martes, noviembre 22, 2011

En tiempos de necropolítica (Diario Milenio/Opinión 22/11/11)

Cuando Luz María Dávila, la madre de dos de los adolescentes que fueron masacrados en enero del 2010 en Ciudad Juárez, increpó al Presidente, el Presidente, de acuerdo a todas las descripciones, se limitó a “asentir con la cabeza”. Luego de su primera intervención, aquella donde la mujer de Salvarcar le negara tanto la bienvenida como la mano al Presidente, aquella donde la trabajadora de la maquila le pidiera al Presidente que, en cuanto tal y cumpliendo con las responsabilidades de su cargo, hiciera algo, Felipe Calderón se limitó a enunciar un “por supuesto”, que la señora Dávila no tardaría en rebatir de nueva cuenta. Mientras esto pasaba, el Presidente la miraba, esto de cuerdo a la misma Luz María, “como diciendo: ‘Ya cállese, señora. Ya váyase’”. Incapaz de salir de protocolo, incapaz de extender un gesto de empatía o de mostrar alguna emoción, Calderón se limitó a ser testigo de su retirada. El Presidente actuaba, en efecto, como un hombre de Estado, es decir, como un hombre de razón. Después de todo, de acuerdo a ciertos paradigmas de la modernidad, “la razón es la verdad del sujeto y la política es el ejercicio de la razón en la esfera pública”.

Pero las emociones, al decir de la teórica Sarah Ahmed, no son algo que el sujeto tenga de manera privada, es decir, no son lo contrario de la esfera pública. Es a través de las emociones, argumenta enThe Cultural Politics of Emotion, “a través de la manera en que respondemos a los objetos y a los otros, que producimos las superficies y las fronteras (del sujeto)”. Porque las emociones son causadas por el contacto que tenemos con los objetos, en lugar de ser causadas meramente por ellos, reconocer el papel de las emociones en la vida social —en esa tan afamada esfera pública— nos permitiría entender, entre otras cosas, por qué y de qué manera los sujetos se enganchan a, o batallan contra, las estructuras de las que forman parte.

Ahmed critica así esa división aparentemente natural que contrapone la razón del Estado y sus diversas, aunque limitadas o altamente codificadas, expresiones en la vida pública, y el mundo privado de las emociones definidas así, y a priori, como irracionales o, por lo menos, como prácticas que se encuentran en los mundos privados que yacen más allá de la razón. Esta división no pasaría de ser una mera entelequia teórica si no tomáramos en cuenta que en los Estados contemporáneos, tal como lo argumenta Achille Mbembe en “Necropolítica”, el artículo que publicó en Public Culture en 2003, “la última expresión de la soberanía reside en el poder y la capacidad de dictar quién puede vivir y quién debe morir”. “Ejercer la soberanía”, añade, “es ejercer el control sobre la mortalidad y definir a la vida como una manifestación de ese poder”. Si alguna vez la categoría de biopoder, acuñada por Michel Foucault, nos ayudó a entender “el dominio de la vida sobre el cual el poder ha tomado el control”;

Mbembe contrapone ahora el concepto de necropoder, es decir, “el dominio de la muerte sobre el cual el poder ha tomado el control”.

Habrá que reconocer, argumenta Mbembe, que las guerras modernas se caracterizaron alguna vez por el establecimiento de estados de emergencia y la organización de conflictos bélicos con fin de dominar territorios. No así las máquinas de guerra actuales. “Este nuevo momento es de movilidad global. Una característica importante de la movilidad global es que ni las operaciones militares ni el ejercicio del ‘derecho a matar’ son ya el monopolio de los Estados; y el ‘ejército regular’ ya no es, por tanto, la única forma de llevar a cabo estas funciones”. En tiempos de la necropolítica, las máquinas de guerra responden más a las nociones de espacio —desterritorializado, en segmentos— de los nómadas que a la de los sedentarios. Ya sea en una relación de autonomía o de incorporación con respecto al Estado, estas máquinas de guerra toman prestados elementos de los ejércitos regulares pero también añaden sus propios miembros. Ante todo, la máquina de guerra adquiere múltiples funciones, desde la organización política hasta la de las operaciones mercantiles. De hecho, el Estado, en estas circunstancias, puede convertirse, de suyo, en una máquina de guerra. Aunque los casos que le permiten a Mbeba llegar a estas conclusiones son los de ciertos Estados africanos de fines de siglo XX y, más concretamente, el caso de Palestina, muchas de las descripciones —desde las características de las máquinas de guerra hasta la transformación del Estado en una máquina de guerra— podrían aplicarse sin mayor violencia al Estado mexicano durante el sexenio de Felipe Calderón —un sexenio que Jesús Silva-Herzog Marquez atinadamente ha nombrado como el sexenio de la muerte.

Si esto es cierto —y, puesto que lo cito, es que así lo creo— nunca ha sido más importante, ni más políticamente relevante, el cuestionamiento de la división artificial entre la razón del Estado en la esfera pública y las emociones “privadas” de la población. En tiempos de necropoder, cuando el poder es, sobre todo, el dominio que el poder ha ganado sobre la muerte, hay que insistir vigorosamente en el potencial político de la emoción, entendida ésta a la manera de Ahmed: en su dimensión de contacto y de crítica y de liberación. Mientras las distintas máquinas de guerra insisten —ya desde el Estado o con la vinculación corrupta de agencias del Estado— en la depredación y el desmembramiento, en la ganancia y la autoridad, como muestras de su “razón”, resulta más importante que nunca extender los brazos que todavía tenemos —a los que todavía tenemos brazos— para producir así, en el cuerpo, la bienvenida del otro. Ese gesto del que fue incapaz el Presidente de la muerte, el Presidente de una máquina de guerra ahora fuera de control, nos corresponde, sin duda, a la ciudadanía. Y esa es la lectura que quiero proponer tanto de los abrazos o los besos que el poeta y el activista político Javier Sicilia ha prodigado en su recorrido por la paz a lo largo y ancho del país, como de la así llamada “república amorosa” mencionada en el discurso con el que López Obrador se convirtió en el candidato de la izquierda para las elecciones del 2012.

El curioso caso de un enfermo de insensibilidad-(Sexenio-Puebla 15/11/11)

En días tan aciagos como los que México está viviendo, donde las miles de víctimas, por culpa de la guerra contra el narcotráfico emprendida por Felipe Calderón. Es puntual hacerse una pregunta: ¿existe la posibilidad de perder la sensibilidad?

Ricardo Menéndez Salmón -filósofo y novelista nacido en Guijón-, parte de ésa posibilidad para darle cuerpo a La ofensa (Seix Barral, 2007) novela que ha sido bien recibida por la crítica española y ha sido punta de lanza para el autor en otro tipo de mercados como el latinoamericano.

A lo largo de 142 páginas, el lector se enfrentará a la historia de un joven sastre alemán: Kurt Crüwell, que por azares del destino ha sido testigo de una cruel matanza en la Bretaña francesa. Acción que dará origen a un suceso raro, poco común: la pérdida de sensibilidad. Punto de origen para dar paso a un sinfín de circunstancias: la estancia en el hospital de Notre Dame de Rocamadour, donde intentarán curar su extraña enfermedad; posteriormente el protagonista aparecerá viviendo en Londres bajo otro nombre y nacionalidad diferente, con el objetivo de algún día poder borrar de su memoria aquél hecho que lo marcó, se sabe enfermo y quiere sobrellevar dicho malestar. Sin embargo, el narrador de esta historia recordará al lector que olvidar es un hecho imposible, pues la muerte y la memoria existen para regresarnos a la realidad. Una realidad que para Kurt se llama: Segunda Guerra Mundial y se apellida: Nazismo.

Una novela breve, donde el autor opta por la precisión para contar una historia que por su temática se antoja pesada y riesgosa, debido a que ya existen muchos novelas escritas bajo la temática del nazismo. Empero, esta historia sirve de pretexto para abordar un tema importantísimo: la fragilidad del ser.

La Ofensa es una novela imperdible y agradable para el lector.

Para los mexicanos - La Ofensa-, pareciera ser una advertencia. Corremos el riesgo de enfermarnos de insensibilidad, si no reaccionamos a tiempo. Así como vamos, la noticia será saber cuántos mexicanos siguen vivos y no cuántos están muriendo.

lunes, noviembre 21, 2011

Las alas en la espalda (Diario Milenio/Opinión 21/11/11)

Maniobra y turbulencia

Hay días en los que a uno le enferma volar, tanto así que en mitad de algún susto fugaz se pregunta hasta dónde podría evitarlo. Hace unas pocas horas, recién amanecía, el avión daba tumbos entre las nubes, casi al final de un vuelo nocturno entre Belem y Río de Janeiro; la clase de momento en el que nadie todavía osa gritar, pero cada uno se pesca febrilmente de los descansabrazos cual si viniera en una Montaña Rusa. Pésimo día, maldije, para abrigar esta calaña de temores, si llegaría apenas a la segunda escala de un viaje dividido en cuatro vuelos más o menos al hilo. Afortunadamente, quedaba el día entero para dejar atrás la paranoia, mientras llegaba la hora de abordar el siguiente aparato. Un día entero en la playa, ni modo de negarlo, sería una gozosa compensación entre dos travesías nocturnas con escalas en medio de la madrugada. Uno sueña, de niño, con aventuras aún más largas y accidentadas, pues entonces los sueños no suelen agotarnos ni molernos los huesos y el sosiego.

Ipanema y Leblon no son lo que prometen cuando el día está nublado. Una vez al volante del Fiat recién rentado, me consolé pensando que una mañana entre discos y libros tampoco era para despreciarse. Encontrar novedades de Seu Jorge, Chico Buarque, Ana Carolina, Paula Lima, además de ese clásico instantáneo que es el concierto de Caetano Veloso y María Gadú, vale ya por la escala y el día completo. Por no hablar del estante repleto de los versos de Carlos Drummond de Andrade, entre tantos vibrantes hallazgos mañaneros. Sería el mediodía cuando, de vuelta a la intemperie, la resolana me hizo abrigar esperanzas. De Barra da Tijuca a Leblon mediarían quizás veinticinco minutos, y si había mucho tráfico podía hacer un alto en la playa de São Conrado, donde podría pescar el sol durante el poco tiempo en que se asomara, y con algo de suerte disfrutar de un ansiado coyotito en la arena. Una hora de sueño playero tendría que valer por cuando menos tres en el avión.

Despegue a la carrera

Mentía, por supuesto, con ese plan insulso. Aun si los periódicos de días recientes dieron cuenta del arribo triunfal de la policía carioca a las favelas de Vidigal y Rocinha, una y otra vecinas de São Conrado, la idea de dormir a solas en la playa sería una invitación abierta a presuntos malandros circundantes: AAA. Turista incauto solicita bandidos . Por otra parte, el sol había vuelto a meterse, pero llegando a la citada playa distinguíase ya, en lo alto del bosque de Tijuca, la envidiable presencia de ciertas aves recurrentes. Pájaros coloridos con las alas abiertas, planeando lentamente hacia la playa. Pájaros cosquilleantes, a decir verdad, si de sólo mirarlos ya empezaba a tragarme las palabrejas necias de la mañana. Pensándolo de nuevo, ¿a quién, que haya nacido sin alas, no le seduce la idea de verse de repente flotando entre las nubes? ¿No era cierto que toda esa faramalla de la siesta tenía que ver con la comezón vieja de estar en São Conrado y metamorfosearse en uno de esos pájaros, así fuera por diez gloriosos minutos?

¿Sabes correr?, preguntó el instructor, casi sarcástico. Con eso es suficiente, sonrió, metió primera y aceleró, en camino hacia lo alto del bosque. Cuando menos pensé, ya estábamos delante de la plataforma. Luego de asegurarse de poner cada cuerda del papalote en su sitio, me recordó el consejo esencial para quien va a enfrentarse a las alturas: No mires hacia abajo . Dicho esto pegamos la carrera, se nos acabó el piso y en un instante estábamos volando. ¿O flotando? ¿O cayendo? ¿O ascendiendo? Vaya el diablo a saber. De pronto era como si todas las sensaciones se agolparan en una plenitud sin nombre ni pasado. Muy poco se parece el vuelo en ala delta al descenso dichoso del paracaidista que ya ha sobrevivido a la caída libre; o al paseo comodino del ultraligero, con el motor haciendo casi todo el trabajo. El acto de planear por las alturas, gozar del viento helado como de una caricia celestial en mitad de un paisaje que por sí mismo invita a soltar alaridos de alegría en su estado más puro, no se parece más que a aquellos sueños infantiles donde podía uno ir y venir abordo de una prodigiosa alfombra mágica. ¿Quién sería el amargado que una vez nos mintió que tal no era sino una fantasía irrealizable, para echarle una bien ganada trompetilla?

Aterrizaje dudoso

Da hasta tristeza acercarse a la playa. No en balde los frecuentadores de las nubes suelen pasar la vida padeciendo nostalgia por aquellas alturas donde el mundo parece abarcable, y de hecho abrazable. Nada más tocar tierra, soltarse las amarras, dar los primeros pasos hacia afuera del papalote, experimenta uno la sensación -ésta sí familiar para los primerizos reincidentes- de una victoria íntima exultante, todavía mojada de adrenalina. Como si alguien adentro continuara volando con alas propias y en adelante ya no hiciera falta más que abrirlas para unirse al destino audaz del viento.

Oscurecía ya cuando una mala nueva, caída del cielo por correo electrónico, me devolvió de golpe a la tierra. Varias horas atrás, quizá cuando abordaba yo el avión en Belem, se había ido para siempre Daniel Sada. Despega uno del suelo sin la certeza clara de que cuando aterrice las cosas seguirán tal como las dejó. El funeral, leí, sería en pocas horas; para entonces ya estaría volando, aunque nunca tan rápido para hacer el amago de alcanzar al querido Daniel en su despegue.

Me quité los zapatos y dejé el coche atrás. En un rato tendría que emprender el camino al aeropuerto, quedaba poco menos de una hora para dar una vuelta por Ipanema y recordar la tarde en que anduve sin rumbo con Daniel por las calles de Guadalajara. Platicando de todo y de nada. Riéndonos de repente. Entendiéndonos más allá de lo esperado. A ver qué día nos vemos en el DF, ofrecimos. No sirve arrepentirse por lo que no se hizo, concluí mientras mojaba los dos pies en la espuma de la última ola. Mejor sentir el agua, como hace rato el viento, y creer porque quiero que ese súbito frío es un gesto de adiós al que se ha ido volando como si cualquier cosa. Va por ti, pues, Daniel, que no todos los días se abren las alas.