martes, septiembre 27, 2011

Alicia, vista desde el Sexto piso-(Sexenio-Puebla 20/09/11)

Walt Disney de la mano de Tim Burton –hace no mucho-, llevó al cine la continuación de Alicia en el País de las Maravillas. Una versión muy esperada por todos. La opinión al respecto de la segunda parte de Alicia no fue del todo aplaudida, como suele pasar con algo que causa tanta expectativa. Para unos cumplió con lo esperado, para otros quedó a deber y algunos más simplemente se fueron de las salas del cine con la desilusión impresa en su cara.

Alicia en el País de las Maravillas es desde hace mucho un clásico, no hay editorial que no tenga su versión de Alicia, desde los que venden la versión resumida, pasando por los que ofertan las dos partes entregando su particular traducción. Dentro de esta competencia editorial, sin duda la mejor oferta literaria le pertenece a Cátedra, pues busca resaltar la riqueza lingüística y lógica de dicha obra. Dicha edición no tenía competencia alguna en el mundo editorial y literario, hasta que apareció la versión de Sexto piso.

A diferencia de Cátedra, Sexto piso no recurre a una amplia introducción ni al uso de notas al pie a lo largo de ambos cuentos. Lo que sí hace es darles lugar a los traductores (Teresa Barba y Andrés Barba), permitiendo que uno de ellos –Andrés Barba- comparta con el lector la experiencia que tuvo al enfrentarse a la traducción de éste texto. Al final del primer tomo, Sexto piso ofrece una serie de textos que ayudan a contextualizar más la obra. Algunos de ellos fueron escritos por Carroll y otro más por Alice Lidell (niña en la cual se inspira Carroll para escribir este par de cuentos), el cual es continuado por Caryl Hargreaves (hija de Alice).

La traducción de Alicia que presenta Sexto piso, se ha realizado respetando los juegos lingüísticos y lógicos que están presentes en el idioma original; agregándole que buscan homologarse con la Alicia presentada por Tim Burton. Una Alicia más carnal, más viva y menos caricaturizada, por supuesto menos infantil. La Alicia presentada por Sexto piso es, quizá, más cercana al público juvenil. Ya que las ilustraciones, a cargo de Peter Kruper, presentan a unos personajes menos tiernos, más toscos.

Las versiones de Alicia presentadas por Sexto piso son fáciles de leer (debido al buen tamaño del libro y de la letra) y sin duda han obtenido un prestigiado lugar en la competencia editorial, pues han sabido conjugar presentación, traducción e ilustración de una forma elegante y atractiva para su consumo.

El derecho a la herejía (Diario Milenio/Opinión 26/09/11)


Si ponemos ambos derechos en la balanza, el del escepticismo debería pesar más que el de la fe. Pura defensa propia, no faltaba más.

1 Si fuera Hare-Hare

Fue un domingo, muy cerca de Chapultepec, en una casa como cualquier otra. Iba a cumplir veinte años y hacía tiempo me daba la cosquilla —Gibrán y Herman Hesse habían hecho su chamba, cómo no— de una especie de morbo misticoide, muy pasado de moda para entonces, de modo que ir tras él era un poco lanzarse a una de esas aventuras, innecesarias a ojos del sentido común, que le ganan a uno la fama de excéntrico. Dada mi expectativa exagerada, aquella tarde resultaría inolvidable no por entretenida, y ni siquiera por interesante, sino porque los prófugos del catecismo solemos recordar con retazos de azoro satisfecho nuestra primera incursión tentativa en el hospitalario territorio de la herejía. Nada más dar un paso hacia dentro del patio, un asiduo evidente me sonreía de los dientes a las muelas, y al instante me daba la bienvenida con las únicas dos palabras que me serían precisas a lo largo de una tarde más larga que una misa de tres padres: ¡Hare Krishna!


Había leído por ahí un reportaje según el cual nueve de cada diez recién llegados a aquella casa se volvían habitués, y muy pronto conversos. No lee uno esas cosas, consideré, sin sentirse un poquito desafiado. Quitarse los zapatos, lavarse los pies, entrar y unirse a coro y coreografía parecía un ritual más amigable que el de llegar a hincarme, santiguarme y aburrirme. Hare-Krishna, Hare-Krishna, Krishna-Krishna, Hare-Hare, canté como si fuera George Berger en Hair, y a los pocos minutos llegó el primer gurú. No esperaba, por cierto, que me sanara el alma, aunque tenía presente aquel libro que nunca compré, cuyo título siempre me intrigó: Fácil viaje a otros planetas. Ya sé: crecí creyendo que un día me iba a ir al cielo, pero igual no creía que un libro de diez pesos bastara para que uno se cumpliera el caprichazo de vacacionar en Venus. Ahora bien, con un gurú presente la cosa cambiaba. Y sin embargo, en vez de transportarnos ya no a otro planeta, sino mínimo al mezzanine de la conciencia, el hombre me condujo en cosa de minutos a ese mismo planeta del tedio donde tanto se hablaba del reino de los cielos. Luego vino otro, y otro, y otro más. Cuando me di cuenta, llevaba de las cinco a las ocho pagando el karma de los metomentodos. Por mi grande culpa, claro.

2. El rebaño iluminado

Terminada la prédica, danzamos otro rato y nos llamaron a merendar, pero ya satisfecha la curiosidad y hastiada la paciencia, me sentía prisionero y penitente de un rebaño distinto, pero rebaño al fin. Y por cierto, nunca he confiado mucho en la gente que trata de arrebañarme. ¿Por qué no me largaba de una vez? Supongo que sentía vergüencita. La hechicería de los pastores de almas empieza por acomplejar a las ovejas desobedientes. “El problema está en mí”, nos repetimos entre golpes de pecho porque a nuestra balada discordante no se le hincha la gana de sumarse al balido redentor. En todo caso, bendito sea el complejo, pues fue gracias a él que terminé sentado junto a un coverso fresco y la experiencia quedó redondeada. “Éste es el día más feliz de mi vida”, me confesó de pronto, con los ojos entre entornados y saltones de quien se halla de viaje ya no en otro planeta, como en una distinta galaxia, donde ha visto una luz que vale por mil soles como el nuestro.

“¿Quién te vende los ácidos?”, me vi tentado a preguntar, pero por experiencia conocía las reacciones que en los iluminados tiene el humor de los aguamisas. Estaba, aparte, demasiado entretenido en deshacerme de mi vaso de yogurt, recién servido de una pinche cubeta que en mi humilde opinión parecía más apta para trapear el piso, mientras los anfitriones nos iban invitando a cooperar con algo, billetes o monedas. ¿O sea que era lo mismo: una vez trasquilado, el rebaño puede ahuecar el ala en santa paz? Faltaban diez minutos para las nueve de la noche cuando salí de la misa más larga de mi vida, jugando a imaginar que el converso de marras se preguntaba por mi estado mental, pues a sus ojos nada habría sido más lógico que encontrarme también como Winnie Puh en tacha. ¿Cómo osaba plantar esa jeta aburrida en el día más feliz de su existencia? Afortunadamente, elegí hare-krishnas. Otros, menos pacíficos y acaso harto exaltados, me lo habrían reclamado airadamente, con enjundia de beata regañona o celo de mulá reparador. No ver lo que ellos ven, del color que lo ven, ni compartir su prisa, ni sus miedos recónditos, ni su credulidad, ni su patetismo: tal es la falta de nosotros, los infieles.

3. Todo sea por la lana

Infieles somos todos, desde el momento en que hay más de una creencia y casi todas son celosas terminantes. Ejercemos, al fin, el derecho universal a la infidelidad en materia religiosa. Antes que la prerrogativa de ingresar en un culto, tendría que ubicarse la de no hacerlo. Es decir, por lo tanto, no poder ser juzgado ni castigado por los preceptos de una religión ajena. Suena más que evidente, pero hoy día son rebaño quienes piensan que debe ser al revés. Es decir que las mentes libres de histeria mocha deberían tratar con especial respeto las creencias extremas de los fanáticos, incluso y sobre todo si éstas les son hostiles o discriminatorias. No vayan a enojarse, ya ves como son ellos.

A los ojos de un clérigo, muy pocas invectivas hay tan graves como infiel o hereje. Sé que me las merezco, de acuerdo a su sistema de certezas cerradas, pero en respuesta a quien me las dirija elijo en cualquier caso la moderación y muy piadosamente le considero imbécil, un insulto menor, en comparación, que dentro del contexto parece meramente descriptivo, toda vez que se opone a mi santo derecho a descreer, indispensable para administrar mi crédito y viajar a otros planetas, o tomar el camino del Cielo, o disfrutar de las pequeñas compensaciones con las que los sentidos y el intelecto premian las ocurrencias de los infieles: siempre tan respetuosos entre tanto bandido.