martes, julio 05, 2011

Escribir contra la guerra (Diario Milenio/Opinión 05/07/11)

No hay pocas escenas de horror y sangre en la crónica gráfica que Joe Sacco publicara en 2001 sobre la guerra en el este de Bosnia, especialmente sobre la manera en que ésta se desarrolló en Gorzade, un pequeño poblado enclavado en el valle de Drina y cuya población fuera predominantemente musulmana y serbia. En el recuento crítico de la guerra durante el álgido período que va de 1992 a 1995 aparecen,naturalmente,las escenas de hambre y creciente desesperanza que fueron marcando la región, así como los recuadros en los que se da cuenta de los tiroteos nocturnos que pronto se convertirían en diurnos y, luego, en permanentes. Están las aguas ensangrentadas de un río, el Drina, cuyo nombre se convertiría luego en el nombre de los cigarros que calmaban los nervios y servían también como moneda de cambio. Narradas a veces en la voz de la primera persona que le pertenece a los testigos presenciales y a los sobrevivientes, pasan por estas páginas llenas por igual de dibujos y de palabras, las vergonzosas masacres de Foca y Srebrenica. Las violaciones masivas de mujeres, los cuerpos descuartizados de hombres y de niños, los hospitales donde se operaba, cuando se podía, sin anestesia: todo eso está en el libro.


Pero tal vez no hay cosa más escalofriante en estas páginas traspasadas por las marcas más atroces de la guerra que cuando los personajes, habitantes comunes y corrientes de Gorzade, empiezan a contar, más con estupor que con verdadera rabia al inicio, más con el horror que no pocas veces conduce a la incredulidad que al deseo de venganza, cómo fueron reconociendo las caras de sus vecinos en los cuerpos de sus atacantes. Y digo que tal vez no haya cosa más escalofriante porque es ahí, en ese cruel reconocimiento, que los lectores de este libro maravilloso y horrendo, humano y atroz, finalmente nos damos cuenta de lo que significa vivir en guerra, hacer la guerra, sufrir la guerra en el día con día.


De manera por demás sintomática, es en el capítulo intitulado “Vecinos” que la madre de Edin, el amigo-informante que es el Virgilio a cargo de llevarnos tanto a Joe como a sus lectores por los intrincados caminos de Gorzade durante estos años tan difíciles, comienza a mencionar los nombres de los rostros de sus vecinos serbios en una filmación casera. La mujer recuerda ahí, en un par de recuadros que privilegian un rostro ya cruzado de arrugas, cómo solían tomar café en sus casas o cómo celebraban sus navidades ortodoxas o, incluso, asistían a sus bodas. “Cuando los serbios se acercaron como a 50 metros”, admite otro mientras, asomado apenas detrás de un barandal, reconoce a lo lejos a un soldado perpetrado bajo el dintel de una puerta, “reconocí a mi vecino. Uno de ellos había pasado mucho tiempo con mi hijo más joven, mucho tiempo en mi casa… haciendo la tarea, con mi hijo”.


“La cosa más espantosa y aterrorizante del fascismo”, detalla Christopher Hitchens en la introducción de este libro, “es que sólo toma unos cuantos gestos (la cabeza de un cerdo en una mezquita, el rumor de un niño secuestrado, una provocación armada en una boda) deshacer lo que el trabajo comunal ha hecho por generaciones enteras”. Y añade: “Pero normalmente los fascistas no tienen las agallas para llevar a cabo este trabajo por sí solos, necesitan el apoyo de sus superiores o la ayuda de un poder externo, y necesitan saber sobre todo que “la ley”, ya sea definida nacional o internacionalmente, será una broma a expensas de sus víctimas”. De acuerdo a Hitchens, estas tres indulgencias fueron garantizadas en Bosnia durante los años del monumental conflicto. Así fue como los vecinos olvidaron a los vecinos y se encerraron en su terror. Así también fue cómo representantes del Estado, originalmente elegidos para servir y salvaguardar el bienestar de los ciudadanos, eligieron una alharaca nacionalista, enunciada aquí en términos étnicos, para demostrar que tenían la razón en lugar de gobernar. Así fue cómo el trabajo de generaciones enteras en eso que hacemos bien en llamar vecindario o, más generalmente, comunidad, fue disolviéndose en un río (y esto no es metáfora) de sangre y de impunidad.


Si algún lector cree que me he equivocado y, en lugar de hablar de Gorzade a finales de siglo XX, estoy hablando de México a inicios del XXI, debo decirle que no ha cometido un error. La historia que Joe Sacco va desarrollando en textos bien informados, diálogos delirantes y verosímiles (tal vez verosímiles por lo delirantes), y dibujos precisos, de gran poder evocador, es, en efecto, sobre la guerra en el este de Bosnia, pero es sobre todo, de ahí el paralelismo, sobre La Guerra, así, con las mayúsculas de las minúsculas. Difícil no asociar el hambre de poder, el cinismo y cerrazón de los gobernantes, el reino imperante de la corrupción y la impunidad, con los hechos que forman la realidad del país donde nací. No son gratuitos los consejos de no viajar por carretera, ni las sugerencias, sobre todo en ciertas ciudades del norte, de no salir a cenar en lugares públicos ni mucho menos a bailar o divertirse. No son exageraciones lo que cuentan en voz baja los parientes que visitan desde esas ciudades fronterizas: ya se pude cruzar ciertas brechas y el olor a cuerpos chamuscados por las tierras de adentro no es tan obvio, pero nada se ha calmado. No es exceso de cariño ni proclividad por el melodrama lo que provoca que cada despedida vaya precedida de un “cuídeseme mucho” y el abrazo del que no está seguro que esto, este abrazo, volverá a suceder.


¿Cuántos recuerdan todavía lo que sucedió en Bosnia? ¿A cuántos les estremece aún el nombre de Srebrenica? Mi temor es que, sin un registro de los testimonios de esta guerra mal llamada contra el narcotráfico, sin un gran archivo que resguarde las voces de las víctimas de la guerra con la que el gobierno de México decidió unilateralmente iniciar el siglo, en algunos años no sólo habremos de olvidar las masacres y el dolor, sino también, acaso sobre todo, ese trabajo de generaciones enteras, ese trabajo amoroso y rutinario, dialógico y constante, que cuesta formar la comunidad que bien hacemos en llamar vecindario. Escribir es un estremecimiento también. Y es algo nuestro.

lunes, julio 04, 2011

La premura del santón (Diario Milenio 04/06/10)

Entre el fin y los médiums


Hacía días que circulaba la noticia, pero no había forma de confirmarla. Ni la hay, todavía, ni quizá la haya nunca porque en realidad no es una noticia, sino materia pura de especulación. Y todavía más: materia religiosa. O eso al menos intentan los hagiógrafos, con todos los recursos a la mano menos el más urgente, que es el tiempo. Se trata de que nunca sepamos más verdad que la que ellos decidan transmitir, pues la idea no es registrar la historia, sino escribir alguna forma de evangelio antes que se haya hecho demasiado tarde. Si Hugo Chávez se muere de aquí a pocas semanas, sus valedores y beneficiarios necesitan el tiempo indispensable para que, antes de enfriarse, su carne se haya transformado en verbo. Divino, si es posible. Que siga trabajando, aunque no pueda ya hablar ni moverse y sea preciso prenderle veladoras para escuchar el eco de sus santas palabras. Como esos deudos que se resignan a vivir al lado del cadáver del ser querido con tal de no dejar de cobrar su pensión, hoy los hermanos Castro son como un par de viudos potenciales en actitud querúbica y desesperada. Por eso no es el médico, sino Fidel quien habla con el enfermo, y éste lo escucha como a una eminencia.


Igual que ocurre con las vidas de los santos, las noticias sobre la vida y probable agonía de Hugo Chávez se arman igual que los rompecabezas. Un trazo por aquí, un color por allá, un detalle que inusitadamente encaja en medio de la confusión general. Para una élite que lleva más de medio siglo en el poder, acostumbrada a reescribir la historia de acuerdo con su precisa conveniencia, la idea de tratar con un personaje tan voluble y antojadizo como la muerte tiene que ser un trámite tortuoso e indignante. ¿Quién se cree esa señora para venir aquí a imponer sus condiciones? ¿Y quién se cree cualquiera, comenzando por el que escribe estas líneas, para hablar de la muerte cuando ninguno de ellos ha tocado el tema y oficialmente sólo hay enfermedad, por supuesto curable pero ya digna del mayor heroísmo? ¿Sería posible arreglar este asunto sin tener todavía que llamar al médium?


Todo es posible en el pus


Una de las ventajas de la hagiografía consiste en ubicar al tiempo de su lado: si el santo ya está muerto, se puede trabajar con calma y mente fría de modo que después pueda ser adorado tal como corresponde a los de su estatura; pero ir contrarreloj en el empeño y colgarle la aureola al hombre vivo de forma que se muera ya sobre el altar es tarea titánica que a nadie se le envidia. ¿Qué van a hacer los Castro si se les quiebra el santo sin haberle construido el altarcito? ¿Quién garantiza que su ausencia intempestiva no abrirá el apetito de más de sucesor en potencia, a saber si no algún opositor? ¿Y si pasa como con tantos mandatarios inmaculados, que a la hora de espichar les salen trapos sucios por doquier y no hay ya quien controle la información? Por eso digo que éste es trabajo para hagiógrafos. Si han de brincar noticias estruendosas sobre el muerto, conviene que ya tenga la aureola en su lugar, de modo que sus fieles puedan lanzar cómodos anatemas contra los herejes y no quede lugar a discusión.


Los indicios son múltiples. Desde las planas llenas de líneas sobre Chávez en el Granma —sería frivolidad apodarlas información— hasta la recentísima declaración de Adán Chávez Frías (hermano radical que hace ver a Hugo como un moderado) sobre la eventual necesidad de usar las armas para defender su revolución, si acaso los votantes opinaran distinto en las urnas, todo apunta, otra vez, a una situación grave que debe camuflarse con eufemismos. Si a lo que hasta hace poco se le llamaba absceso ya se le reconoce como tumor-maligno-totalmente-extirpado, habría que ser ingenuo u obediente para creer que al fin se escucha la verdad sobre un tema espinoso del cual dependen tantos asuntos acuciantes, como la transferencia y conservación de un poder que hasta pocas semanas atrás era unipersonal e intransferible.


El primer autohagiógrafo


Tal vez la peor desgracia del tirano sea jamás poder confiar en nadie, aunque también para eso están los lazos fraternos. De ahí que tanto los hermanos Castro como sus socios y émulos, los Chávez, sean reacios a soltar información y muy propensos al envío de mensajes. Tienen que controlar la situación, aun a sabiendas de que sus inmensos poderes no valen más allá de sus fronteras. Pero ahí está la santa hagiografía: si los números nunca terminan de cuadrarles y los panes y peces no nada más no se les multiplican, sino que ya no alcanzan ni para dividirlos, sólo queda contar con los fieles más duros de un culto que demanda sumisión absoluta y no depende de hechos ni resultados, sino de la palabra de sus ministros. En la eventual aparición de dudas cosquilleantes, contradicciones obvias o algún problema de verosimilitud, se invita al compañero solidario a oprimir ipso facto el botón de amén.


Renuente a dejar chamba tan delicada en manos de cualquiera que no sea él mismo, hace años que Fidel se ha entregado a construir su propia hagiografía. Sus “reflexiones” tienen vocación de epitafios y en ellas se respira la nostalgia del añejo mandón por las épocas previas a esa calamidad de la información globalizada. Qué esperanzas que en esos buenos años hubiera batallones de blogueros denunciando, por ejemplo, los grandes tirajes de sus libros, cuya edición obliga a sacrificar las de otros acaso más legibles y menos aburridos. ¿“Acaso”, he dicho? Quise decir: sin duda. Y esto ya nos devuelve a la hagiografía, que de por sí es tediosa pero igual no se espera que sea entretenida. Entre tantos herejes empeñados en derrocar tiranos, la vida de un exégeta de la opresión debe de ser triste y sacrificada. El libio, el sirio, el coreano, el cubano, el venezolano: ¿Qué harían sin hagiógrafos? ¿Qué más les queda sino mandar hasta la muerte? ¿Qué va a hacer de su iglesia cuando queden más rezos que fieles?