miércoles, octubre 05, 2011

Antes de irnos (Diario Milenio/Opinión 04/10/11)

Se trata de las puertas de un elevador. Si alguien mirara esas puertas de frente, tendría que darle la espalda al ventanal por donde entra, y a cuyo ras se detiene al mismo tiempo, el cielo más gris. Entre las puertas del elevador y el ventanal está el piso de madera, las sillas, las mesas, los cuadros, un piano, las escaleras. Tantos reflejos. Entre las puertas del elevador y el ventanal está la mujer. Sólo alguien que viniera dentro del elevador podría ver su rostro y, por consiguiente, lo que vería alguien asomándose desde la terraza del ventanal del piso 19 sería sólo su abrigo, el cabello, la parte posterior de los pantalones y los zapatos. Su espalda.

El Espía de la Terraza también podría ver esto: la mujer ha presionado el botón del elevador y espera. Sería algo normal, algo que no merecería ser visto, a no ser por la manera insistente, acaso nerviosa, en que la mujer mueve la cabeza de izquierda a derecha. Intermitentemente. El Espía, que hasta ese momento sólo se ha dedicado a observar el ir y venir de las olas, el ir y venir de algunas gaviotas, sabe que la mujer se pregunta si alguien la ve, si está siendo vista. Cuando se convence de que no es así, y sólo hasta entonces, cuando la luz en el tablero del elevador anuncia que apenas está en el piso 7, la mujer aproxima la cabeza a la pared. El Espía no podría atestiguar el movimiento con exactitud, no tanto porque no puede verlo bien, sino porque no lo ha imaginado antes. En sentido estricto, en realidad, no lo puede imaginar con antelación.

Lo que alcanza a distinguir no tiene mucho sentido: por los movimientos del cuello, por la manera en que la mujer coloca la mano sobre el dintel de la puerta del elevador, todo parece indicar que la mujer está aproximando la cara a la pared. La frente. La nariz. La boca. La lengua. Eso es: aún desde el ventanal tendría que ser posible ver cómo la lengua de la mujer se pega por segundos apenas contra la pared y, luego, cómo se retira para ver la mancha que ha depositado ahí. Un mapa. El Espía tendría que sonreír, las manos sobre el ventanal, incrédulo. La parálisis es algo estelar. La mujer, mientras tanto, habría movido la cabeza un poco a la derecha, haciendo posible lo que hace esta vez: la cara se acerca a la pared, hacia el ángulo que se llama el dintel, y ahora abre la boca de nueva cuenta. Muerde. Sí, eso es lo que hace. Hay una mujer que, mientras llega el elevador, mientras el elevador se detiene un momento en el piso 13, muerde el yeso del dintel. 

Si alguien viniera dentro del elevador podría ver el rostro de la mujer justo al terminar: la lengua buscando algo dentro de la boca, los ojos inquietos, las manos dentro de los bolsillos. ¿Qué?, le preguntaría ella, extrañada y a la defensiva. ¿Usted nunca quiso saber a qué sabía? ¿A usted nunca le interesó saber por qué la pared, esa pared y no otra, despedía un aroma tan punzantemente terreno, tan escandalosamente material? ¿Nunca un olor le obligó a arrojar la mano hacia un objeto? ¿Nunca un aroma lo hizo abrir la boca y aproximarse y tocar? Pero nadie viene en el elevador y, ya dentro, observando su rostro en los espejos que tapizan las paredes del cubo, limpiándose los labios con el dorso de la mano, la mujer recuerda un poema que no ha leído todavía:

[había una pared de adobe/ sin revestimiento donde se apoyaba mi cama./ En la madrugada, mi nariz contra la pared/ aspiraba su olor profundo, su tierra/ traída de la encañada donde se entretejían,/ como en un arabesco, raíces muertas de pasto.//

A mis espaldas mi familia dormía hacinada/ como una tribu acampada en un lugar ruinoso.// Entonces yo ponía mi lengua en la pared/ para dejar una mancha húmeda antes de irnos.]

El Espía de la Terraza tendría que darle la espalda a todo ello, a la visión de la mujer que muerde una pared blanca y tendría, ahora, después de eso, tendría que ver el mar. Las manos sobre el barandal, el viento despeinando sus cabellos. Al cabo de un rato lo habría, sin embargo, decidido. Deslizaría el ventanal hacia la derecha, abriéndolo. Entraría en el departamento y, pisando con todo cuidado para no hacer rechinar la madera, se dirigiría hacia el elevador. En lugar de presionar el botón, colocaría sus dedos justo sobre los lugares que habrían sido tocados por los labios de la mujer, su lengua, sus dientes.

Es obvio que no lo puede creer. Es obvio que Santo Tomás necesita constatar.

Cuando finalmente reconoce la pequeña hendedura bajo sus yemas desaparece el condicional y sabe, lo sabe de cierto, que vio lo que vio y como lo vio. La verdad, a veces, es sólo un pequeño rasguño sobre un pedazo de yeso. Nadie, sino el cielo, nada sino su grisura, puede ver ahora cómo cierra los ojos y cómo inclina la nuca hacia atrás y cómo se estiran sus labios. Nadie sino el cielo puede oír el leve, el levísimo eco de algo que, desde el futuro, desde aquí, parece el eco de una carcajada. Sólo el cielo, claro, y Watanabe, José Watanabe, ese hombrecillo ya muy viejo que, alguna vez, también supo de lenguas, de manchas, de paredes.

martes, octubre 04, 2011

Pobre México, tan lejos de Porfirio Díaz, tan cerca de Calderón-(Sexenio-Puebla 27/09/11)

Pobre Patria Mía es la cuarta novela histórica que pública Pedro Ángel Palou. La novela más conmovedora que he leído a lo largo de toda su obra.

Hablar de Porfirio Díaz no es sencillo, pues se trata de un personaje que históricamente ha sido vilipendiado por muchos historiadores. El discurso oficial nos entrega a un Porfirio Díaz dictador, cruento y lo culpa de ser uno de los Presidentes más infames de la Historia Nacional, casi al nivel de Gustavo Díaz Ordaz o Echeverría. La tarea de Palou no era sencilla, tenía que alejarse de un texto que cayera en el panfletismo ya por su positivismo o negativismo excesivo.

Rescatar a un héroe (porque lo es y lo fue) del olvido no era nada sencillo.

En Pobre Patria Mía el lector asiste un texto donde Porfirio Díaz, el hijo de Petrona, cuenta desde el exilio toda su vida. Un repaso importante por los hechos que lo marcaron y lo definieron. Una narración dictada, quizá, desde el más allá al escribiente de estas sus últimas memorias, porque no sólo se presencian sus reflexiones, también se sufren sus historias inundadas de soledad, de esperanza y de muerte.

Pedro Ángel Palou no inventa a un personaje, sirve a Porfi, Don Porfi para completar las memorias que ya no tuvo tiempo de escribir, gracias a Palou conocemos las conversaciones que tuvo con Madero o Juárez antes de morir, ya que lo visitaban para saber si se había arrepentido de todo lo realizadó.

Pobre Patria Mía es la novela que hace justicia a un personaje que muere en exilio y permanece en el olvido. A muchos –tal cual lo reclama Don Porfirio-, se les olvido que gracias a él Juárez entró triunfante a México, que el ganó la Batalla de Puebla, el Sitio de Puebla y que trajó el progreso y el orden a un país que estaba abandonado y se había forjadó en medio de las guerras. Tan sólo quiso mantener la paz y evitar una intervención ya francesa, ya inglesa y que se reconociera a México como un país sólido.

Porfirio Díaz es un ser que tuvo muchos errores en su gobierno, pero también gozo de otro buen número de aciertos; que ahora han sido olvidados, porque es más fácil juzgar y recordar lo malo que lo bueno.

Pobre Patria Mía, es la novela que viene a recordar al ser humano que quisó mucho México. A veces el amor hace que uno se ciegue y cometa muchas faltas en pro de la conservación del mismo. Y quién no haya cometido faltas en el enamoramiento seguramente es una máquina y no un ser humano.

lunes, octubre 03, 2011

Capulina de papel (Diario Milenio/Opinión 03/10/11)

Le llaman Capulinita


No sé qué edad tendría cuando perdí interés por las películas de Capulina. Diez u once años, tal vez. El tiempo en que uno empieza a avergonzarse de ser niño, si cada día lo es menos y la curiosidad se le convierte en morbo porque ya se sospecha que el humorismo blanco no pica igual que el chiste carmesí. Pero he aquí que el hombre del sombrero agujerado me había hecho reír con tantas ganas durante tanto tiempo que encima de eso me gustaba leer sus aventuras. Si por angas o mangas me perdía el programa de televisión, no podía pasar eso con la historieta que mi madre rescataba del puesto de periódicos el mero día que salía a la venta. No era la misma cosa, y hasta diría que resultaban harto diferentes, pero al cabo partían del mismo personaje. Al tiempo, sin embargo, que la pista del Capulina real se evaporaba en medio de mi pudor prepúber, nada me detenía para seguir leyendo la historieta, y de hecho coleccionándola. Si algo lamento ahora es no saber adónde fueron a dar aquellos ejemplares encuadernados.

Aventuras de Capulina contaba la historia de un oficinista barrigón, miserable y enamoradizo, acosado por cobradores incansables, perseguido a escobazos por la portera —doña Pachita, todos tenemos una— y por si fuera poco tiranizado a manos del señor Quiñones: un patrón irascible, majadero y hocicón que acostumbra correrlo, o simplemente echarlo de su oficina, de un patadón bien puesto en el trasero. Torpe, salado y algo pintoresco, el Capulina de la historieta disfruta de infinitas libertades, como la de expresarse en una suerte de español mexicano y vecindero que lo emparenta con Borola Tacuche de Burrón —algo más descocada pero no menos prángana— y le permite hacerse con una picardía cuyo puro candor es un deleite aparte. Con los dibujos de Héctor Macedo y las palabras de Ángel Morales, Aventuras de Capulina se las arreglaría no sólo para trascender los años infantiles de sus lectores, como las épocas que fueron y vinieron. A la fecha, no soy capaz de dar con unCapulinita —con los años, el cuento se encogió— sin devorarlo de principio a fin.

Tufo de raspabuches

“Viejo Dientes de Tiburón”, llamaba el Capulina de papel al patrón pateador, y acaso lo aguantaba sólo porque en aquella oficina menudeaban las guapas chamaconas a las que correteaba el día entero, generalmente con muy poca suerte porque a ese personaje solía lloverle siempre sobre mojado y tal era su más grande atractivo. Cliente ocasional de la hechicera tuerta Hermelinda y su colega, el siempre repelente Aniceto Verduzco y Platanares —estrellas por su parte de Brujerías (luegoHermelinda Linda) y Burrerías (luego Aventuras de Aniceto)—, Capulina solía recibir la visita de un familiar taxista, que al poco tiempo tuvo su propia historieta: El Tío Porfirio, un bigotón canoso, mañoso y dicharachero que juega a la rayuela y se administra largos tragos de neutle y raspabuches en el taller de su amigazo el Tuercas, cuya cara jamás conoceremos porque está siempre negra de grasa.

El día que mi madre se tomó un tiempo para hojear El tío Porfirio, la censura llegó a mi colección. “¡Cómo quema el gañote!”, celebraban el Tuercas y su secuaz del taxi, los dos echando lumbre por la boca merced a la bravura del chínguere recién ingerido, cuando aquella historieta abandonó mis manos camino a la basura. “Sólo eso nos faltaba, que yo te esté comprando los instructivos para que acabes de hacerte pelado”, sentenció mi mamá tras leerme la lista de historietas prohibidas a partir de ese día. Hermelinda, Aniceto, Chanoc, el Tío Porfirio, Pavesa y Luciferino, entre otros personajes fundamentales, quedaron más allá de las leyes hogareñas ya fuera porque en unos se hablaba un español escasamente lustroso o en otros menudeaban esas muñecas nalgonas y tetonas con las que mis cuentitos del Pato Donald no podían convivir. De los cómics locales, sólo tres se salvaron de la caza de brujas: Memín Pinguín, Los Supersabios y Aventuras de Capulina, esta última menos por el contenido que por el nombre del personaje, si buen cuidado tuve de callarme que el Capulina de la historieta era pariente próximo del borrachales ése de Porfirio.

El cuero de Capuleto


Si no recuerdo mal, el infausto señor Quiñones se movió de la escena poco antes de la llegada del abuelo Capuleto, probablemente padre del tío Porfirio pero sin duda menos liberal, pues su especialidad es arrear al sobrino a toda hora, bajo amenaza de ponerlo “morado a cinturonazos” ante el mínimo indicio de desobediencia. Capuleto es tramposo, abusivo, controlador, mujeriego, enérgico y gorrón, según me entero ya no cada semana, sino de cuando en cuando porque los años niños ya se acabaron y hace tiempo que no compro historietas, con excepción del Capulinita, y de pronto un Mini Hermelinda Linda, en honor de los gustos proscritos. ¿Cómo y cuándo pasó que Capuleto y Capulina se hicieron ricos? Lo olvidé por completo, si es que llegué a leer el episodio, pero recuerdo que estaba en la prepa y a las pocas semanas ninguno de nosotros ignoraba que los dos personajes se habían mudado a una enorme mansión, aunque inclusive allí persistía el abuelo en la pedagogía de los cinturonazos.

Después de tantos años y reediciones, ya nunca sé en qué parte de la historia van, pero ni me lo exijo porque nada más cae el cuento entre mis manos, me concentro en leerlo tan pronto como puedo. Pobres o ricos, Capuleto y el gordo me divierten igual. Unas veces ocurre que ya leí el capítulo y lo recuerdo casi completo, otras no sé si es nuevo o lo olvidé porque en su día —cosa más bien rara— lo leí nada más que una vez, pero en todos los casos el regocijo se deja sentir. Me gustaría citar aquí y ahora las decenas de chistes del Capulina real, que en su momento fue tan importante, pero lo intento y nada: en mi cabeza vuelve a dibujarse el sobrino panzón de Porfirio, nieto de Capuleto y ex empleado del señor Quiñones. En lo que a uno respecta, por lo tanto, ese tal Capulina es inmortal.