miércoles, junio 08, 2011

El poema como devoción (Diario Milenio/Opinión-07/06/11)

La poeta norteamericana Eileen Myles publicó su Inferno (una novela de poeta) en 2010. Entre el relato memorioso y la novela propiamente dicha y el tratado sobre poesía, este Inferno es una veloz, deliciosa, energética visita al pasado, una vuelta a ese proceso vital que hizo de esa niña católica, de la clase trabajadora de la costa este de Estados Unidos, una vigorosa poetaqueer con voz propia. Las palabras y los cuerpos y las calles de un Nueva York de finales de los 60s están tan vivas en estas páginas como esos trasiegos iluminadores sobre la poesía. Aquí, por primera vez en traducción al español, una selección apenas de este libro:


El lugar que encontré estaba tallado por la tristeza y el sexo y para escribir un poema ahí sólo necesitabas congregar. Había días en que los sentimientos estaban tan afuera que te comportabas como un pintor, un niño con los bolsillos muy grandes, que llevaba la lavanda a casa. El poema era una rejilla—ese influjo y ese movimiento a través de él en el que sólo recogías y colgabas las cosas mientras te la pasabas cantando a todo pulmón sobre tu corazón roto. Tarareando. Era un gris muy, muy profundo. En ese lugar (y la poesía es sobre todo una cierta maestría sobre los lugares, no del mundo sino del clima de los estados que conforman tu vida y lo que lees y cómo tomaste cada una de las cosas y lo que con el tiempo regresó) cada una de las series de eventos crea una estación. Y las estaciones crecen enormidades (hasta que mueren) y en cada una de ellas creas una nueva definición de lo que es el poema en relación al espacio de tu mente, del corazón, esa clase de sustancia. Se trata del bhav del mundo en el que estás. En mi cortejo o mi amor temprano por esta muchacha (y así fue cómo realmente terminó) fui a la India y seguí pensando y leyendo sobre la India ya cuando el viaje se había terminado. Finalmente comprendí que era occidental. En realidad había supuesto hasta entonces que, a final de cuentas, toda la realidad era así. Que a final de cuentas la realidad era católica, incluso blanca. Pero no era cierto. De súbito ya no tenía armas. Era un bebé. Regresé y empecé a investigar, preguntándome sobre el hinduismo como parte del pensamiento, porque un día al entrar a un templo todo lo que sentía era malo. No tenía permiso alguno de estar ahí. Y me abrumó encontrar a esa niña en mí. Una pequeña católica asustada. Me parecía que eso no se iría pero necesitaba hacerlo a un lado.


Aprendí que un yogi Bhakti entra en un cuarto lleno de gente y metódicamente mueve esta cosa hacia arriba y hacia abajo —al decir sus historias y al invitar a todo mundo a hablar y cantar al unísono— es como si estuviera afectando un barómetro invisible: la cualidad de la unión de la gente dentro del cuarto. Eso es el bhav. Sentí entonces que ese era mi tarea ahora: moverlo.


Estoy diciendo también que la vida tiene su bhav. Un día tiene su bhav. Un poema traza eso. Acaso el poema también provea la más dulce documentación de lo que ese todo está llegando a ser, en lo que se está convirtiendo. Así que, por ejemplo, un libro de poemas acerca de un período corto de tiempo, un año o dos, explica el bhav de ese período, y el poeta se aproxima a esa explicación a través de la forma, inventando la forma más económicamente verdadera de cómo le ocurrió la realidad en ese tiempo. Así entonces. Comprendí que ahora le estaba explicando el mundo a una niña triste. La cual era yo. Y me la pasaba encontrando sus cosas y tratando de hacer una historia para ella basada en lo que iba recolectando. Pienso que estaba empezando a entender el poema como alegoría. Una fórmula misteriosa. Y cada vez era más buena para leer las cosas que recolectaba, sobre todo porque me importaba que sonaran bien —no muy falsas. No quería atrapar el poema en un orden opresivo, sino que el ritmo se mantuviera bastante cerca. Siempre precisaba darse la vuelta, salir, detenerse. El lenguaje norteamericano, si no lo han notado, es muy violento así que bien puedes seguir escribiendo estos pequeños poemas que arrullan y carecen de las verdades incómodas del mundo. Mi poema con frecuencia simplemente se detenía.


Recuerdo una mañana en que el mundo se convirtió en algo cubista. Había rentado mi departamento y regresaba antes de tiempo. Me mudaba de un lado a otro todo el tiempo. Lo cual era bueno. Eso extendía mi viaje. Una mañana las cosas encajaron de manera diferente, como si algo le hubiera pasado a mi cabeza. En lugar de estar triste, tenía un dolor. Me desangré.


Myra me dio un libro llamado La pasión de Rumi. Se trataba de la historia de un moderado profesor universitario en Turquía con una familia y de cómo uno de esos sucios santos llegó a seducirlo y a llevárselo ante la presencia misma del amor y la pasión. Arruinó, por supuesto, la vida de Rumi y algunos de sus amigos de hecho mataron a ese tipo pero ya era demasiado tarde. Rumi ya no era Rumi. Probablemente hasta se cambió el nombre. Ni siquiera sabemos quién era el hombre que fue. Esto tenía entonces mucho sentido para mí, esto de someterse completa y absolutamente a la pasión de la pérdida no sólo de la niña que era pequeña y estaba bastante dañada sino también de todo lo que había construido, todo lo que creía ser y haber sido ante los ojos del mundo. Esa persona no existía más. Era difícil no morir ahora, tomar la salida fácil y de hecho morir, pero en lugar de eso me di cuenta de que ya era tiempo de dejar de contar, era tiempo de dejar de ver al mundo como una lista, y de considerar la existencia y la escritura del poema como una devoción, una expresión del deseo. Lo que estaba empezando a entender es que el poema estaba hecho de tiempo —pasado, presente, futuro. Vive en el presente, respira ahí y así es como dejas que cualquiera entre. Tan pronto como el poema ya no es acerca de algo, cuando ya deja de salvar cosas, cuando deja de ser ese coleccionista tan bruto, se convierte en una invitación para el único refugio que es el momento imposible de estar vivo.

martes, junio 07, 2011

Defendiendo la Decencia narrativa de Enrigue (Sexenio-Puebla 31/05/11)

Mucho se ha dicho alrededor de la más reciente novela de Álvaro Enrigue: Decencia (Anagrama, 2011). Que si no es mejor que Hipotermia, que si está por debajo de Vidas perpendiculares, en fin. El problema no es del escritor, es del lector.

Al parecer, los lectores estamos retrocediendo años luz al esperar que un escritor conciba sus novelas respetando el estilo ya conocido, en sus otras obras, etc. ¿Y la experimentación, dónde queda? ¿Vamos a leer novelas o queremos leer continuaciones de estilos?

En alguna vieja entrevista que le hacen a William Faulkner, le preguntaban ¿si utilizaba una técnica para cumplir su norma?, a lo que él respondió: “Si el escritor está interesado en la técnica, más le vale dedicarse a la cirugía o a colocar ladrillos. Para escribir una obra no hay ningún recurso mecánico, ningún tajo. El escritor joven que siga una teoría es un tonto. Uno tiene que enseñarse por medio de sus propios errores; la gente sólo aprende a través del error (…)”.

Decencia deberá juzgarse por sí misma, por la forma en qué está contando y en cómo lo está haciendo. A Enrigue habrá que agradecerle sus ganas de reinventarse, de transgredirse a sí mismo, ¿cuántos escritores se han dado el lujo de hacerlo?, pocos en México, la mayoría ha preferido usar el camino ya conocido y sobre ese contarnos diversas historias.

A mí en lo personal, me gustan los escritores que apuestan por usar distintas fórmulas. Enrigue es uno de ellos. Decencia sigue teniendo mucho de lo que es Enrigue: claridad narrativa, transparencia en sus personajes y lo que quiere reflejar en cada uno de ellos, su humor que le caracteriza; así como la capacidad para mezclar a la perfección las historias, hacer que parezcan independientes y sólo aquél lector inteligente podrá encontrar desde un inicio la unión de ambas, si no tendrá que esperarse hasta el final.

Decencia es, tal vez, una forma de responder a las incógnitas que a todo mexicano nos surgen ante la situación actual de México. Un repaso por el segundo centenario mexicano, visto a través de los ojos de un personaje: Longinos; con él se recorra al México revolucionario y luego a esta modernidad donde la corrupción, los secuestros y la violencia son el pan de cada día.

Y a lo largo de la novela, se irá respondiendo las preguntas que Enrigue -como dijo en una entrevista a El Universal-, se plantó al escribir esta novela: ¿cómo carajos llegamos aquí?, ¿cómo llegó a pasar esto en el país más importante de América Latina, que era la joya de la corona?

Y vaya que su respuesta es cruda y dolorosa. Una novela que debe leerse, si no por interés narrativo y novelístico, pues mínimo por morbo. Total en México el morbo y el amarillismo es lo que más lectores atrae ¿qué no?

Bang, bang, dijo el señor (Diario MIlenio/Opinión 06/06/11)

La sensatez culposa


A veces uno escribe con la impresión de ser irresponsable, y de pronto no se siente tan mal. Más todavía, me atrevería a decir que uno muy rara vez consigue arrepentirse de haber escrito así, por más que haya temido pagar las consecuencias o éstas le hubiesen sido cobradas con réditos. No me refiero, y ojalá esto se entienda, a la irresponsabilidad desfachatada de quien escribe importándole un pito cuidado, resultado y calidad, sino a la de quien lo hace sin reparar en el probable perjuicio que sus palabras le causarán, y acaso entusiasmado por ese peligrillo agridulce. Nada más divertido que terminar el último párrafo y hasta apretar los párpados saboreando el desmadre que quizás —¿ojalá?— se armará. Lo cual, por cierto, rara vez sucede, y esto a menudo cuando menos se espera. “Ahora sí me pasé”, dícese uno y saliva con el entusiasmo del niño que consuma una travesura. ¿Quién no quiere pasarse, de cuando en cuando?

Otras veces, no obstante, y que conste que esto no sabría escribirlo sin alguna vergüenza, uno se inclina por la opción sensata. Que consiste no tanto en decir lo contrario de lo que se desea, sino sencillamente en ser sutil. Ni modo de pasarse la vida de artillero, so pena de perderla en acato a las leyes de la probabilidad. Y eso es a lo que voy: no quiero hablar aquí de cuando que me he atrevido a escribir lo que menos parecía convenirme, como de una en la cual decidí preservarme. Ignoro si hice bien, pero debo decir que contar cierta cosa que había escuchado me pareció menos irresponsabilidad que idiotez. ¿Y qué sabía yo, finalmente, que no fueran rumores por todos conocidos y acaso por ninguno comprobados? ¿Qué tal que el caballero del cual había escuchado aquellas cosas era un alma de Dios, o un simple inocente, o nada más uno entre tantos culpables? Cosas que uno se dice para acallar esa suerte de culpa endemoniada que de pronto nos da a los inconscientes por no haber sido lo bastante irresponsables.

Los sicarios callaron


Este era un festival cultural, de esos que a todo el mundo le parecen dignísimos de encomio y habría que ser un necio para oponérseles. Los organizadores, sin embargo, temían que probables balaceras, de las que había tantas por aquellos lares, dieran al traste con el festival. De manera que no les quedó más remedio que ir a ver a un señor muy poderoso en cuyas manos se encontraban, según les explicaron los enterados, no sólo los recursos de la ley sino asimismo los del crimen organizado. ¿Es que el hombre jugaba en los dos equipos? Imposible saberlo. Pero si a él le gustaba la idea, lo probable es que nadie se atreviera a alzar una pistola en la ciudad durante todo el transcurso del evento. Y así fue: el señor opinó que el proyecto era bueno y prometió que al menos durante aquellos días incluso los malvados —y sobre todo ellos— se portarían bien. “No sé si eso me deja más tranquilo o me para los pelos de punta”, recuerdo haberle dicho, más o menos en broma, a los amigos que me hicieron saber que al amparo de aquel señor tan poderoso no tendríamos nada que temer.

Me habría gustado mucho contar aquella anécdota, pero estaban faltando un par de ingredientes. El primero, que venía a ser el más importante, era que me faltaba la certeza. Escribir lo que a uno le consta que es verdadero da una tranquilidad que le permite ser irresponsable, pero no hacerlo así provoca el sobresalto de la mala conciencia. No es igual que te den un balazo por chismoso a recibirlo por difamador. El segundo ingrediente, por lo tanto, era mi absoluta falta de disposición a recibir plomazos gratuitos. O, en su defecto, el ataque de algún equipo de abogados que en una de ésas podían hasta tener razón. No pretendo con esto ser original: igual que mucha gente dentro y fuera de los que se supone son sus dominios, me siento más tranquilo si permanezco fuera de la mira de un señor como Jorge Hank Rhon.

De facción a ficción


Ignoro en qué consiste su poder, aunque el día que vi a Demián Bichir aparecer en la serie Weeds, interpretando a un político mexicano al mando de un ejército de traficantes, no conseguí eludir el lugar común de creer que me hablaban del famoso ex alcalde de Tijuana. Nada que uno pudiera comprobar, puesto que si así fuera el hombre poderoso y temible lo habría parecido seguramente menos. La idea, sin embargo, de un señor funcionario con el poder de imponer el silencio a las armas de policías y maleantes parecía lo bastante sugerente para creer cuanto de él se contara, y eso debe saberlo Jenji Kohan, que es responsable por la creación y el sano desarrollo de Weeds. Motivo suficiente para preguntarse si, tal como sucede en la serie de Showtime, solamente desde Estados Unidos es concebible desafiar a ciertos poderosos mexicanos que aquí inspiran un miedo sobrenatural.

Me explico: cuento historias. Imposible negar la fascinación que en los de nuestro oficio inspiran personajes como Hank Rhon. Nada, al fin, me parece más entretenido que ponerme en las botas de personajes como el anónimo policía municipal mazatleco que tuvo el infortunio de echarse al plato al legendario Ramón Arellano Félix. Que perdonen los muertos y los vivos, pero ver a Hank Rohn detenido por acopio de armas es fantasear aún más en torno a la llevada y traída peligrosidad del vástago más joven de Carlos Hank González. Si en los próximos días vuelve a la libertad, creeré que su poder va más allá de todo lo imaginable. Y si pasa que permanece encerrado, merced a nuevos cargos y evidencias, no me quedará más que pensarlo un villano tremebundo. Recolectaré anécdotas, entonces, y con seguridad repetiré unas cuantas ante mis amistades, sin por ello arriesgarme a más castigo que su incredulidad. Cosa poco probable, porque en esos asuntos uno se lo cree todo. Lo único seguro es que nunca sabré la verdad pelona, y ello en el fondo me tranquiliza mucho, porque como ya he dicho soy un irresponsable. Afortunadamente no estoy solo: somos muchos quienes nos conformamos con la especulación en torno a un tema que nos pone la carne de gallina. La verdad pesa mucho, a ver quién va a querer echársela en la espalda.