines del XX e inicios del XXI. Son varias las razones de este declive pero Gillory enumera, al menos para el caso de Inglaterra, tres: la institucionalización del inglés vernáculo en las escuelas primarias del siglo XVIII; la polémica a favor de la nueva crítica modernista instituida en las universidades; y la aparición de una teoría del canon que suplementó el currículum literario en las escuelas de posgrado. La literatura, pues, no es un sinónimo de buena escritura o de escritura de calidad. La literatura es el nombre que se la ha dado a una cierta forma de escritura que se publicó en papel, usualmente en la forma de libros, y que se constituyó en elemento hegemónico para la formación de cánones a lo largo del periodo moderno. Si una forma de escritura no es literaria sólo quiere decir, luego entonces, que es producto de otra era histórica y de prácticas tanto sociales como tecnológicas distintas a las dominantes durante la modernidad. No quiere decir que su calidad sea mayor o menor, sino que responde a condiciones y expectativas de suyo distintas. Y, como tales, habrá que aprender a leerlas.


La calidad, definida como el conjunto de propiedades que permiten juzgar el valor de algo, no es, por otra parte, inherente al texto. No hay nada, de hecho, inherente al texto. No hay nada que venga del texto sin que esto haya sido invocado por el lector. Mejor dicho: lo único inherente al texto es su cualidad alterada. El texto no dice ni se dice; el texto se da, lo que, en este caso, significa que se da a leer. El texto se produce ahí donde se erigen el tú y el yo. El texto existe cuando es leído y es justo entonces, en esa relación dinámica y crítica, que existe su valor. Como argumentaba Charles Bernstein respecto a la tan polémica definición de lo que es o no la poesía en uno de los capítulos que componen The Attack of the Difficult Poem, “un poema es una construcción verbal designada como poema. La designación de un texto como poema incita una cierta forma de lectura pero no nos dice nada acerca de la calidad del trabajo”. Lo mismo podría argumentarse para lo literario. Sólo una visión esencialista y, por lo tanto, ahistórica, haría de lo literario un sinónimo de calidad. Sólo una visión conservadora, es decir, atada fuertemente al estado de las cosas y las jerarquías propias de esas cosas, querría la repetición incesante de sólo un modo de producir textualidad.


¿Por qué habría de pedírsele a todo texto que parezca como si hubiera sido escrito con la tecnología y los estándares de conducta de sus congéneres del XIX? Pues porque una pequeña elite temerosa de perder los cotos de poder que refrenda su estética lo sigue argumentado aquí y allá en la plaza pública. Por mi parte, sigo pensando que todo mundo tiene derecho a seguir escribiendo su versión propia del texto del XIX, ciertamente. Lo que esos neoconservadores no pueden hacer ya es esgrimir una noción de lo literario, que es histórica y contingente, como si se tratara de un estándar natural o intrínseco a toda forma de escritura. Seguiré siendo una admiradora de Dostoievsky hasta el último de mis días y, con seguridad, parte de mi trabajo seguirá produciéndose en papel, pero de la misma manera me entusiasman, y mucho, las posibilidades de acción que traen al oficio de escribir las transformaciones tecnológicas de hoy. Investigar esas posibilidades junto a una comunidad activa y vociferante que ha tomado a las plataformas digitales por asalto es uno de las alternativas más interesantes actualmente, entre otras cosas porque no hay reglas escritas, porque las estamos haciendo todos en el día a día. Si, como dijo Gertrude Stein, la única obligación del escritor es producirse como contemporáneo de su época, explorar las distintas formas de composición de una era es más una vocación crítica que una opción basada en el mero gusto personal.


Cito lo que Kathy Acker dijo en “Writing, Identity, and the Copyright in the Net Age,” cuando digo que “necesitamos recobrar esa energía que la gente tiene, como escritor y como lector, cuando envía por primera vez un e-mail por internet; cuando descubre que puede escribir cualquier cosa, hasta las más personales, incluso para alguien a quien no conoce. Cuando la descubre que los que no se conocen pueden, sin embargo, comunicarse”. En eso andan, produciendo ese diálogo, desde Kenneth Goldsmith (Uncreative Writing. Managing Language in the Digital Era) hasta Vicente Luis Mora (El lectoespectador), desde Vanessa Place (Notes on Conceptualisms) hasta Damián Tabarosvsky (La literatura de izquierda). Y eso, francamente, me parece más interesante que andar midiendo qué texto se parece más al texto del XIX que el temeroso censor neoconservador guarda en su cabeza.

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