martes, agosto 30, 2011

Allí te comerán las turicatas /y II (Diario Milenio/Opinión 30/08/11)

La mujer me miraba con sus grandes ojos negros y, angustiada, contestaba cosas que yo no podía traducir. Me desesperé, naturalmente. Intenté incorporarme para salir y seguir buscando el regreso a la vereda del monasterio, pero ella me atajó. Por el techo abierto al cielo vi pasar parvadas de tordos, esos pájaros que vuelan al atardecer antes de que la oscuridad les cierre los caminos. Luego, una cuantas nubes ya desmenuzadas por el viento que viene a llevarse el día. Es difícil saber a veces cómo pasa el tiempo. Me volvía a sentar, sin remedio. El hombre apareció entonces y se colocó junto a ella. Algo le dijo. Algo discutieron frente a mí, como si estuvieran solos. Al final, él desapareció por un rato y luego volvió con un plato hondo entre las manos. Con movimientos rápidos y hoscos, colocó el plato sobre la mesa que era una puerta. Se trataba de una sopa caliente donde naufragaban apenas unos cubos de papa y unos huesos blancos. Una cuchara de plata vieja me ayudó a llevarme el líquido caliente a la boca abierta. Sonreí. La sensación de bienestar que llegaba al estómago me obligó a verlos con agradecimiento. Ahí estaban los dos, detenidos el uno dentro de los brazos del otro, viéndome, esperando un veredicto.

—¡Qué rica! —exclamé, como si me entendieran. Y ellos, a juzgar por las expresiones de sus rostros, lo hicieron. Algo se dijeron entonces con algarabía y algo me dijeron en el mismo tono antes de ir hacia el equipal donde descansaban sus ropas. Me estaban ofreciendo un par de sábanas raídas y, por el gesto, supuse que me invitaban a dormir. Les dije que no con la cabeza; se los agradecí, colocando la mano derecha sobre el corazón e intentando una pequeña inclinación del torso. Por más que quise no encontré las señas adecuadas para hacerles entender que alguien me esperaba allá arriba, no muy lejos de ahí, dentro de un cuarto rentado.

—Hay alguien del otro lado del bosque —dije varias veces, cada vez en tono más bajo, hasta que la frase se transformó en un puro eco.

Ellos no me entendieron o fingieron no entenderme y me llevaron del codo hacia la cama de otate que yacía en un extremo de la casa, la parte donde sí había techo. Juntos los dos, como si se tratara de un par de ancianos preocupados por el bienestar de un hijo pequeño, me empujaron hasta que no me quedó más remedio que sentarme y, luego, acostarme, sobre las sábanas raídas. La almohada era una jerga que envolvía pochote o una lana tan dura o tan sudada que se había endurecido como leño. Supuse que la palabra con la que se despedían de mí era “descansa” y que alguien dentro de mí los entendía a la perfección porque, en efecto, cerré los ojos. No supe cuál de los dos depositó un beso pequeño, un beso más bien efímero, sobre la frente. Tampoco supe quién fue el que me tocó los labios.

Esa noche soñé otra vez con los monociclistas que llegaban a través de un jardín de árboles frutales en largas limusinas negras. Como si no hubiera pasado el tiempo, pensé de nueva cuenta que tenían su encanto. Los veía y no dejaba de sonreír: Una serenata que era solamente una coreografía. Los monociclistas se movían de un lado a otro con extraña presteza, desarrollando un plan preconcebido con arabescos exactos.

El cuarto donde estaba se sentía caliente con el calor de los cuerpos dormidos. Allá afuera aclaraba el día. El día desbarataba las sombras. Las deshacía. A través de los párpados me llegaba el albor del amanecer. Sentía la luz. Cuando desperté ya los dos estaban alrededor de la mesa tomando algo caliente de un par de jarros. Seguían desnudos y hablaban. No paraban de hablar. Hablaban en el mismo tono en que lo habían hecho a lo largo de la noche. Supuse que parte de su charla se refería al extraño huésped en que me había convertido porque, en cuanto se dieron cuenta que había abierto los ojos, vinieron a saludarme.

—Esta mesa es una puerta —dije, sabiendo que no me entenderían, confirmando lo obvio. Irritada. Tenía que salir de ahí pero no sabía cómo. Ellos no parecían lo suficientemente fuertes como para detenerme, pero justo como el día anterior yo no sólo me sentía débil sino también pesada. Algo me ataba al asiento de la silla sobre la que descansaba. Algo brotaba de las plantas de mis pies. Algo me retenía ahí, junto a ese hombre y esa mujer. Miré el jarro de líquido caliente con desconfianza y, a ellos, con suspicacia u odio. Luego, sabiéndome derrotada, miré por la apertura del techo: el cielo era igual a sí mismo. Las nubes, no más que un antifaz. ¿Qué se sentiría quedarse a vivir en ese sitio para siempre? La pregunta, por sí misma, me espantó. Traté de incorporarme de nueva cuenta pero, como había ocurrido con las anteriores, no pude. La mujer, de repente, se hincó frente a mí, colocando su frente sobre mis muslos. Por un momento imaginé que rezaba, pero sólo murmuraba algo incomprensible. Sayula, alcancé a reconocer esa palabra. Contla. Era evidente que trataba de comunicarme algo de cierta importancia. Me tomó de la mano y, como si me hubiera convertido en una inválida o una convaleciente, me llevó con gran lentitud a la cama de ocote junto al piso, y ahí me depositó. Me recargué contra la pared de adobe y abracé las piernas dobladas. Coloqué la barbilla sobre las rodillas. En esa posición observé cómo se fue vistiendo mientras continuaba con su perorata o confesión. Una falda de lana. Una camiseta blanca. Un abrigo largo. Una bufanda de colores. Un gorro. No supe cuánto tardó todo eso. Cuando hubo terminado parecía otra mujer. Alguien distinto. Tal vez lo era. Esa otra persona tomó un atado con sus pocas pertenencias y cruzó la misma puerta que, no hacía tanto, había tocado yo con cierto entusiasmo. La vi partir en silencio. Del otro lado de la puerta estaba la línea de montañas y, luego, la más remota lejanía. Me costó un esfuerzo enorme alzar una mano, decirle adiós. Inmediatamente después, caí otra vez sobre las sábanas raídas.

Supuse que caí dormida en el acto porque, al despertar, era ya de noche y yo no hacía otra cosa más que volver a contar el sueño de los monociclistas. Un cierto encanto, repetía esa frase y los veía. Los seguía viendo.

—No volverá — me interrumpió una voz masculina que venía de lejos —. Se lo noté en los ojos. Estaba esperando que alguien viniera para irse — aseguró con pesadumbre, con ira. ¿Tragaba saliva? Luego guardó silencio por un rato tan largo que pensé que se había quedado dormido. Pero él carraspeó un par de veces antes de continuar.

Ahora tú te encargarás de cuidarme —dijo.

Como antes bajo la niebla, no supe qué hacer. Iba a contestarle algo pero las palabras se me quedaban, pesadas, en el estómago, negándose a ascender. La boca. No hice otra cosa más que oírlo perpleja, en silencio.

—¿O qué, no quieres cuidarme? — preguntó, iracundo—. Vente a dormir aquí conmigo.

—Aquí estoy bien —le contesté, sintiendo bajo mi cabeza la textura de leño de la almohada. Todavía me alcanzó el tiempo para recordar las paredes de adobe del monasterio. La noria vacía. Los tordos a lo lejos. Todavía pude recordar los tantos años que había pasado allá afuera entre monociclistas, sonriendo.

Es mejor que te subas a la cama —insistió—. Allí te comerán las turicatas.

Sus palabras no tenían sentido, eso era cierto. Pero cuando intenté voltear el torso para incorporarme, las vi: formaban una larga columna que avanzaba en sigilo pero sin tregua. Las hormigas son, a veces, un ejército en marcha. La palabra pequeñísima. El adverbio lentamente. Iba a gritar, pero me contuve a tiempo. Las parejas que han vivido cerca por mucho tiempo tienden a comportarse así, pensé.

Entonces fui y me acosté con él.

—Donis —dije, antes de abrazarlo. Antes de caer, dormida.

lunes, agosto 29, 2011

Poética reconstrucción de un ícono-(Sexenio-Puebla 23/08/11)

Marilyn Monroe nunca me llamó la atención, por ende no me he animado a ver ninguna de las películas en las que ella actuó. Siempre la considere una belleza típica de Estados Unidos: güera, bonita y hueca. Vacía, sin nada que decir ni aportar. Y este juicio se deba, quizá, a que no me tocó verla o simplemente han construido tanto alrededor de ella que le quitaron atractivo.

El único retrato interesante lo hizo Thruman Capote, en su texto: Una adorable criatura, que aparece dentro de la colección de cuentos Música para camaleones, editado por Anagrama.

Sólo sus allegados sabían que existía otra Marilyn Monroe, mejor dicho sólo ellos pudieron conocer a Norma Jeane Mortenson, el nombre real de la actriz. Lee Strasberg -el fundador del Actor's Studio-, es uno de esos amigos, quien a la muerte de la actriz heredó sus posesiones personales, al morir éste, su hija, Anna Strasberg, encontró dos cajas de poemas y otros manuscritos de la estrella de cine. Anna acudió a un viejo amigo de su familia: Stanley Buchthal, quien luego solicitaría el consejo del editor Bernard Comment; juntos, estos últimos personajes, se encargarían de planificar la forma más adecuada para darle vida a este libro.

Este libro ofrece al mundo entero una parte inédita, desconocida (probablemente para algunos, inimaginable) de Monroe: la de una mujer con mucho por decir, que busca conocerse e interpretar el mundo; una poeta en ciernes; así como a un ser que se sentía vacío, triste, pues nadie era capaz de tomarla en serio. Sólo se fijaban en la actriz y nunca en la mujer con amplia sensibilidad, razón por la cual no tenía derecho a equivocarse. Fragmentos. Poemas, notas personales, cartas es una belleza editorial, pues tuvieron a bien digitalizar cada una de las páginas que escribió Norma Jeane, seguido de la transcripción y la traducción al idioma español. Si esto no pareciera bello, este libro regala al público imágenes de una Marilyn Monroe leyendo a Joyce, viendo grabados de Goya, escribiendo, bailando con Capote o conviviendo con Carson McCullers; de igual forma, comparten las portadas de algunos de los libros que conformaban su biblioteca, entre otras fotos.

Un libro que humaniza a la actriz y que mitifica a la mujer que pocos pudieron conocer.

Ahora puedo decir que Norma Jeane se me hace atractiva y la lectura de este libro hace que me den ganas de darle una oportunidad a Marilyn Monroe, lo cual, creo, a ella le hubiera gustado más así; ya que la actriz sólo es una ficción creada por Hollywood. Y la mujer es una persona que buscaba un lugar en el mundo, al no encontrarlo decide suicidarse para terminar con todo sufrimiento.

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Ya que estamos bajo el manto de Marilyn Monroe, es digno de festejar y aplaudir la realización del 2do Festival Internacional de Cine de Puebla, que dentro de sus inmensos proyectos destaca la idea de devolverle los espacios al público para quienes la experiencia cinematográfica se ha vuelto inaccesible, bautizado como: Cine Itinerante.

El objetivo de éste es llevar a cárceles, hospicios, escuelas, asilos, hospitales, plazas públicas y juntas auxiliares dentro del Estado de Puebla; películas que permitan la reflexión en torno a problemáticas sociales: de género, derechos humanos, luchas de la clase obrera, marginalización, cuidado del medio ambiente y la preservación de los recursos naturales, entre otros. Esto con el afán de fortalecer la diversidad cultural promoviendo la exhibición alternativa fuera de los circuitos que regulan su programación, condicionados por los criterios del mercado. La gira del Cine Itinerante será del 12 al 21 de Septiembre.

¡No se lo pierdan!

Esperando por Irene (Diario Milenio/Opinión 29/08/11)

1. La isla desierta

Era apenas el sábado y ya caía afuera un tormentón. O cuando menos eso me acomodó pensar, desde el cuarto en el piso 25 donde el estruendo de la lluvia competía desventajosamente con el run-run aire acondicionado. En otra situación, me dije, sería un pecado continuar durmiendo más allá de las once de la mañana, y acto seguido me revolví en las sábanas como quien se sumerge bajo los vapores de un poderoso anestésico. Si en Manhattan soplaba un huracán, más valdría dormir en su transcurso. Extrañamente, pasado el mediodía la lluvia había parado. Hacía hambre, además. Detrás de la cortina divisé una llovizna insignificante, así que al chico rato ya estaba en la calle. Por la televisión había caído en la cuenta de que Irene aún estaba por llegar, aunque ya degradada de la categoría 2 a la 1. Es decir que seguía siendo un huracán, aunque traía vientos algo menos veloces. Llegaría, en todo caso, pasada la mañana del domingo. Bastan quince minutos de noticieros para que el ignorante se transforme en experto en la materia.

Quienes jamás hemos vivido un huracán encontramos las precauciones desmedidas en un lugar como Nueva York, cuya condición de isla no suele estar presente entre sus edificios. Nada más fácil entre tanta solidez que olvidarse su fragilidad. ¿Dónde he visto esta isla desierta? Extraña y desconcierta ver las calles vacías, los comercios cerrados, las puertas pertrechadas con montañas de sacos de arena, las palmeras del Rockefeller Center tendidas en el piso por pura precaución, mientras del Gran Desastre no se percibe más que una tonta llovizna inconsecuente. Voy de Park a la Séptima, luego de la 42 a la 34 y con trabajos hay un par de tiendas de abarrotes abiertas. Entre Octava y Novena, una treintena de grúas aguarda la hora de entrar en acción.¿Momento de encerrarse en un cine, quizás? Imposible: todos están cerrados. Uno de ellos tenía el vestíbulo abierto, pero el empleado me ha devuelto a la calle con la mirada de un tío regañón. ¿No he visto, acaso, que no hay trenes, ni aviones, ni subway, ni otra cosa que taxis devorando avenidas, a la caza de algún peatón desconsolado? Vuelvo al hotel con el alma encogida, preguntándome ya qué tanto va a quedar de aquí a mañana de lo que hoy está en pie. Listo, pues: soy un cliente más de la psicosis.

2. Ahí viene el lobo

Anochece y arrecia la lluvia. Si he de hacer caso a la televisión, lo que viene subiendo por la costa Este dejará la ciudad en un estado lo bastante lamentable para que los periódicos del lunes nos ofrezcan una larga probada de espanto citadino. Menudean, por lo pronto, las imágenes de Irene y sus estragos en camino hacia acá. Árboles arrancados de cuajo, cobertizos derruidos, coches llantas arriba, hoteles y edificios habilitados como refugios. Bajo al lobby: recién llegan los huéspedes de otro hotel de la misma cadena, ubicado muy cerca de la orilla del mar. Estás en una isla, me repito y regreso a asomarme la calle, donde literalmente no hay un alma. Ya se fueron los taxis, no hay curiosos ni vendedores de paraguas. El único bullicio proviene del restaurante del hotel, reservado por hoy a los puros huéspedes. No conozco a ninguno, pero la gritería y el calor humano dan la idea de un pequeño festín. Al tiempo que dispongo de un platazo de pollo asado con arroz y verduras, me conforto pensando que aún hay vida en la isla desierta.

Si anteayer repelaba por la oferta leonina de internet —nada menos que 17 dólares por 24 horas de conexión en teoría veloz y en realidad mediocre—, hoy me cuelgo del WiFi con apego de náufrago agradecido. (Pensándolo mejor, la próxima vez que alguien me pregunte qué llevaría conmigo a una isla desierta, me luciré diciendo que no preciso más que una laptop, un módem y un router funcionando.) Enciendo el iTunes y paladeo el sarcasmo de escuchar a Sinatra cantando a “la ciudad que nunca duerme”. (Excepto, eso sí, cuando Irene u Osama logran ponerla en estado de coma.) Y eso es lo que repiten los noticieros: hace diez años que estas calles no lucían así. Días después de sobrevivir a un terremoto más ruidoso que dañino, la ciudad da una nueva oportunidad a los agoreros del Armagedón, muchos de ellos de acuerdo en que el final del mundo tendría que empezar por aquí.

3. Huracán que se duerme

Debe de ser efecto del morbo y sus expectativas catastrofistas, pero algo hay de dichosa decepción en la mañana seca del domingo. Contra todo pronóstico, la ciudad reaparece poblada de paseantes que disparan sus cámaras en todas direcciones. Unos se toman fotos al lado de los carros de bomberos o encima de los sacos de arena que están allí de adorno, por lo visto (o en fin, por lo no visto), si bien la mayoría se contenta con llevarse una imagen anticlimática de la Quinta Avenida medio vacía. En cuanto al Central Park, que a estas alturas bien podría ser un escenario sobrecogedor, sus visitantes han ido arrancando las cintas plásticas que prohibían el paso y ya se mezclan entre pájaros y palomas, animales mejor facultados que uno para pronosticar los cambios atmosféricos. Nada parece tan reconfortante como verlos volar entre ramas y bancas. Si según ellos todo sigue bien, respiro finalmente, ya podemos ir prescindiendo de los noticieros.

Hace dos días que la cama está deshecha, pero el caos se mira diferente cuando regresa uno de la realidad con la certeza clara de que mañana todo seguirá igual y el milagro de las calles repletas parecerá lo más normal del mundo. Irene, al cabo, nos ha puesto un plantón espectacular, igual que esos castigos que de niños temimos como al infierno y a la mera hora nunca se presentaron. Imposible medir la talla de este alivio. Ya lo dicen de pronto por aquí: la ausencia de noticias es de repente la mejor noticia.